El Río Oscuro (13 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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»Para aquellos miembros de la Hermandad que deseen más información, debo decirles que el Programa Sombra es... —Reichhardt hizo una pausa buscando la palabra adecuada—. Yo diría que es
verfürhrerisch.

—Lo que significa «atractivo» —tradujo la señorita Brewster—, seductor.

—Seductor. Esa es la palabra. Para mostrarles lo que el Programa Sombra es capaz de hacer, he escogido a un miembro de la Hermandad como objetivo. Sin su conocimiento, he introducido una copia de su persona en nuestro sistema. Las fotografías de las bases de datos del pasaporte y el carnet de conducir se han convertido en una imagen tridimensional. Recurriendo a los archivos médicos y otros datos personales, hemos determinado el peso y la altura.

Michael había hablado brevemente con el doctor Anders Jensen antes de que empezara la reunión. Era un hombre delgado, de ralo cabello rubio, que tenía un cargo de importancia en el gobierno danés. Jensen pareció sorprenderse cuando su rostro apareció en la figura creada por ordenador. Los datos médicos entraron en la pantalla y dieron nuevas formas al cuerpo. La información obtenida del ordenador de una tienda de ropa creó un traje gris y una corbata azul. Una vez vestida la figura, se levantó de la silla y saludó con la mano.

—¡Y aquí lo tenemos! —anunció Reichhardt—. Doctor Jensen, salude a su doble.

Michael y el resto de los presentes aplaudieron la hazaña, mientras que Jensen forzó una sonrisa. El danés no parecía contento de que su imagen formara parte del sistema.

—Partiendo de los archivos del registro municipal —prosiguió el alemán—, podemos recrear el apartamento que el doctor Jansen tiene en la calle Vogel. A partir de la información de su tarjeta de crédito, en especial de las empresas de servicio de venta por correo, podemos incluso colocar algunos muebles en las distintas habitaciones.

Mientras el Jensen generado por ordenador paseaba arriba y abajo, en la sala de estar fueron apareciendo un sofá, una butaca y una mesa auxiliar. Michael miró a los reunidos y vio que la señorita Brewster asentía con la cabeza y le sonreía con complicidad.

—La imagen no es exacta —dijo Jensen—. El sofá está situado contra la pared.

—Le pido disculpas, profesor —repuso Reichhardt antes de hablar brevemente por su intercomunicador. Al instante, el sofá se esfumó y reapareció en el lugar adecuado—. Ahora me gustaría mostrarles el montaje de la versión condensada de unas cuantas horas en la vida del profesor Jensen. El Programa Sombra lo observó hace nueve días, durante el período de pruebas del sistema, debo decir que con éxito. El profesor tiene instalado en su casa un sistema de seguridad, por lo que sabemos exactamente cuándo sale de su apartamento. Su móvil y el GPS de su coche nos permiten seguirle hasta su zona habitual de compras. En el aparcamiento hay dos cámaras de vigilancia. El profesor es fotografiado, y el correspondiente algoritmo facial nos confirma su identidad. En la tarjeta de compras que el profesor lleva en la cartera hay un chip RFID que informa al ordenador cuando ha entrado en una tienda determinada. Aquí aparece un comercio que vende libros, películas y juegos de ordenador...

En la pantalla, el doble de Anders Jensen empezó a caminar entre las estanterías mientras otras figuras pasaban por su lado.

—Por favor, comprendan que lo que están presenciando no es una ficción hipotética —prosiguió Reichhardt—, sino que corresponde a la experiencia vivida por el profesor. Sabemos qué aspecto tiene la tienda porque los comercios más modernos han sido transformados en entornos electrónicos para monitorizar el comportamiento de los clientes. Y sabemos qué aspecto tienen los demás clientes porque hemos escaneado sus tarjetas de identidad y hallado imágenes de sus caras en distintas bases de datos.

»En la actualidad, la mayoría de los productos tienen chips RFID que los protegen contra el robo, pero además permiten que las tiendas controlen los envíos de mercancía. Los comercios de Francia, Alemania y Dinamarca tienen sensores de chips en las estanterías para saber si los clientes se sienten atraídos por las ofertas y el empaquetado. Esta práctica será la norma en los próximos años. Ahora observen: el profesor Jensen se dirige a esa estantería en concreto y...

—Ya basta —masculló Jensen.

—Coge un producto y lo devuelve a su sitio. Vacila y al final decide comprar un DVD llamado
Pecado Tropical
III.

El general Nash soltó una carcajada, y el resto de los reunidos se le unieron. Algunos de los rostros que aparecían en el monitor también reían.

Jensen bajó la cabeza con aire abatido y murmuró:

—Lo... lo compré para un amigo.

—Profesor, le pido disculpas si la situación le resulta embarazosa —dijo Reichhardt.

—Pero aquí todos conocemos las reglas —intervino la señorita Brewster—. Todos somos iguales ante el Panopticón.

—Exacto —aseveró el alemán—. Dado lo limitado de nuestros recursos, en estos momentos solo disponemos de capacidad suficiente para poner en marcha el Programa Sombra en una ciudad: Berlín. Estará plenamente operativo en quince días. Una vez tengamos el sistema en funcionamiento, las autoridades se enfrentarán con...

—Un ataque terrorista —dijo Nash.

—O algo parecido. En ese momento, la Fundación Evergreen ofrecerá el Programa Sombra a nuestros amigos del gobierno alemán. Cuando se ponga en funcionamiento, nuestros aliados políticos se asegurarán de que se convierta en un sistema mundial. No se trata únicamente de una herramienta contra el crimen y el terrorismo. A las empresas les atraerá la idea de contar con un sistema que puede determinar dónde se halla un empleado determinado y qué está haciendo. ¿Acaso bebe durante el almuerzo? ¿Va por la noche a la biblioteca y saca libros poco recomendables? De todas maneras, el Programa Sombra permitirá que salgan al mercado cierto número de libros y películas controvertidos, pues la reacción de los consumidores ante esos productos nos proporcionará más información con la que crear nuestra realidad duplicada.

Se produjo un breve silencio, y Michael aprovechó la oportunidad.

—Me gustaría decir algo.

El general Nash pareció sorprendido.

—Este no es el momento ni el lugar, Michael. Podrás comunicarme tus comentarios después de la reunión.

—No estoy de acuerdo —intervino la señorita Brewster—. Me gustaría conocer el punto de vista de nuestro Viajero.

Jensen asintió. Estaba impaciente por pasar a cualquier otro asunto que no tuviera que ver con el profesor duplicado de la pantalla.

—A veces es bueno contar con una perspectiva diferente —dijo.

Michael se levantó y contempló a la Hermandad. Todos los que estaban sentados ante él portaban una máscara que era el resultado de años de mentira y engaño, el rostro adulto que ocultaba las emociones que el niño manifestó en su día. Mientras el Viajero los escrutaba, las máscaras se disolvieron en pequeños fragmentos de realidad.

—El Programa Sombra representa un gran logro —dijo Michael—. Una vez se haya demostrado su éxito en Berlín, será fácil extenderlo a otros países. Pero existe una amenaza que puede destruir todo el sistema. —Hizo una pausa y miró alrededor—. Un Viajero anda suelto por ahí, una persona que puede oponer resistencia a sus planes.

—Su hermano no es un problema significativo —repuso Nash—. Es un fugitivo que no cuenta con ningún apoyo.

—No me refiero a Gabriel. Estoy hablando de mi padre.

Michael vio sorpresa en el rostro de los presentes y furia en el de Nash. El general no les había hablado de Matthew Corrigan. Quizá no quería que su posición pareciera débil y poco preparada.

—Disculpe... —La señorita Brewster sonaba como si acabara de encontrar un error en la cuenta de un restaurante—. ¿Su padre no desapareció hace varios años?

—Sigue con vida. En estos momentos podría hallarse en cualquier rincón del planeta, organizando la resistencia contra el Panopticón.

—Estamos ocupándonos de ese asunto —intervino Nash—. El señor Boone está siguiendo el caso y me ha informado de que...

Michael lo interrumpió:

—El Programa Sombra y todos los programas que pongan en marcha fracasarán a menos que encuentren a mi padre. Ustedes saben que fundó la comunidad de New Harmony en Arizona.

¿Quién sabe qué otros centros de resistencia puede haber organizado o estar organizando ahora mismo?

Un tenso silencio se apoderó de la sala. Escrutando los rostros de los miembros de la Hermandad, Michael comprendió que había logrado manipular su miedo.

—¿Y qué se supone que debemos hacer? —preguntó Jensen—. ¿Tiene usted alguna idea que proponernos?

Michael inclinó la cabeza como un humilde servidor.

—Solo un Viajero puede encontrar a otro Viajero. Déjenme que les ayude.

Capítulo 12

En Flatbush Avenue, en Brooklyn, Gabriel vio el escaparate de una agencia de viajes donde se exhibía una polvorienta colección de juguetes para la playa. La señorita García, una vieja dominicana que pesaba como mínimo ciento cincuenta kilos, dirigía la agencia. Se deslizaba por el establecimiento empujando con los pies una silla de despacho con ruedas giratorias mientras parloteaba en una mezcla de español e inglés. Cuando Gabriel le dijo que quería comprar un billete de avión de ida a Londres y pagar en efectivo, la señorita García se detuvo y estudió a su nuevo cliente.

—¿Tiene usted pasaporte?

Gabriel dejó su nuevo pasaporte en la mesa. La señorita García lo examinó con la atención de un agente de inmigración y decidió que era aceptable.

—Un billete solo de ida suele despertar preguntas de la policía y de inmigración. Y puede que las preguntas no sean oportunas. ¿Verdad?

Gabriel recordó lo que Maya le había explicado de los viajes en avión. Los pasajeros a los que acababan registrando eran las abuelas que llevaban tijeritas para la manicura y aquellos que violaban las normas más sencillas. Mientras la señorita García comprobaba los vuelos, Gabriel contó el dinero de que disponía. Si compraba un billete de ida y vuelta, le quedarían unos ciento cincuenta dólares.

—De acuerdo —le dijo—. Deme un billete de ida y vuelta en el primer vuelo que salga.

La señorita García utilizó su propia tarjeta de crédito para comprar el billete
on-line
y luego dio a Gabriel la dirección de un hotel de Londres.

—No se aloje aquí. Esto es solo porque en el aeropuerto le pedirán una dirección y un número de teléfono.

Cuando Gabriel le confesó que no tenía más equipaje que la mochila que llevaba al hombro, la mujer le vendió una maleta de lona por veinte dólares y se la llenó de ropa vieja.

—Ahora es usted un turista de verdad —dijo—. ¿Qué quiere ver en Inglaterra? Es posible que le hagan esa pregunta.

«Tyburn Convent», pensó Gabriel. «Ahí es donde está mi padre.» Pero se encogió de hombros y miró el gastado linóleo del suelo.

—No sé, el puente de Londres, el palacio de Buckingham...

—Bien, señor Bentley, salude de mi parte a la reina.

Gabriel nunca había volado al extranjero, pero conocía la experiencia por los anuncios de la televisión y las películas. En ellas, gente elegantemente vestida se acomodaba en cómodos asientos y mantenía agradables conversaciones con otros pasajeros igualmente atractivos. Sin embargo, la experiencia de verdad le recordó al verano que él y Michael habían pasado en una granja de ganado cerca de Dallas, Texas. Las vacas tenían etiquetas grapadas en las orejas, y ellos pasaron la mayor parte del tiempo apartando novillos, inspeccionándolos, pesándolos, metiéndolos en rediles, conduciéndolos por estrechas empalizadas y obligándolos a entrar en los camiones.

Once horas más tarde se hallaba haciendo cola ante el servicio de inmigración del aeropuerto de Heathrow. Cuando le llegó el turno, se acercó al agente, un sij de larga barba. El hombre cogió el pasaporte y lo examinó unos instantes.

—¿Ha visitado anteriormente el Reino Unido?

Gabriel le obsequió con la más relajada de sus sonrisas.

—No, esta es la primera vez.

El agente pasó el documento por un escáner y estudió la pantalla que tenía delante. La información biométrica del chip RFID se correspondía con la fotografía y con la información que ya figuraba en el sistema. Como la mayoría de los ciudadanos que tienen un trabajo aburrido, el hombre se fiaba más de la máquina que de su instinto.

—Bienvenido a Gran Bretaña —le dijo, y Gabriel se encontró de pronto en un nuevo país.

Eran casi las once de la noche cuando cambió el dinero que le quedaba, salió de la terminal, y cogió el tren a Londres. Se apeó en la estación de King's Cross y deambuló por la zona hasta que encontró un hotel. La habitación tenía el tamaño de un cuarto trastero y vidrios mates en las ventanas. No se desvistió, se limitó a envolverse en una fina sábana e intentó conciliar el sueño.

Cumplió veintisiete años pocos meses antes de salir de Los Ángeles, y habían pasado quince años desde la última vez que vio a su padre. Sus recuerdos más intensos se remontaban a la época en que vivía con su familia en una granja de Dakota del Sur, sin electricidad ni teléfono. Todavía recordaba a su padre enseñándole cómo cambiar el aceite de la camioneta y la noche en que sus padres bailaron abrazados frente a la chimenea de la sala de estar. Recordaba que una noche bajó por la escalera, cuando se suponía que debía estar en la cama, espió desde el pasillo y vio a su padre sentado solo a la mesa de la cocina. Matthew Corrigan parecía triste y pensativo, como si cargara con un enorme peso sobre sus hombros.

Pero por encima de todo recordaba un día en concreto, cuando él tenía doce años y Michael dieciséis. Durante una tormenta de nieve, los mercenarios de la Tabula asaltaron la granja. Los dos muchachos y su madre se refugiaron en el sótano del cobertizo mientras el viento aullaba en el exterior. A la mañana siguiente, él y su hermano encontraron cuatro cuerpos en la nieve, pero su padre se había esfumado, había desaparecido de sus vidas.

Gabriel se sintió como si alguien le hubiera metido algo en el pecho y le arrancara una parte de su ser. Esa sensación de vacío no había desaparecido del todo.

Cuando se levantó, preguntó al recepcionista unas cuantas direcciones y empezó a caminar hacia el sur, hacia la zona de Hyde Park. Se sentía nervioso y fuera de lugar en aquella ciudad desconocida. En los cruces, alguien había escrito mirar a la derecha o mirar a la izquierda, como si los negros taxis o las blancas camionetas de reparto estuvieran a punto de atropellar a cualquiera de los turistas que abarrotaban Londres. Michael intentó caminar en línea recta, pero se perdía constantemente por las estrechas calles adoquinadas que formaban ángulos inverosímiles. En Estados Unidos llevaba dólares en la cartera, pero en Londres tenía los bolsillos llenos de monedas.

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