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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (35 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—¿Cómo se tomó eso Jack Aubrey?

—Al principio le escuchó con atención y me pasó algunas notas sobre el uso de una bandera falsa en la mar, pero después pareció aislarse. Siguió allí sentado con una expresión grave, pero parecía estar en otra parte. En un momento en que Pearce hablaba muy rápidamente, Aubrey le lanzó una mirada llena de rabia y desprecio y Pearce le vio, porque se volvió hacia él para decir que los guerreros no eran necesariamente buenos ciudadanos ni comerciantes y se interrumpió. Entonces un marinero que estaba al fondo de la sala gritó: «¡Maldito marinero de agua dulce!» y le sacaron de allí. No sé si alguno de los ayudantes de Pearce le puso allí para demostrar que los marineros son malos y peligrosos, pero eso influyó mucho en el jurado y permitió a Pearce salir de un terreno escabroso y volver a los tópicos como, por ejemplo, que los objetivos y las conexiones de los radicales pueden provocar la anarquía y amenazan a la Iglesia. Luego describió con todo detalle las actividades de los conspiradores en la bolsa el día después de que Aubrey llegara a Londres. Jack Aubrey mostró sus sentimientos sólo una vez más, cuando el asesor financiero de su padre, que era un testigo de la fiscalía, juró que él le había dado a entender que se había firmado la paz, aunque sin ser muy explícito. En esa ocasión parecía peligroso, y cuando yo interrogué al testigo, vi que sus ojos brillaban; sin embargo, mientras los otros abogados pronunciaron sus largos discursos, que el juez interrumpió constantemente, parecía tan lejano como si estuviera en la mar. No le miré muchas veces porque la maldita gripe me obligaba a concentrar todas mis fuerzas en las preguntas que hacía. El resplandor de los faroles, que estaban encendidos desde hacía horas, era tan fuerte que apenas podía leer mis notas, y su olor me causaba tanto aturdimiento que estaba al borde del desmayo. Pero los testigos de la fiscalía seguían pasando y yo seguía interrogándolos, aunque sabía que no lo hacía bien y que omitía hablar de sus argumentos inconsistentes, confundía las cifras y desperdiciaba las oportunidades que se me presentaban. En asuntos como éste hay que aprovechar las ocasiones, ¿sabe? La participación de los otros abogados defensores fue un poco mejor, pero Pearce estaba más fresco que una lechuga y hablaba alegremente con presunción y con una sonrisa estúpida, y hacía breves disquisiciones. Todo le iba bien y eso le estimulaba.

—¿Quiere tomar un poco de julepe? Está usted muy ronco.

—Sí, por favor. Estaba más ronco entonces. —El pobre hombre estuvo jadeando como un perro unos momentos y luego continuó—: Pero al final Pearce se quedó sin testigos y cerró el caso. Entonces nosotros empezamos a recoger nuestros papeles y dimos gracias a Dios, pues, como estábamos allí desde las nueve de la mañana y ya eran las diez de la noche, pensábamos que se aplazaría nuestra intervención; sin embargo, mientras estornudaba varias veces seguidas oí que aquel demonio decía que debíamos continuar. Dijo: «Quisiera escuchar su enfoque del caso y, si es posible, las alegaciones de los acusados. Varios caballeros que han asistido como testigos tienen muchos inconvenientes para venir mañana». Eso nos pareció absurdo y protestamos. El sargento Maule, en nombre de Cummings, dijo que no le parecía bien presentar las alegaciones de los acusados tan tarde, pues de ese modo Pearce replicaría al principio del día siguiente y, como nosotros tendríamos que llamar a otros testigos, él, desafortunadamente, podría hablar otra vez y sería el último en hacerlo antes de las conclusiones.

—Por lo que veo, estos asuntos se rigen por reglas estrictas.

—También había reglas estrictas en la plaza donde luchaban los gladiadores: cada uno tenía que tener una espada, pero si debía luchar contra Calígula, la espada debía ser de plomo. Puesto que un juez es un emperador en su propio tribunal, tuvimos que continuar. Recuerdo que escuché atentamente a Maule, quien habló muy bien al principio, pero luego empezó a divagar, a repetirse a sí mismo y a confundir las cifras, y yo me preguntaba qué podría decir a un jurado en que todos los miembros estaban disgustados por el caso y dos tercios estaban dormidos. A Maule le siguió Petty, que defendía a otros dos acusados y habló aún peor, aunque mucho más, y Quinborough dormitó durante casi todo el discurso. Cuando por fin me puse en pie… Pero no voy a contárselo, porque es demasiado doloroso. Apelé a la razón, pero no sirvió de nada; apelé a las emociones y hablé de las victorias del capitán, de sus heridas y su reputación, pero tampoco sirvió de nada. De todas formas, mi voz apenas podía oírse y yo casi no podía organizar mis pensamientos en una secuencia lógica. Mencioné el punto que, en mi opinión, era el más importante, que Aubrey no había vendido sus acciones cuando estaban más altas, como los demás, y terminé diciendo: «Sería muy doloroso para mí ver que la corona de laurel que hoy lleva como premio a su honor y a su vida arriesgada cae por el peso de su veredicto». Pero tampoco eso sirvió de nada, y los pocos miembros del jurado que estaban despiertos se quedaron mirándome atónitos. Cuando me senté, con la convicción de que había perdido el caso, eran las tres de la madrugada. Llevábamos sentados dieciocho horas, y finalmente Quinborough aplazó el juicio sin haber oído a nuestros testigos.

—¡Dieciocho horas! ¡Jesús, María y José!

—Sí. Y regresamos al día siguiente a las diez de la mañana. Tenía tan poco entusiasmo que casi no podía moverme ni hablar. La presentación de los testigos de la defensa llevó poco tiempo. Los míos no pudieron probar nada más que Aubrey tenía un espléndido expediente, lo que no venía al caso; y aunque lord Melville habló muy bien, sus palabras apenas influyeron en el jurado, del cual pocos miembros sabían que había una persona con el cargo de primer lord. No debimos llamarles, porque en cuanto acabaron de declarar, Pearce empezó la réplica, a la cual no podíamos responder. Fue una buena réplica. Conocía bien al jurado, que ahora estaba despierto y captaba fácilmente los argumentos simples y repetidos. Echó por tierra nuestros discursos, lo que, en mi opinión, no le fue difícil, y luego repitió insistentemente sus argumentos: Aubrey necesitaba dinero, se le presentó una gran oportunidad, en cuanto llegó a Londres hizo operaciones que generarían millones y que acordó con todos los implicados. Además, dijo que los acusados que habían huido demostraron su culpabilidad con su fuga. Lord Quinborough hizo la conclusión, que le llevó tres horas.

—¿Es por casualidad un juez con una verruga en la mejilla que vi esta mañana en Guildhall?

—Sí.

—¿Es un hombre inteligente?

—Era un hombre inteligente. Rara vez llega a juez un hombre que no sea bastante inteligente. Pero, como muchos otros, se ha vuelto estúpido en el tribunal y, además, orgulloso, autoritario y malhumorado. Esta vez ha hecho un extraordinario esfuerzo para hacer acopio de sus facultades, pues es un feroz
tory
, como usted sabe muy bien, y saboreó como si fuera miel esta oportunidad de destruir a los radicales. Aunque fue muy prosaico y repetitivo, hizo todo lo que quería hacer.

En ese momento Lawrence tuvo otro acceso de tos, volvió a estornudar y se sintió peor. Cuando todo se le pasó y Stephen le acomodó sobre las almohadas, susurró:

—No le contaré los detalles, pues podrá leerlos en el informe. Por lo que respecta al caso de Aubrey, la conclusión fue la más infame que he oído. Cuando Quinborough dio por sentado que todos los acusados eran culpables, añadió a Aubrey al grupo y revisó superficialmente y con escepticismo las pruebas en favor de él, o no las tomó en consideración y, por otro lado, hizo énfasis en todas las que estaban en su contra. Prácticamente aconsejó al jurado que le declarara culpable, y cuando éste se retiró, escribí una nota a Aubrey en que le decía que se preparara para lo peor. Aubrey asintió con la cabeza. Estaba muy tranquilo y muy serio, pero no desanimado, y aún seguía impasible cuando el jurado regresó, aproximadamente una hora después, y pronunció el veredicto de culpabilidad. Entonces me estrechó la mano y me dio las gracias por el esfuerzo que había hecho, pero yo apenas pude responderle. Volveré a verle el día 20, cuando vaya a escuchar la sentencia.

—¿Cuál cree usted que será la sentencia?

—Espero… espero que sólo sea el pago de una multa.

CAPÍTULO 9

La llovizna matutina apenas estaba iluminada por el este, pero ya la fábrica de velas había empezado a desprender su nauseabundo olor y un grupo de esposas, hijos, amigos y sirvientes empapados estaban reunidos frente a la puerta de Marshalsea.

Pocos minutos antes de que abrieran, Sophie Aubrey llegó caminando por el barro con zuecos.

—¡Oh, Stephen, por fin has llegado! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Qué temprano has venido! Pero estás empapado —añadió, mirándole atentamente—. Ponte el sombrero enseguida, por Dios. No debes mojarte la cabeza. Métete bajo mi paraguas y agárrate de mi brazo.

—Tenía mucho interés en hablar contigo antes de que entraras a ver a Jack —dijo Stephen—. Pero con la prisa me equivoqué de hora. Nunca he conseguido ser puntual.

Las puertas se abrieron hacia dentro con su habitual chirrido y las personas entraron y tomaron su camino habitual. Como todas las secciones abrían media hora después que la de los deudores, Stephen condujo a Sophie hasta la cafetería y ambos se sentaron en un solitario rincón.

—Además de estar empapado —dijo—, pareces cansado. Dame tu abrigo —añadió, y lo puso a secar sobre el respaldo de la silla—. Supongo que no has oído ninguna buena noticia.

Entonces, sin esperar la respuesta, pidió a la señora Goadby:

—Café fuerte y caliente, algunos bollos y dos huevos pasados por agua para el señor, por favor.

—He viajado casi sin detenerme y esperaba que después de hacer duros esfuerzos oiría algo alentador, y precisamente un gran hombre me dijo que tal vez no le condenarán a prisión; sin embargo, todo lo demás es malo. Lawrence me ha explicado que no se puede celebrar un nuevo juicio, pues, debido a que la fiscalía presentó cargos contra todos los supuestos conspiradores y fueron declarados culpables, todos deben estar presentes para interponer una apelación, es decir, o la interponen todos o no es válida. Es una nueva norma de los tribunales.

—¡Cuánto detesto a los abogados! —exclamó Sophie y sus ojos se enturbiaron.

—Eso es lo que sé con respecto a la apelación. En cuanto a la sentencia, varios hombres y mujeres a quienes he acudido me han dicho que ellos «no pueden cambiar el curso de la justicia».

—¡Maldita justicia! —exclamó Sophie en el mismo tono que hubiera empleado su prima Diana.

—Aunque era eso precisamente lo que quería que ellos hicieran, lo que me interesa más es el cambio de la costumbre, es decir, que no borren el nombre de Jack de la lista de oficiales. Si es culpable, mejor dicho, si le «declaran» culpable de haber cometido un horrible delito, automáticamente borrarán su nombre de ella; no porque lo mande la ley sino por costumbre, una costumbre tan arraigada que el príncipe William me aseguró con lágrimas en los ojos que ni él ni el primer lord podrían cambiarla. Sólo el rey o, en este caso, el regente tienen autoridad para hacerlo. Pero el regente se encuentra en Escocia y, además, sólo me conoce por ser amigo de su hermano, con quien no se lleva muy bien en estos momentos, así que fui hasta Brighton para visitar a su esposa.

—¿A su esposa?

—Sí, aunque todos la conocen como la señora Fitzherbert.

—Pero, ¿están casados? Pensé que ella era católica.

—¡Por supuesto que están casados! El propio Papa le escribió para decirle que la ceremonia era válida y que era su esposa según los cánones. Charles Weld, un primo de su primer esposo que ejerció como sacerdote en España durante un tiempo y a quien yo conocía bien, me enseñó el documento. Aunque me recibió amablemente, me dijo, negando con la cabeza, que casi no tenía influencia en nada y que, aun en el caso de que la tuviera, dudaba que pudiera hacer algo; sin embargo, me aconsejó que fuera a ver a lady Hertford y eso es lo que voy a hacer. Pero la petición de ayuda al regente no se puede hacer con rapidez, Sophie, si es que realmente se puede. Entretanto, Jack dispondrá de la
Surprise
, que acabo de comprar para usarla como barco de guerra privado. Se encuentra anclada en Shelmerston, y Tom Pullings, que está a cargo de ella, me ha mandado a decir que montones de marineros de primera, entre los cuales hay muchos de nuestros antiguos compañeros de tripulación, han dicho que embarcarían en ella si estuviera bajo el mando de Jack. Si él acepta el mando, podremos irnos de aquí en cuanto termine todo, si no le condenan a prisión. Tienes que convencerle, amiga mía.

—Pero, ¿por qué no se lo has preguntado, Stephen? ¿Por qué no le has hablado de esto?

—Bueno… —dijo, mirando su plato—. En primer lugar, porque no tuve tiempo, ya que estaba de viaje, pero, además, porque no me parecía fácil, ¿sabes? No me gusta en absoluto hacer el papel de
deus ex machina
, y tú puedes hacerlo mejor que yo. En caso de que hablara de agradecimiento, dile que no tiene nada que agradecer, pues uno pone el capital y el otro pone su habilidad. Yo no sería capaz de gobernar una embarcación aunque estuviera en un abrevadero ni de atacar siquiera a un bote de remos, y, por otro lado, nunca navegaría con otro capitán. Por favor, dile que espero que responda afirmativamente cuando venga a visitarle esta tarde. Tengo que irme. ¡Que Dios te bendiga! Recuerda que no debes decir barco «corsario» sino barco de guerra «privado» o «con patente de corso».

Cuando Stephen estaba cerca de la puerta de la casa de sir Joseph, en el mercado Shepherd, vio al coronel Warren salir, montarse en un coche que cedió bajo su peso y empezar a alejarse en él. Sabía que Warren era el nuevo representante del cuerpo de caballería en el comité y que era un hombre muy inteligente y activo, pero no deseaba encontrárselo, así que siguió andando durante algunos minutos más. Cuando por fin visitó a su amigo, le encontró muy preocupado.

—Al paso que vamos —dijo sir Joseph—, llegaré a sospechar que lord Liverpool y la mitad del Consejo de Ministros han cometido alta traición. Hay algunas contradicciones inexplicables… Tal vez el propio Cerberus se haya vuelto loco. ¡Cuánto me gustaría que resolver este asunto fuera la mitad de fácil que solucionar el suyo!

Entonces abrió un cajón y continuó:

—Aquí tiene las patentes que le autorizan a hacer corso contra Francia, Holanda, las repúblicas italiana y ligur, Estados Unidos de América, los barcos que naveguen con bandera de Pappenburgh y de media docena de países más. Los tenía listos desde el miércoles.

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