El rey ciervo (5 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El rey ciervo
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—Pero eso no es todo —susurró—. Mientras yacíamos juntos… nunca viví algo tan… tan… —Tragó saliva, luchando por expresar en palabras lo que Morgana no soportaba oír—. Toqué a Arturo… lo toqué. No te equivoques: la amo, ¡oh, cómo la amo! Pero si no fuera la esposa de Arturo, si no hubiera sido por… Creo que ni siquiera con ella…

Se atragantó sin poder concluir la frase. Morgana permanecía completamente inmóvil, horrorizada. ¿Era aquella la venganza de la Diosa? ¿Que ella, enamorada de ese hombre sin esperanzas, fuera depositada de esa pasión incomprensible?

—Lanzarote, no tienes que decirme estas cosas. A mí no. A algún hombre… a Taliesin… a un sacerdote…

—¿Qué puede saber un sacerdote de esto? —inquirió desesperado—. No creo que ningún hombre haya sentido jamás algo tan extraño y tortuoso como esto. ¡Estoy condenado! Éste es mi castigo por desear a la esposa de mi rey. El mismo Arturo me despreciaría si lo supiera. Sabe que amo a Ginebra, pero ni él mismo podría perdonarme esto. Y Ginebra…, quizás incluso ella me odiaría…

Su voz se apagó en el silencio. Morgana sólo pudo decir las palabras que le habían enseñado en Avalón:

—La Diosa conoce lo que hay en el corazón de los hombres, Lanzarote. Ella te consolará.

—Pero esto es desdeñar a la Diosa —susurró él, con gélido horror—. No puedo recurrir a ella. Me siento tentado a arrojarme a los pies del Cristo. Sus curas dicen que puede perdonar cualquier pecado, por condenable que sea.

Morgana observó secamente que los curas no parecían ser tan tiernos y tolerantes con los pecadores.

—Tienes razón, sin duda —murmuró Lanzarote contemplando tristemente las losas de piedra—. No habrá socorro hasta que me maten en alguna batalla o me arroje al paso de algún dragón. —Dio media vuelta—. Bien, iré a compartir la vigilia con Gareth, como le prometí. Al menos él me ama con inocencia, como a un hermano. ¡Cuánto desearía que hubiera un Dios capaz de perdonarme!

Iba a alejarse, pero Morgana lo sujetó por la manga bordada.

—Espera. ¿Qué significa esa vigilia en la iglesia? No sabía que los caballeros de Arturo se hubieran vuelto tan devotos.

—Arturo piensa a menudo en su consagración en Avalón —respondió Lanzarote—. Cierta vez dijo que los paganos, al asumir una gran obligación, lo hacían en actitud de plegaria, conscientes de su gran importancia. Por eso habló con los sacerdotes y establecieron este rito. Cuando un hombre que no ha pasado por el bautismo de sangre va a convertirse en caballero pasa por esta prueba especial: ha de rezar toda la noche, velando sus armas, y por la mañana confiesa sus pecados y es armado caballero.

—¡Pero eso es una especie de iniciación a los Misterios a la que no tiene derecho! ¡ Y todo falseado en nombre de su Cristo!

Lanzarote respondió a la defensiva:

—Consultó a Taliesin, quien dio su autorización. Lo que importa no es ser cristiano, pagano o druida, sino lo que sucede en el alma. Si Gareth se enfrenta al misterio de su corazón y eso lo convierte en un hombre mejor, ¿qué importa de dónde provenga? ¡Ya quisiera yo encontrar en mi corazón algo que me permitiera creer en Dios, en cualquier Dios!

Morgana sólo pudo decir:

—Así sea, primo. Rezaré por ti.

—Pero ¿a quién? —preguntó él.

Y se alejó, dejándola muy atribulada.

Aún no era medianoche. Había luces en la iglesia donde Gareth y Lanzarote guardaban la vigilia. Morgana bajó la cabeza, recordando la noche que le había tocado hacer lo mismo, y su mano buscó automáticamente la pequeña hoz que faltaba en su cinturón desde hacía muchos años.

«Me deshice de ella. ¿Quién soy yo para protestar porque se profanan los Misterios?»

De pronto el aire se agitó, como un torbellino. Viviana estaba ante ella, en el claro de luna. Estaba más anciana y más delgada, con el pelo casi totalmente blanco. Sus ojos eran como grandes brasas ardientes. Pareció mirar a Morgana con pesar y ternura.

—Madre… —tartamudeó, sin saber si se dirigía a la Dama o a la Diosa. Entonces, viendo que la imagen ondulaba, comprendió que era sólo una visión—. ¿A qué habéis venido? ¿Que deseáis de mí?

Cayó de rodillas; la túnica de Viviana agitó el aire de la noche. En la frente llevaba una corona de junco, como la de la reina del pueblo de las hadas. La aparición alargó una mano a Morgana sintió que la media luna descolorida le quemaba en la frente.

El vigía nocturno cruzó el patio a zancadas, lanzando destellos con su lámpara. Morgana seguía arrodillada, sola, con la mirada perdida en la nada. Se apresuró a levantarse antes de ser vista.

De pronto había perdido los deseos de ir al lecho de Kevin La estaría esperando, pero no se le ocurriría hacerle reproches si no se presentaba. En silencio, se escabulló por los pasillos hasta la habitación que compartía con las damas solteras.

«Creía haber perdido para siempre el don de la videncia. Sin embargo, Viviana se presentó ante mí y me tendió la mano. ¿Significa eso que Avalón me necesita? ¿O sólo que estoy enloqueciendo, como Lanzarote?»

3

C
uando Morgana despertó ya reinaban en el castillo el ruido y la confusión de un día festivo: Pentecostés. En el patio flameaban los estandartes y la gente iba de aquí para allí cruzando las puertas. En todo Camelot y en las laderas de la colina brotaban los pabellones como extrañas y hermosas flores.

No había tiempo para sueños y visiones. Ginebra la mandó llamar para que la peinara, pues no había en la corte mujer más diestra que ella. Mientras separaba las guedejas sedosas para trenzarlas, Morgana echó un vistazo a la cama que los chambelanes estaban aireando. «Los tres compartieron ese lecho», pensó. De pronto su mente se llenó de imágenes eróticas, recuerdos de aquella mañana con Arturo, de la noche en brazos de Lanzarote. Bajando los ojos, continuó trenzando la cabellera de la reina.

—Está demasiado tirante —se quejó Ginebra.

Morgana se obligó a relajar las manos, pero por mucho que se esforzara no podía apartar de sí las odiosas escenas que la perseguían.

—Así se sostendrá; alcánzame el pasador de plata —pidió.

Ginebra, encantada, se observó en el espejo de cobre.

—Bellísimo, querida hermana. Muchas gracias. —Y abrazo impulsivamente a Morgana, que estaba rígida.

En verdad la reina estaba radiante. Morgana le devolvió el abrazo y apoyó una mejilla contra la suya: por un momento le Pareció suficiente tocar esa hermosura, como si pudiera impregnarse un poco de ella. Entonces, recordando lo que había «icho Lanzarote, pensó: «No soy mejor que él. Yo también alimento deseos perversos y extraños.»

Envidiaba a la reina, que era simple y franca; sus pesares y Gobiernas eran los de cualquiera: temor por la vida de su esposo, pesar por la falta de hijos. A pesar del encantamiento no habían presentado señales de embarazo.

Ginebra sonreía.

—¿Bajamos? Aún no he saludado a los huéspedes. Ha venido el rey Uriens con su hijo, ya adulto. ¿Te gustaría ser reina de Gales, Morgana? Dicen que Uriens viene a pedir una esposa.

Morgana se echó a reír.

—Crees que le convengo porque difícilmente podría darle un hijo, y así no habría disputas por el trono.

—Es cierto que ya eres mayor para un primer hijo.

Ginebra ignoraba que Morgana había tenido un hijo. Jamás lo sabría. Pero eso la preocupaba.

«Arturo se culpa por no haber engendrado. Por su paz de espíritu, tendría que saber que tiene un hijo. Y Gwydion lleva la sangre real de Avalón…»

—Escuchad —dijo Elaine—: están sonando las trompetas. Ha llegado alguien importante.

—Tenemos que bajar —dijo la reina.

Estaba elegante y majestuosa con aquel peinado y el vestido color azafrán. Elaine lucía un sayo verde, y Morgana, su túnica roja. Las tres bajaron para reunirse con los otros delante de la iglesia.

Morgana vio, detrás de Gawaine, una cara conocida; frunció el entrecejo, tratando de recordar dónde había visto antes a aquel hombre alto, corpulento y barbado, casi tan rubio como los nórdicos. Por fin lo recordó: era Balin, el hermano de leche de Balan, un estúpido de mente estrecha; pero estaba ligado a Viviana por el sagrado vínculo de la adopción. Le dedicó una fría inclinación de cabeza.

—Os saludo, señor Balin.

Aunque ceñudo, no olvidó los buenos modales. Vestía ropa raídas, como si no hubiera tenido tiempo de cambiarse después de un largo viaje.

—¿Venís a misa, señora Morgana? ¿Habéis renunciado a los diablos de Avalón para aceptar a nuestro Salvador?

La pregunta era ofensiva, pero Morgana sonrió con cautela.

—Voy a misa para honrar a nuestro pariente Gareth.

Tal como esperaba, eso lo desvió del tema.

—El hermano de Gawaine, el que asustó a los caballos en la boda de Arturo. Cuesta creer que ya sea un hombre.

El devoto Balin le hizo una reverencia y entró en la iglesia. Llevaba en el rostro el fulgor del fanatismo. Morgana se alegro de que Viviana no estuviera allí, aunque sus dos hijos habrían podido impedir cualquier disturbio.

Gareth vestía de blanco. Lanzarote, de carmesí, se arrodilló a su lado, hermoso y grave. Gareth, feliz e inocente, gozoso; Lanzarote, pesaroso y atormentado. Sin embargo, escuchó con serenidad la historia de Pentecostés leída por el sacerdote; no parecía el mismo hombre torturado que le había abierto el alma.

—… Y comenzaron a hablar en otros idiomas, inspirados por el espíritu… Dios dice: «En los últimos días del mundo enviare mi Espíritu a todos los hombres, y vuestras hijas profetizarán, y vuestros hijos tendrán visiones, y vuestros ancianos tendrán sueños.»

Morgana pensó: «Lo que recibieron fue el don de la videncia, pero no lo entendieron. Tampoco les interesaba comprender; para ellos sólo demostraba que su Dios era mayor que los demás dioses.» ¿Sabrían acaso los cristianos lo comunes que eran esos poderes?

Cuando los fíeles se aproximaron a la barandilla del altar para compartir el pan y el vino, Morgana negó con la cabeza y dio un paso atrás: no era cristiana y no quería fingir.

Ya fuera de la iglesia, Lanzarote desenvainó su espada y tocó a Gareth con ella. Su voz clara y solemne pronunció:

—Levantaos, Gareth, compañero de Arturo y hermano, ahora, de todos los caballeros de esta compañía. No olvidéis defender a vuestro rey y vivir en paz con todos sus caballeros y con todas las gentes de paz, pero recordad siempre hacer la guerra al mal y defender a quienes necesiten protección.

Morgana se preguntó si Arturo recordaría la ceremonia en que había recibido a
Escalibur
de manos de la Dama, si acaso por eso había instituido el juramento. Tal vez no fuera, después de todo, un remedo de los sagrados Misterios, sino un intento de conservarlos, pero ¿por qué se tenía que celebrar en la iglesia? ¿Llegaría un día en que se negaran a quien no fuera cristiano?

Después de la ceremonia Morgana saludó a Gareth y le entregó su regalo: un fino tahalí de piel, que le permitiría llevar espada y daga. Él se inclinó para darle un beso.

—Ah, cómo has crecido, pequeño. ¡Dudo que tu madre te reconociera!

—Nos pasa a todos, querida prima —respondió el joven, sonriendo—. ¡Dudo que vos reconocierais a vuestro hijo!

En ese momento lo rodearon los otros caballeros para felicitarlo y darle la bienvenida. Morgana notó que Ginebra la observaba con atención.

—¿Qué fue lo que dijo Gareth? ¿Vuestro hijo?

Morgana respondió con aspereza.

—Si nunca te lo he dicho, cuñada, es por respeto a tu religión. Di un hijo a la Diosa, concebido en los fuegos de Beltane Está bajo tutela en la corte de Lot; no lo he visto desde que lo destetaron. ¿Estás satisfecha o vas a divulgar mi secreto por doquier?

—No —dijo la reina, palideciendo—. ¡Qué dolor para ti estar separada de tu pequeño! Lo siento, Morgana. Ni siquiera se lo diré a Arturo. Él también es cristiano y se escandalizaría.

«No imaginas cuánto», pensó lúgubre. El corazón le palpitaba con fuerza. ¡Ya eran muchos los que conocían su secreto!

Habían sonado las trompetas que indicaban el comienzo de los juegos. Arturo no participaría en las justas, pues nadie quería atacar a su rey. Lanzarote encabezaría uno de los bandos; el otro, por sorteo, quedó a las órdenes de Uriens de Gales del norte, hombre ya muy maduro, pero fuerte y vigoroso. Lo acompañaba Accolon, su segundo hijo, que tenía en las muñecas un tatuaje de serpientes azules. ¡Era un iniciado de la isla del Dragón!

Ginebra había bromeado, sin duda, al hablar de casarla con el anciano Uriens. Pero Accolon… era un hombre cabal, quizás el más apuesto del grupo, exceptuando a Lanzarote. Morgana se descubrió admirando su habilidad con las armas, la gracia natural de sus movimientos. Tarde o temprano Arturo querría darla en matrimonio; si la ofreciera a Accolon, ¿se negaría a aceptarlo?

Después de un rato su atención comenzó a divagar. La mayoría de las mujeres ya había perdido el interés y charlaba entre sí.

—No vale la pena apostar —dijo una, descontenta—. Todos sabemos que ganará Lanzarote, como siempre.

—¿Insinúas que hay injusticia? —inquirió Elaine, resentida.

—De ningún modo. Pero nadie puede medirse con él.

—He visto al joven Gareth arrojarlo de cabeza al polvo —intervino Morgana, riendo—. Pero si queréis divertiros, apuesto una cinta de seda carmesí a que Accolon obtiene un trofeo, imponiéndose al mismo Lanzarote.

—Trato hecho —dijo la mujer.

Morgana se levantó, diciendo a Ginebra:

—No me agrada ver a los hombres maltratarse por deporte. ¿Me permitís volver al salón, hermana, para comprobar que el festín esté preparado?

Recibido el permiso, salió por detrás de los asientos hacia el patio principal. Las grandes puertas estaban abiertas, custodiadas por unos cuantos hombres. Iba hacia el castillo, pero una intuición hizo que volviera sobre sus pasos. Sin saber por qué, se detuvo a observar a dos jinetes que llegaban tarde a las primeras festividades. Pero de pronto un presentimiento empezó a escocerle en la piel. Al verlos cruzar el umbral corrió hacia ellos, sollozando.

—¡Viviana! —gritó.

Y se detuvo, temerosa de arrojarse a los brazos de su tía. En cambio se arrodilló en el polvo, con la cabeza gacha. La voz familiar, inalterada, tal como la había oído en sus sueños, dijo con suavidad:

—Morgana, hija, eres tú. ¡Cuánto he deseado verte durante todos estos años! Ven, ven, querida. No tienes por qué arrodillarte ante mí.

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