—Vuestro hijo Uwaine parece buen muchacho —comentó, agachándose para darle un abrazo casi filial—. Será buen caballero, de los que vamos a necesitar. ¿Has visto a tu hermano Lionel, Lanzarote?
—No. ¿Está aquí? —preguntó. Su mirada cayó sobre un hombre alto y fornido, que lucía un manto extraño—. ¡Lionel, hermano! ¿Cómo está tu neblinoso reino de allende el mar?
El nombrado se acercó a saludarlos, con un acento tan señalado que a Morgana le costó entenderlo.
—Mal, puesto que no estás allí. Podemos tener problemas. ¿No te has enterado? ¿No has sabido las noticias de Bors?
—Sólo que iba a casarse con la hija del rey Hoell.
—Con Isolda; tiene el mismo nombre que la reina de Cornualles. Pero aún no hay boda. Hoell aún está analizando las ventajas de aliarse con la baja Britania o con Cornualles.
—Marco no puede darle Cornualles —apuntó Gawaine, seco—. Os pertenece a vos, ¿verdad, señora Morgana?
—El duque Marco gobierna allí en mi nombre —confirmó—. Nunca supe que lo reclamara para sí.
—Marco es codicioso —advirtió Lionel—. Recibió un gran tesoro con su señora irlandesa y no dudo que tratará de quedarse con Cornualles y Tintagel.
Lanzarote comentó:
—Me gustaban más los tiempos en que sólo éramos los caballeros de Arturo. Ahora yo reino en el país de Pelinor, Morgana en Gales del norte y tú, Gawaine, tendrías que hacerlo en Lothian, si ejercieras tu derecho.
Gawaine sonrió de oreja a oreja.
—No tengo talento para eso, primo. Creo que las Tribus tienen razón: las mujeres tienen que quedarse en casa a gobernar y los hombres, salir a hacer la guerra.
Morgana le sonrió con un toque de malicia.
—¿Cómo está vuestra madre? Dicen que no sólo Agravaín la ayuda a gobernar.
Su primo rió tranquilamente.
—Creo que Lamorak ama a mi madre de verdad y eso no me disgusta. La casaron con el anciano Lot antes de los quince años. Aun de niño me preguntaba cómo podía vivir en paz con él, siempre amable y buena.
—Amable y buena, sí —dijo Morgana—. Y es cierto que su vida con Lot no fue muy fácil.
Gawaine comentó:
—Sé que apreciáis a mi madre. También sé que Ginebra no la quiere. Ella… —Pero se alzó de hombros, mirando a Lanzarote.
En ese momento, una de las pequeñas doncellas de Ginebra se acercó diciendo:
—Sois Lanzarote, ¿verdad? La reina quiere que vayáis a hablar con ella.
Lanzarote hizo una reverencia a Morgana.
—Nos veremos luego. Gawaine, Gareth…
Y se alejó. Gareth, que lo seguía con la mirada, murmuró, ceñudo:
—Sigue acudiendo a la carrera en cuanto ella alarga la mano.
—¿Y qué esperabas, hermano? —inquirió Gawaine, despreocupado—. Además, ésa es la moda actual. ¿No has oído lo que se cuenta de la reina irlandesa, la esposa del anciano Marco? Tristán la sigue a todas partes y le compone canciones. Dicen que es tan buen arpista como Kevin. ¿Lo habéis oído tocar, Morgana?
Ella negó con la cabeza.
Se volvieron hacia la mesa que ocupaban las señoras. Morgause se había reunido con Ginebra e Isolda. Lanzarote estaba con ellas y la reina le sonreía. Morgause dijo algo que los hizo reír, pero la irlandesa tenía la vista perdida; su exquisito rostro estaba pálido y demacrado.
—Nunca vi a una señora que pareciera tan desdichada —comentó Gawaine.
—Dudo que yo fuera feliz casada con el anciano duque Marco —dijo Morgana.
Gawaine le dio un rudo abrazo.
—Arturo se equivocó al casaros con el anciano Uriens. ¿Sois desdichada?
Sintió un nudo en la garganta, como si la bondad de su primo pudiera hacerla llorar.
—Quizá no haya mucha felicidad para las mujeres en el matrimonio, después de todo.
—Yo no diría eso —apuntó Gareth—. Leonor parece muy dichosa.
—Ah, pero Leonor está casada con vos —rió Morgana—. Yo no tengo tanta suerte.
—En lo que concierne a Ginebra… —Gawaine hizo una mueca—. Es una pena que Lanzarote no se la llevara cuando Arturo aún podía buscar otra esposa. Pero supongo que el joven Galahad será buen rey, cuando llegue el momento. Lanzarote desciende de la antigua estirpe real de Avalón y también lleva sangre de reyes por parte de Ban.
—Aun así —dijo Gareth—, creo que vuestro hijo, Morgana, tiene más derecho al trono que él. Y las Tribus darían su fidelidad a la hermana de Arturo. Antaño el gobierno se transmitía por la sangre de la mujer. —Por un momento reflexionó, arrugando las cejas—. ¿Es hijo de Lanzarote, Morgana?
Ella negó con la cabeza, tratando de convertir el tema en una broma para no descubrir su irritación.
—No, Gareth; de lo contrario te lo habría dicho, por lo mucho que te complacía todo lo relacionado con él. Perdonad, primos, pero tengo que ir a hablar con Morgause, que siempre fue tan buena conmigo.
Y se apartó para avanzar lentamente hacia el estrado de las señoras; el salón se iba llenando de pequeños grupos. Siempre le habían desagradado las multitudes y en las verdes colinas galesas se había desacostumbrado al olor de los cuerpos apiñados. Mientras caminaba hacia un lado tropezó con un hombre y éste tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Morgana se encontró frente a frente con Kevin. Desde la muerte de Viviana no le había dirigido la palabra. Después de mirarlo fríamente, le volvió la espalda.
—Morgana…
Ella lo ignoró. Kevin dijo, con voz tan fría como su mirada: —¿Qué hija de Avalón aparta los ojos cuando habla Merlín?
Morgana aspiró muy hondo.
—Si queréis que os escuche en nombre de Avalón, aquí estoy. Pero no os conviene, después de haber entregado el cuerpo de Viviana a los cristianos. Fue una traición.
—¿Y quién sois vos para hablar de traiciones, señora, si ocupáis el trono de Gales mientras el de Avalón permanece vacío?
—Una vez quise hablar en nombre de Avalón y me obligasteis a callar —le espetó. Pero inclinó la cabeza sin esperar su respuesta. «Tiene razón. ¿Cómo me atrevo a hablar de traición, si deseché el poder que Viviana me daba sobre la conciencia del rey y lo dejé caer en manos de los curas?»—. Hablad, Merlín. La hija de Avalón escucha.
Durante un momento Kevin se limitó a mirarla sin decir nada. Ella recordó con pena los años en que había sido su único amigo y aliado en la corte. Por fin Kevin dijo:
—Vuestra belleza madura con los años, como la de Viviana. Junto a vos todas las mujeres de esta corte son muñecas pintadas.
Morgana sonrió ligeramente.
—No creo que me detuvierais con los truenos de Avalón para hacerme un cumplido.
—No he dicho lo que debía, Morgana. En verdad se os necesita en Avalón, La que gobierna ahora allá es… —Se interrumpió, atribulado—. ¿Tan enamorada estáis de vuestro anciano esposo que no podéis separaros de él?
—No es eso. Allí también puedo realizar la obra de la Diosa.
—Eso ya lo sé y es lo que he dicho a Niniana. Y si Accolon sucede a su padre, allí crecerá el culto de la Diosa. Pero Accolon no es el heredero y el primogénito es un necio manejado por los curas.
—Accolon no es rey, sino druida —señalo Morgana—. Y la fuerte de Avalloch no serviría de nada. En Gales imperan ahora las leyes romanas; el primogénito tiene un hijo varón.
«Conn —pensó—, que se sienta en mi regazo y me llama abuelita.» Y Kevin dijo, como si hubiera oído esas palabras.
—La vida de los niños es incierta. Son muchos los que llegan a adultos.
—No cometeré un homicidio, ni siquiera por Avalen p deis llevar esa respuesta.
—Llevadla vos misma —dijo Merlín—. Niniana me dijo que iríais después de Pentecostés.
Y entonces Morgana sintió una fría vacuidad en el estomago. «¿Lo saben todo, pues? ¿Me observan, me juzgan, mientras traiciono a mi anciano y confiado esposo con Accolon? ¿Saben lo que planeo aun antes de estar segura?» Pero sólo había hecho lo que la Diosa le encomendara.
—¿Qué es lo que deseabais decirme, Merlín?
—Sólo que vuestro puesto en Avalen sigue vacante; Niniana lo sabe tan bien como yo. Os quiero bien, Morgana, y no soy traidor. Me duele que lo penséis después de haberme dado tanto. —Le tendió las manos deformadas—. Haya paz entre nosotros, Morgana.
—En el nombre de la Dama —respondió ella—, haya paz.
Y lo besó en la boca marcada de cicatrices. Merlín retrocedió; había miedo en su rastro.
—¿Os asusto, Kevin? Lo juro por mi vida; no cometeré homicidio. No tenéis nada que temer —dijo.
Pero Kevin alzó una mano para interrumpirla.
—No juréis si no queréis ser castigada por perjura. Nadie sabe qué le exigirá la Diosa. Yo también he prendado mi vida en el gran matrimonio, y no es tan dulce para que me resista a entregarla.
Años más tarde, el recuerdo de aquellas palabras endulzaría a Morgana la tarea más amarga de su vida. Él se inclinó en el saludo que sólo se da a la Dama de Avalón o al Druida Supremo. Luego le volvió rápidamente la espalda. Morgana lo siguió con la mirada, estremecida. ¿Por qué lo había hecho? ¿Y por qué sentía miedo de ella?
Continuó avanzando entre la muchedumbre. Cuando llego al estrado, Ginebra le dedicó una sonrisa glacial; Morgause, en cambio, se levantó para envolverla en un cálido abrazo.
—Pareces cansada, querida. Sé que no te gustan las multitudes.
Y le acercó una copa de plata a los labios. Luego de beber un sorbo, Morgana comentó:
—¡Parecéis cada vez más joven, tía!
Morgause rió alegremente.
—Es la compañía de la gente joven, querida. Mientras Lamorak me crea hermosa, yo me siento así. No necesito otra magia. —Siguió con un dedo delicado una pequeña arruga bajo el párpado de su sobrina—. Te la recomiendo, querida. ¿No hay en la corte de Uriens jóvenes apuestos que aprecien a su reina?
Morgana vio por encima de su hombro el ceño disgustado de Ginebra, aunque era obvio que Morgause estaba bromeando. Lanzarote charlaba con Isolda de Cornualles y era evidente que ala gran reina no le gustaba.
—Señora Isolda —dijo, con nervioso apuro—, ¿conocéis a la hermana de mi esposo?
La hermosa irlandesa alzó hacia Morgana los ojos inquietos y le sonrió. Era muy pálida, de facciones cinceladas y ojos azules, casi verdes; a pesar de su gran estatura, sus huesos eran tan delicados que parecía una criatura cargada de joyas demasiado pesadas. Con súbita compasión, Morgana contuvo las palabras que le llegaban a la mente: «¿Conque sois la que pasa ahora por reina de Cornualles? ¡Tengo que decir unas palabras al duque Marco!»
—Me han dicho que sois hábil con las hierbas medicinales, señora —murmuró en cambio—. Si tenemos tiempo antes de partir, me gustaría discutir el tema con vos.
—Sería un placer —dijo Isolda cortésmente.
Lanzarote alzó la vista.
—Le he dicho que también sois música, Morgana. ¿Vamos a escucharos tocar?
—Estando Kevin aquí, mi música no es nada…
Pero Ginebra la interrumpió, estremecida.
—Ojalá Arturo alejara a ese hombre de la corte. No me gusta tener aquí magos y hechiceros. Y una cara como ésa sólo puede anunciar el mal. No sé cómo soportáis tocarlo, Morgana.
—Obviamente —respondió—, carezco de los sentimientos debidos…, y disfruto de ello.
Isolda de Cornualles comentó con voz dulce:
—Si lo exterior se parece a lo interior, señora Ginebra, la música de Kevin nos indica que su alma es, en verdad, la de un ángel. Un hombre malo no podría tocar como él.
Arturo, que se había unido a ellos, oyó las últimas palabras.
—Aun así, no he de afrentar a mi reina con la presencia de alguien que le desagrada. Y sería una insolencia pedir música a tan gran artista para quien no puede recibirla con gracia. —Parecía disgustado—. ¿Queréis tocar para nosotros, Morgana?
—Dejé mi arpa en Gales —respondió—. En otro momento, si alguien puede prestarme una… Con el salón tan concurrido y ruidoso, la música se perdería. Y Lanzarote es tan buen músico como yo.
Él negó con la cabeza.
—Oh, no, prima; no tengo vuestro don ni el de Tristán. ¿Lo habéis oído tocar?
Ella hizo un gesto negativo. Isolda dijo:
—Le pediré que venga a tocar.
Y envió a un paje.
Tristán era un joven delicado, de ojos y pelo oscuro, algo parecido a Lanzarote. Mandó a buscar su arpa y se sentó en los peldaños del estrado para tocar algunas melodías bretonas, quejumbrosas y tristes, en una escala muy antigua. Era el mejor músico que Morgana hubiera oído, después de Kevin. También su voz era dulce y melodiosa.
Arturo aprovechó la música para preguntar en voz baja a su hermana:
—¿Cómo estás? Hacía tiempo que no venías a Camelot. Te hemos echado de menos.
—¿De veras? —replicó ella—. ¿No me enviasteis por eso a Gales del norte? Para no agraviar a la reina con la presencia de alguien que le desagradaba.
—¿Cómo puedes decir eso? —acusó Arturo—. Sabes que te quiero bien. Uriens es buen hombre y se ve que te adora. Y hoy he tenido el placer de incluir entre mis caballeros a tu hijastro. ¿Qué más puedes pedir, hermana?
—¿Qué más puede desear una mujer? Un buen esposo que podría ser su abuelo y un reino en el fin del mundo. Tendría que daros las gracias de rodillas, hermano.
Arturo le buscó la mano.
—En verdad creí complacerte, Morgana. Uriens es muy anciano para ti, pero no vivirá eternamente. Me gusta que todos sean felices.
Y ella comprendió que ésa era la clave de su carácter: trataba de hacer felices a todos, hasta al último de sus súbditos. Había permitido lo de Ginebra con Lanzarote por no hacer desdichada a su reina separándola de él. Tampoco tomaría otra esposa o una amante que le diera un hijo por no hacerla sufrir.
«No es lo bastante implacable para ser un gran rey», pensó, mientras oía las tristes canciones de Tristán. Isolda no podía apartar los ojos de él, ¿y quién podía criticarla? Morgana suspiró al pensar en las cuatro reinas sentadas a la mesa: ¿habría alguna mujer casada que actuara de otro modo? Hasta Ginebra había tenido un amante… Y de pronto el corazón se le endureció como una piedra: ella, Morgause e Isolda se habían casado con ancianos, pero Ginebra tenía un esposo apuesto, de su edad y gran rey, por añadidura; ¿qué motivo tenía para estar descontenta?
Tristán dejó la lira a un lado y cogió un cuerno de vino para refrescarse, la garganta.
—No puedo cantar más, pero he oído que la señora Morgana es hábil música.
—Sí, canta, hija —pidió Morgause.