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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (63 page)

BOOK: El retorno de los Dragones
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Sujetando firmemente su espada, la muchacha elfa reaccionó por puro instinto de supervivencia. Se defendió ciegamente, asestándole una estocada tras otra. Tomó al draconiano completamente por sorpresa, hundiendo su arma en el cuerpo de la criatura, notando cómo la afilada hoja penetraba en la armadura y en la carne, y escuchando el estallido de huesos y el último gemido gorgoteante de aquel repugnante ser. Un instante después, el draconiano se había convertido en piedra, aprisionando el arma de Laurana. Pero la muchacha, con una calma y frialdad que a ella misma le sorprendieron, recordó que había oído que debía esperar unos segundos hasta que el cuerpo de piedra se convirtiera en polvo y dejara libre su espada.

A su alrededor sonaba el clamor de la batalla; los gritos, los gemidos de muerte, los golpes y gruñidos, el repiquetear del acero... pero ella no oía nada.

Aguardó tranquilamente hasta ver que el cadáver se deshacía. Entonces se agachó y, apartando el polvo con la mano, agarró la espada por la empuñadura, alzándola en el aire. El sol refulgió sobre la hoja manchada de sangre. Miró a su alrededor pero no vio a Tanis ni a ninguno de los de más. Quizás estuviesen muertos. Quizás ella moriría también.

Laurana elevó los ojos al cielo bañado por el sol. Este mundo, que podía verse obligada a abandonar, parecía recién hecho —cada objeto, cada piedra, cada hoja—, todo brillaba con reluciente claridad. De pronto sopló una fragante brisa del sur, alejando las nubes tormentosas que se cernían sobre su hogar en el norte. Laurana ya no sintió miedo, su espíritu voló más alto que las nubes y su espada centelleó bajo el sol de la mañana.

15

El señor del Dragón.

Los hijos de Matafleur.

Al contemplar a los cuatro hombres que se le acercaban, Verminaard comprendió que no eran esclavos, sino que eran los mismos que viajaban con la sacerdotisa de cabellera dorada. Así que aquellos eran los que habían vencido a Onyx en Xak Tsaroth, los que habían escapado de la caravana de esclavos y los que habían conseguido introducirse en Pax Tharkas. De pronto sintió como si ya los conociera... el caballero, originario de aquella tierra que reivindicaba glorias pasadas; el semielfo, que intentaba hacerse pasar por humano; el enfermizo y deformado mago; y el gemelo de este último, un gigantesco humano, cuya inteligencia era probablemente tan tosca como sus brazos.

Será una lucha interesante, pensó. Casi se alegraba de tener que luchar cuerpo a cuerpo... hacía tanto tiempo... Ya estaba aburrido de dirigir los combates montado sobre el lomo de un dragón. Al pensar en Ember, alzó la mirada al cielo, preguntándose si podría contar con su ayuda.

Pero, por lo visto, el dragón rojo tenía sus propios problemas. Matafleur era ya una experta luchadora cuando Pyros aún no había nacido y compensaba con habilidad y astucia su debilitada fuerza. Las llamaradas surcaban el aire, y la sangre de los dragones salpicaba el patio como si de lluvia se tratase.

Encogiéndose de hombros, Verminaard volvió su mirada hacia los cuatro hombres que se aproximaban cautamente. Oyó al hechicero recordarles a sus compañeros que Verminaard era un sumo sacerdote de la Reina de la Oscuridad y que, como tal, podía invocar su ayuda. El Señor del Dragón sabía por sus espías que aquel mago, a pesar de ser joven, poseía extraños poderes y era considerado muy peligroso.

Pero ahora los cuatro hombres se le acercaban en silencio. Entre ellos no había necesidad de hablar, como tampoco la había entre Verminaard y sus enemigos. Aunque cargado de odio, el respeto entre ambos bandos era visible. No sería un combate apasionado, sería a sangre fría, y la muerte, principal vencedora.

Cuando los cuatro hombres se acercaron a Verminaard, se separaron para rodearle, evitando así que él pudiese cubrir su espalda. Agachándose, Verminaard blandió a Nightbringer describiendo un arco en el aire y manteniéndolos alejados mientras planeaba su estrategia. Tenía que nivelar las fuerzas lo antes posible. Agazapándose un instante, saltó hacia adelante, valiéndose de toda la potencia de sus fuertes piernas. Aquel movimiento repentino tomó a sus oponentes por sorpresa. El salto le había colocado frente a Raistlin, por lo que alargó la mano y tocó al hechicero en el hombro, susurrando una breve oración a su Oscura Reina.

Raistlin lanzó un alarido. Con el cuerpo atravesado por armas invisibles, cayó al suelo, gimiendo en agonía. Caramon bramó y se lanzó hacia Verminaard, pero éste estaba preparado. Balanceando su maza Nightbringer, le asestó un golpe al guerrero mientras susurraba:

—¡Media noche...!

El guerrero quedó cegado por la maza encantada, y su bramido se convirtió en un grito desgarrador.

—¡Me he quedado ciego! ¡Tanis, ayúdame! —gritaba tambaleándose. Verminaard, riendo siniestramente, le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caramon se desplomó.

El Señor del Dragón vio por el rabillo del ojo que el semielfo se abalanzaba sobre él alzando una antigua espada de doble puño de diseño elfo. Verminaard se giró, deteniendo la espada de Tanis con el grueso mango de roble de Nightbringer. Durante unos instantes, ambos combatientes trabaron sus armas, pero Verminaard era más fuerte, y consiguió derribar a Tanis.

Quedaba Sturm. El caballero solámnico alzó su espada como saludo, una costosa equivocación, ya que Verminaard aprovechó el momento para sacar de un bolsillo oculto una pequeña aguja de hierro. Alzándola en el aire, invocó una vez más a la Reina de la Oscuridad, instándola a que lo defendiese. Cuando Sturm se abalanzaba sobre él, sintió que su cuerpo se hacía más pesado, tan pesado que un segundo después no pudo ni moverse.

Tanis, tendido en el suelo, sentía como si una mano invisible lo sujetara. No podía moverse, ni volver la cabeza, su lengua se había trabado y le era imposible hablar. Todavía escuchaba los desgarradores gritos de dolor de Raistlin. Oía a Verminaard riendo y elevando un himno de adoración a la reina oscura. De pronto, observó desesperado como el Señor del Dragón caminaba hacia el caballero con la maza en alto, dispuesto a acabar con él.

—¡Baravais, Kharas!
—dijo Verminaard en idioma solámnico. Haciendo una cínica imitación del saludo del caballero, se dispuso a asestarle un golpe en la cabeza, sabiendo a ciencia cierta que para un caballero, aquélla era la humillación más cruel: morir a merced del enemigo sin posibilidad de defensa.

Pero en ese preciso instante, una mano agarró a Verminaard de la muñeca. El Señor del Dragón la contempló anonadado; era una mano de mujer. Sintió un poder tan fuerte como el suyo, una virtud que rivalizaba con su vileza. La concentración de Verminaard flaqueó ante el contacto la mujer, aunque siguió implorando, balbuceante, a su reina oscura.

Y fue entonces cuando la propia reina oscura alzó su mirada hacia la aparición de una radiante diosa vestida de resplandeciente armadura blanca. La Reina de la Oscuridad no estaba preparada para luchar contra esa diosa, nunca había creído en su regreso. Tenía que huir, necesitaba replantearse sus posibilidades y reestructurar sus planes. Por primera vez contemplaba la posibilidad de la derrota. La reina oscura se retiró, abandonando a Verminaard a su propio destino.

Sturm notó que se liberaba del encantamiento, que de nuevo era él quien gobernaba su cuerpo. Vio que Verminaard se abalanzaba furioso contra Goldmoon, golpeándola salvajemente. Cuando el caballero se disponía atacarlo, observó que también Tanis se ponía en pie, con su espada elfa en alto, centelleante.

Ambos corrieron hacia Goldmoon, pero de pronto llegó Riverwind quien, apartando a la mujer a un lado, recibió en su brazo derecho el golpe de maza destinado a destrozarle la cabeza a Goldmoon. Oyó a Verminaard gritar « media noche!» y su vista se nubló con la misma oscuridad mágica que había atacado a Caramon.

Pero el guerrero de Que-shu ya lo esperaba y no se atemorizó, aún podía oír a su enemigo. Casi sin sentir el dolor de la herida, Riverwind tomó la espada con la mano izquierda y lanzó una estocada en dirección a la pesada respiración de su enemigo. La espada rebotó en la gruesa armadura del Señor del Dragón, y cayó de las manos de Riverwind, quien, en un desesperado intento, agarró su daga, a pesar de saber que era inútil, que no tenía oportunidad de salvarse.

En ese momento, Verminaard se dio cuenta de que estaba solo, desamparado de todo poder sobrenatural. Se sintió oprimido por la gélida y esquelética mano de la desesperación, e invocó nuevamente a la reina oscura. Pero ella, ocupada como estaba en su propia lucha, lo había abandonado.

Verminaard comenzó a sudar bajo la máscara. Maldijo de furia, sintiéndose asfixiado bajo el casco; no conseguía recuperar el aliento. Comprendió demasiado tarde su falta de destreza para el combate cuerpo a cuerpo: la máscara le impedía la visión periférica. Veía al alto bárbaro, cegado y herido ante él, y sabía que podía matarle a su antojo, pero cerca de ellos estaban lo otros dos guerreros. El caballero y el semielfo, liberados del encantamiento que los había mantenido hechizados, se acercaban paso a paso. Podía oírlos. Notó que algo se movía detrás suyo, se volvió rápidamente y vio al semielfo corriendo hacia él; la hoja de su espada elfa relucía. Pero, ¿dónde estaba el caballero? Verminaard se volvió y retrocedió, balanceando su maza para mantenerlos a raya, mientras con la otra mano intentaba sacarse el casco.

Demasiado tarde. Justo cuando Verminaard manipulaba el visor, la hoja mágica de Kith-Kanan atravesó su armadura, hundiéndose en su espalda. El Señor del Dragón gritó y se giró furioso, con la vista ofuscada por la sangre, para ver aparecer al caballero solámnico. La antigua espada del padre de Sturm se hundió, a su vez, en sus entrañas. Verminaard cayó de rodillas. Seguía forcejeando para sacarse el casco... no podía respirar, no podía ver. Sintió que, de nuevo, una espada se clavaba en su carne y luego se sumió en una profunda oscuridad.

A más altura, una agonizante Matafleur, debilitada por la pérdida de sangre y por las múltiples heridas, oía a sus hijos llamándola. Estaba aturdida y desorientada: Pyros parecía atacarla en todas direcciones a la vez. Pero ahora, cuando en medio de la lucha el gran dragón rojo quedó de espaldas a la falda de una inmensa montaña, Matafleur vio su oportunidad. Salvaría a sus hijos.

Pyros expulsó una enorme llamarada de fuego dirigida la cabeza del viejo dragón rojo. Satisfecho, contempló cómo la inmensa testa se consumía y los ojos se disolvían.

Pero Matafleur, haciendo caso omiso de las llamas que deshacían sus ojos cegándola para siempre, voló directamente hacia Pyros.

El gran dragón macho, ofuscado por el dolor y la rabia, creyendo que había acabado con su enemigo, no esperaba aquel ataque. Mientras volvía a vomitar su mortífero aliento, se dio cuenta horrorizado de la situación en la que se hallaba. Había dejado que Matafleur lo cercara contra la rocosa pared de la montaña. Estaba completamente acorralado, no podía moverse.

Matafleur se lanzó contra él con toda la fuerza de su poderoso cuerpo, golpeándolo como una lanza arrojada por los dioses. Ambos dragones se estrellaron contra la montaña. La cima tembló y se resquebrajó, y la montaña estalló en llamas.

En siglos posteriores, cuando la muerte de Flamestrike se convirtió en una leyenda, algunos dijeron haber oído una voz de dragón fundiéndose como humo en el viento del otoño, susurrando:

—Mis hijos...

La boda

El último día de otoño amaneció claro y despejado. El aire era cálido, y aquel fragante viento del sur no había dejado de soplar desde que los refugiados huyeran de Pax Tharkas. Estos habían podido sacar del fuerte unas pocas provisiones al escapar de la ira de los ejércitos del dragón.

Al ejército de draconianos le había costado varios días escalar los muros de Pax Tharkas, pues las verjas de la fortaleza seguían bloqueadas por inmensas rocas y las torres defendidas por enanos gully. Estos últimos, dirigidos por Sestun, lanzaban piedras y ratas muertas desde lo alto de las torres y, a veces, incluso se arrojaban ellos mismos sobre los enfurecidos draconianos. Esto dio tiempo a los fugitivos para escapar a las montañas, donde no corrieron mayores riesgos, salvo alguna escaramuza con alguna patrulla de draconianos.

Flint se ofreció para guiar a un grupo de hombres en busca de algún lugar donde pudiesen pasar el invierno. Conocía esas montañas, pues las tierras de los enanos de las colinas estaban a poca distancia de allí, en dirección sur. La avanzada descubrió un valle rodeado por escarpados y elevados picos, cuyos peligrosos desfiladeros quedarían obstruidos por la nieve en invierno, por lo que resultarían fácilmente defendibles de los ejércitos de draconianos. También encontraron grutas en las que poder guarecerse de la ira de los dragones.

Avanzando por peligrosos senderos, los fugitivos atravesaron las montañas y llegaron al valle. Al poco tiempo, una avalancha de nieve bloqueó el camino tras ellos, borrando todo rastro de su paso. Podrían transcurrir meses antes de que los draconianos los descubriesen.

El valle era cálido, ya que los altos picos de las montañas lo resguardaban del crudo invierno, de los vientos y de las nevadas. Los bosques estaban poblados de animales de caza, y de las cumbres descendían cristalinos riachuelos. Los fugitivos descansaron unos días para reponerse de las angustias que habían pasado. Lloraron a sus muertos, se alegraron de su propia salvación, construyeron refugios y celebraron una boda...

El último día de otoño, cuando el sol se ocultaba tras las montañas tiñendo los nevados picos con la luz rojiza de los dragones moribundos, Riverwind y Goldmoon contrajeron matrimonio.

Le habían pedido a Elistan que presidiese su intercambio de promesas, y éste, sintiéndose profundamente honrado, les había rogado que le explicaran las costumbres de su tribu. Ambos habían respondido con firmeza que los Que-shu habían muerto; habían desaparecido y sus costumbres ya no existían.

—Será una ceremonia
nuestra
—había dicho Riverwind.

—Será el principio de algo nuevo, no la continuación de algo que ya ha perecido.

—A pesar de que en el fondo de nuestros corazones honraremos el recuerdo de los Que-shu —añadió en voz baja Goldmoon—, debemos mirar hacia adelante, no hacia atrás. Honraremos el pasado, sacando de él lo bueno y lo malo que nos ha hecho ser como somos. Mas el pasado no regirá nuestros actos.

Por tanto, Elistan se puso a estudiar los Discos de Mishakal para saber qué era lo que los antiguos dioses enseñaban sobre el matrimonio. Les pidió a Goldmoon y a Riverwind que fueran ellos mismos los que escribieran sus promesas, buscando en el fondo de sus corazones el verdadero significado de su amor... ya que sus votos iban a ser pronunciados ante los dioses y durarían más allá de la muerte.

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