—¿Cómo… cómo te enteraste? —tartamudeó.
—Por Morgana —respondió—. Cuando llegué a Camelot me dijo que había tratado de detenerte hasta mi regreso. Presentía que era una trampa. Monté a caballo y vine con seis hombres. Encontré a tu escolta en los bosques, cerca de aquí; estaban todos atados y amordazados. Una vez que los puse en libertad no fue difícil. Supongo que se creía seguro.
La soltó el tiempo suficiente para ver las moraduras, el vestido desgarrado y el corte en el labio hinchado. Tocó las lesiones con dedos trémulos, diciendo:
—Ahora lamento que muriera tan rápido. Me habría gustado hacerle sufrir. Ah, pobre amor mío, mi querida, qué cruelmente has sido utilizada…
—No sabes, no sabes —susurró ella. Y volvió a sollozar, aferrándose a él—. Has venido, has venido, temía que no viniera nadie, que nadie me quisiera ya, que nadie volviera a tocarme… Ahora, con esta vergüenza…
Lanzarote la besó una y otra vez, en un frenesí de ternura.
—¿Vergüenza, tú? No, la vergüenza es suya, suya, y ya ha pagado —murmuró entre beso y beso—. Temía haberte perdido Para siempre, que te hubiera matado. Pero Morgana me dijo que no, que estabas con vida.
Ginebra tuvo un momento de miedo y resentimiento. ¿Sabría Morgana cómo la habían humillado y violado? Ah, Dios, si lucra posible evitarlo… No soportaba que su cuñada lo supiera.
—¿Y el señor Héctor? ¿El señor Lucano?
—Lucano está muy bien. Héctor no es joven y ha sufrido una fuerte impresión, pero no hay motivos para pensar que no vaya a sobrevivir —dijo Lanzarote—. Debes bajar a verlos amada mía. Tienen que saber que su reina vive.
Ginebra bajó los ojos a la túnica desgarrada y se tocó la cara magullada con manos vacilantes. Su voz sonó angustiada.
—¿No puedo tomarme algo de tiempo para adecentarme? No quiero que vean…
Y no pudo continuar.
Lanzarote vaciló un momento. Luego asintió.
—Sí; que piensen que no se atrevió a insultarte. Es mejor así. Permíteme revisar las otras habitaciones. Un hombre corno él no puede haber vivido aquí sin alguna mujer.
Casi no pudo soportar perderlo de vista. Se apartó del cadáver tendido en el suelo, mirándolo como si fuera el despojo de un lobo muerto por algún pastor, sin sentir siquiera asco por la sangre.
Lanzarote no tardó en volver.
—Allí hay un cuarto limpio y arcenes con ropa. Creo que era la alcoba del antiguo rey. Incluso hay un espejo.
La condujo por el pasillo hasta un cuarto que estaba limpio; en la gran cama había paja fresca, sábanas, mantas y cobertores de piel. Había un arcón tallado que le resultaba conocido; contenía tres túnicas, una de las cuales había pertenecido a Alienor; las otras eran de una mujer más alta. «De mi madre —pensó entre lágrimas—. Me extraña que mi padre no las regalara. Nunca supe qué clase de hombre era. Era sólo mi padre.» Y eso le pareció tan triste que volvió a sentir deseos de llorar.
—Me pondré esto —dijo. Y esbozó una débil risa—. Siempre que pueda arreglármelas sin doncella.
Lanzarote le tocó la cara con suavidad.
—Te vestiré yo, señora.
La ayudó a quitarse el vestido. Pero contrajo la cara y la alzó en brazos tal como estaba, a medio vestir.
—Cuando pienso que ese…, ese animal te ha tenido… —dijo, escondiendo la cara en su seno—. Y yo, que te amo, apenas me atrevo a tocarte.
Y a aquello la había llevado tanta fidelidad; Dios recompensaba su virtud poniéndola en manos de Meleagrant, para que fuera maltratada y violada. Y Lanzarote, que le había ofrecido amor y ternura, haciéndose escrupulosamente a un lado para no traicionar a su primo, tenía que ser testigo de tales infamias. Se volvió para abrazarlo.
Lanzarote —susurró—, queridísimo Lanzarote. Borra mí el recuerdo de lo que se me ha hecho. Quedémonos aquí un rato más…
Los ojos oscuros se desbordaron; la depositó delicadamente en la cama, acariciándola con manos trémulas.
«Dios no recompensó mi virtud. ¿Qué me hace pensar que podría castigarme?» De inmediato se le ocurrió algo que la «susto: «Tal vez no hay Dios. Tal vez todo es una gran mentira He los sacerdotes, para que la humanidad les permita ordenar «qué hacer, qué no hacer, qué creer, para dar órdenes al mismo rey.» Se incorporó para abrazar a Lanzarote, buscándolo con la boca magullada, recorriendo con las manos todo el cuerpo amado, ya sin miedo y sin vergüenza. ¿Arturo? Arturo no la había protegido de la violación. Pero había sido su voluntad que yaciera con Lanzarote aquella primera vez, y ahora haría lo que quisiera.
Dos horas después abandonaron el castillo de Meleagrant, juntos, alargando las manos para tocarse mientras cabalgaban. Y a Ginebra ya no le importaba. Miraba a Lanzarote de frente, con la cabeza en alto, llena de gozo y alegría. Aquél era su verdadero amor. Jamás volvería a molestarse en ocultárselo a nadie.
E
n Avalón las sacerdotisas serpeaban lentamente por la orilla cubierta de juncos, con antorchas en las manos. Tendría que haber estado entre ellas, pero algo me lo impedía… Viviana se habría enfadado conmigo por no estar allí. Pero yo parecía estar en una costa remota, sin poder pronunciar la palabra que me habría reunido con ellas…
Cuervo caminaba lentamente, arrugado el rostro pálido como yo nunca lo había visto, con un largo mechón blanco en la sien. Llevaba el pelo suelto; ¿era posible que fuera todavía virgen? Sus vestiduras blancas se movían al impulso del mismo viento que hacía flamear las antorchas. ¿Dónde estaba Viviana? ¿Y quién era la que lucía el velo y la guirnalda de la Dama?
Nunca la había visto, salvo en sueños. Las gruesas trenzas del color del trigo maduro le cubrían la frente, pero allí donde debería llevar la hoz de las sacerdotisas… ¡Ah, blasfemia! Allí pendía un crucifijo de plata. Luché contra ataduras invisibles para lanzarme a arrancar aquel objeto blasfemo, pero Kevin se interpuso entre nosotras y me sujetó con manos deformes, que se retorcían como serpientes… Y al cabo de un momento se retorcían entre mis manos… Y las serpientes me desgarraban con sus colmillos…
—¡Morgana! ¿Qué pasa? —Elaine sacudió a su compañera de lecho—. Estabas gritando en sueños.
—Kevin —murmuró, incorporándose; la cabellera suelta onduló a su alrededor como agua oscura—. No, no eras tú… Pero tenía el pelo rubio, como el tuyo, y un crucifijo…
—Fue un sueño, Morgana. ¡Despierta!
Parpadeó estremecida. Luego aspiró hondo y miró a Elaine con su habitual compostura.
—Perdón. Fue un mal sueño.
Pero en sus ojos aún había desesperación. Elaine se preguntó qué sueños perseguían a la hermana del rey; tenían que ser malignos, pues provenía de esa pecaminosa isla de brujas y hechiceros. Sin embargo, Morgana no parecía mala persona. ¿Como podía ser tan buena si adoraba a los demonios y rechazaba a Cristo? Le volvió la espalda, diciendo:
—Tenemos que levantarnos. Hoy regresa el rey, según anunció anoche su mensajero.
Morgana hizo un gesto de asentimiento y salió de la cama para quitarse la camisa. Su compañera desvió pudorosamente la vista (esa mujer parecía no tener vergüenza y también comenzó a vestirse).
—Date prisa, Morgana. Tenemos que ir a la alcoba de la reina…
La otra sonrió.
—No tanta prisa. Es preciso dar tiempo a Lanzarote para que se retire. Ginebra no te agradecería que provocaras un escándalo.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa? Después de lo que sucedió está justificado que Ginebra tenga miedo por la noche y haga dormir a su campeón ante su puerta. Y por cierto, fue una gran suerte que Lanzarote llegara a tiempo para salvarla de algo peor…
—No seas tan necia, Elaine —dijo Morgana con fatigada paciencia—. ¿Te lo has creído?
—Tú, con tu magia, debes de estar mejor enterada, por supuesto —estalló la más joven, en voz tan alta que las compañeras de cuarto volvieron la cabeza. Morgana bajó la voz.
—No quiero ningún escándalo, créeme. Ginebra es mi cuñada y Lanzarote, mi primo. Y Arturo no tendría que enfadarse con Ginebra por lo que le sucedió con Meleagrant. No fue culpa suya, pobre. Sin duda es mejor divulgar que Lanzarote llegó a tiempo para rescatarla. Pero no dudo que Ginebra contará a Arturo, aunque sea en privado, qué trato le dio Meleagrant. Yo vi cómo estaba cuando Lanzarote la trajo. Y le oí expresar su terror de que aquel demonio le hubiera sembrado un hijo.
Elaine palideció mortalmente.
—¡Pero si era su hermano! —susurró—. ¿Qué hombre podría cometer semejante pecado?
—¡Oh, Elaine, por favor, qué necia eres! ¿Eso es lo peor Para ti?
—¿Y estás diciendo… que Lanzarote ha compartido su lecho en ausencia del rey?
—No me sorprende ni creo que sea la primera vez. Piensa un poco, mujer: ¿se lo reprocharías?. Después de lo que le hizo Meleagrant, estaría justificado que no quisiera dejarse tocar por nadie. Por su bien me alegra que Lanzarote pueda curar esa herid " Y ahora es posible que Arturo la repudie para tener un hijo con otra.
Elaine la miró fijamente.
—Ginebra podría entrar en un convento. Una vez me dijo que nunca había sido tan feliz como en Glastonbury. Pero la aceptarán si ha tenido amores con el capitán de caballería? Oh Morgana, siento vergüenza por ella.
—No tiene nada que ver contigo. ¿Qué puede importarte?.
—Ginebra está casada con el gran rey —exclamó la más joven, sorprendiéndose de su arrebato—. Su esposo es el más honorable y bondadoso de los que han gobernado estas tierras ¡No tiene que buscar amor en otra parte! Y al mismo tiempo ¿cómo podría buscar a otra mujer si la reina le tiende la mano?
—Bueno, tal vez ahora ella y Lanzarote abandonen la corte. Él tiene tierras en la baja Britania.
—Pero entonces Arturo sería el hazmerreír de todos los reyes cristianos de estas islas —apuntó Elaine con astucia—. ¿Cómo van a respetarlo si permite que su esposa viva abiertamente en pecado con Lanzarote?
Morgana se encogió de hombros.
—¿Qué podemos hacer? ¿Matar a la pareja culpable?
—¡Qué manera de hablar! No, pero Lanzarote tiene que abandonar la corte. Tú, que eres su prima, ¿no puedes hacérselo comprender?
—¡Ay de mí, creo que tengo poca influencia sobre mi pariente en estos asuntos! —Y por dentro fue como si algo frío le clavara los dientes.
—Si Lanzarote se casara… —De pronto Elaine pareció recurrir a todo su valor—. ¡Si se casara conmigo! Tú sabes de hechizos, Morgana: ¿no puedes darme algo para que aparte sus ojos de Ginebra y los lleve hacia mí? Yo también soy hija de rey, y tan hermosa como ella… ¡Y al menos no estoy casada!
Morgana rió con amargura.
—Mis hechizos, Elaine, pueden ser peores que nada. ¡Pregunta a Ginebra! —De pronto se puso seria—. Pero ¿estarías dispuesta a recorrer ese camino?
—Creo que, si se casara conmigo, comprendería que soy tan digna de amor como Ginebra.
La sacerdotisa le alzó la cara por el mentón. Elaine sintió que los ojos oscuros le escrutaban el alma.
—Escucha, hija, eso no sería fácil. Has dicho que lo amas, pero el amor, para una doncella, es sólo una fantasía. ¿Sabes qué clase de hombre es? ¿Podrías soportarlo todos los años que dura un matrimonio? Si sólo quieres hacer el amor con él…, eso es fácil de conseguir. Pero cuando haya acabado el hechizo es posible que te odie por haberle engañado. ¿Y qué pasará entonces?
Elaine tartamudeó:
—Aun así… Me arriesgaría. Mi padre me ha prometido no forzar mi voluntad. Y te digo que, si no puedo casarme con Lanzarote, me encerraré en un convento el resto de mi vida. Lo juro.
—Le temblaba todo el cuerpo, aunque no lloraba—. Pero ¿porqué recurro a ti? Tú también lo querrías como esposo o amante, como todas nosotras. Y la hermana del rey puede escoger.
Por un momento, Elaine creyó que su vista la engañaba, pues los fríos ojos de la hechicera parecieron llenarse de lágrimas.
—Ah, no, criatura, Lanzarote no me aceptaría aunque Arturo se lo ordenara. Créeme: él te daría muy poca felicidad.
—No creo que las mujeres encuentren mucha felicidad en el matrimonio. Pero es preciso casarse, tarde o temprano, y yo prefiero hacerlo con él. —De pronto Elaine estalló—. ¡No creo que puedas hacer esas cosas! ¿Por qué te burlas de mí? ¿Acaso tus conjuros son una patraña?
Esperaba que Morgana alzara la voz para defender su oficio, pero simplemente negó con la cabeza, suspirando.
—Los hechizos de amor me inspiran poca fe, como ya te he dicho. Sólo sirven para concentrar la voluntad de los ignorantes. La magia de Avalón es muy diferente.
—Ah, los sabios siempre dicen lo mismo —le espetó la joven, desdeñosa—. «Podría hacer esto o lo otro, pero no estaría bien torcer la voluntad de los Dioses.»
Otro hondo suspiro.
—Puedo darte a Lanzarote por esposo, si eso es lo que deseas. No creo que te haga feliz, pero si eres tan sabia que no esperas dicha del matrimonio… Créeme, Elaine, nada deseo tanto corno verlo bien casado y lejos de esta corte y de la reina. Pero recuerda que tú me lo pediste. Si resulta amargo, no te quejes. Y ten en cuenta que los hechizos rara vez obran como se espera.
Torció la boca en algo que no llegó a ser una sonrisa.
—Puedo darte a Lanzarote por esposo, pero a cambio te pediré algo.
—¿Qué puedo darte que aprecies, Morgana? Las joyas no te interesan.
—No quiero joyas ni riquezas —dijo la sacerdotisa—. Darás hijos a Lanzarote, pues he visto a su heredero…
Se interrumpió con un escalofrío, como cada vez que la asaltaba la videncia. Elaine abrió mucho los ojos azules «Es verdad, aunque no lo sabía hasta que hablé. Si obro dentro de la videncia no me estoy entrometiendo en lo que tendría que dejarse a la Diosa. Entonces tendré el camino despejado.»
—De tu hijo varón no diré nada —continuó con voz firme—. Tiene que cumplir su destino. —Y negó con la cabeza para despejar la extraña tiniebla de la videncia—. Sólo te pido que me entregues a tu primera hija para que sea educada en Avalón.
—¿Para la hechicería?
—La madre de Lanzarote era Gran sacerdotisa de Avalón Yo no daré ninguna hija a la Diosa. Si por obra mía das a Lanzarote el heredero que todo hombre desea, tienes que jurarme por tu Dios que me entregarás a tu hija en tutela.
La habitación pareció llenarse de un extraño silencio. Por fin Elaine dijo:
—Si las cosas acontecen así, juro en el nombre de Cristo que tendrás esa niña para Avalón.
E hizo la señal de la cruz. Morgana hizo un gesto de asentimiento.