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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (57 page)

BOOK: El retorno de los Dragones
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Cuando el draconiano saludó y dejó el salón del trono, Pyros comenzó a pasear de nuevo arriba y abajo de la habitación, frotándose las manos, sonriente.

12

La parábola de la joya.

El traidor al descubierto. El dilema de Tas.

Por fin los compañeros habían conseguido llegar a las mazmorras de las mujeres. Tanis miró hacia la puerta de la celda, temeroso de que los carceleros llegasen a sospechar algo anormal.

Maritta, la prisionera de más edad, notó su inquieta mirada.

—No te preocupes de los guardias —dijo encogiéndose de hombros—, sólo hay dos en este nivel, y la mayor parte del tiempo están bebidos, sobre todo ahora que los ejércitos se han movilizado —alzó la mirada de la costura y sacudió la cabeza.

Había treinta y cuatro mujeres hacinadas en una celda —Maritta explicó que en la celda contigua había sesenta más — en unas condiciones tan espantosas, que impresionaron incluso a los más experimentados del grupo. El suelo estaba cubierto por burdas esteras de paja y aparte de unas cuantas ropas, las mujeres carecían de todo. Cada mañana se les permitía salir un rato al exterior para que hiciesen ejercicio, pero el resto del tiempo estaban obligadas a remendar uniformes de draconianos. A pesar de llevar pocas semanas encarceladas, sus rostros estaban pálidos y demacrados, y sus cuerpos escuálidos debido a la falta de buena alimentación.

Tanis se relajó. Aunque hacía pocas horas que conocía a Maritta, ya confiaba plenamente en su buen juicio. Fue ella quien calmó a las aterrorizadas mujeres cuando los compañeros irrumpieron en la celda, y también, quien había escuchado atentamente su plan y lo había considerado factible.

—Nuestros hombres os seguirán —le dijo a Tanis —, los que os causarán problemas serán los Buscadores.

—¿El Consejo de Buscadores? —preguntó Tanis asombrado.

—¿Están prisioneros aquí?

Maritta asintió, frunciendo el ceño.

—Ese fue el premio que recibieron por creer en ese falso enviado de los dioses. Pero no querrán fugarse, ¿y por qué han de querer hacerlo? No están obligados a trabajar en las minas. ¡El Señor del Dragón se ocupa personalmente de que no lo hagan! Nosotras os apoyamos, con una sola condición... que nuestros hijos no corran ningún peligro. —Echó una mirada a las demás mujeres, quienes asintieron con firmeza.

—Os lo puedo garantizar —dijo Tanis.

—No quisiera parecer cruel, pero puede que para llegar a ellos tengamos que luchar contra un dragón y...

—¿Luchar contra Flamestrike, el dragón hembra? —Maritta le miró sorprendida.

—¡Bah! No será necesario luchar contra esa pobre criatura. En realidad, si le hicieseis daño, los niños estarían dispuestos a destrozaros; están muy orgullosos de ella.

—¿De un dragón? —preguntó Goldmoon.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¿Les tiene hechizados?

—No. Dudo que Flamestrike conserve la facultad de realizar encantamientos. La pobre criatura está medio loca. Mataron a sus propios hijos en alguna guerra y ahora está convencida de que
nuestros
hijos son
sus
hijos. No sé de dónde la ha sacado su amo, pero ha sido muy ruin al traerla, ¡confío en que algún día pague por ello!

—No será muy difícil liberar a los niños —añadió al ver la mirada de preocupación de Tanis.

—Flamestrike duerme hasta tarde todas las mañanas. Cuando nosotras vamos allí para darles el desayuno a nuestros hijos y llevarlos a su paseo diario, ni siquiera abre un ojo. Pobrecilla, no se dará cuenta de que se han ido hasta que despierte.

Las mujeres, sintiéndose por primera vez esperanzadas, comenzaron a preparar algunas prendas femeninas a la medida de los guerreros. No hubo ningún problema hasta que llegó el momento de probárselas.

—¡Afeitarme yo, jamás! —rugió Sturm con tal furia, que las mujeres se apartaron de él, alarmadas. A Sturm la perspectiva de disfrazarse nunca le había gustado, pero a pesar de ello aceptó hacerlo. Parecía la mejor forma de atravesar el gran patio descubierto que había entre el fuerte y las minas. No obstante, prefería mil veces más morir a manos del Señor del Dragón, que afeitarse el bigote. Únicamente se calmó cuando Tanis le sugirió que se cubriera la cara con un pañuelo.

Apenas solucionado este problema, estalló una nueva crisis. Riverwind declaró firmemente que no se vestiría de mujer, y que no conseguirían convencerlo de ninguna de las maneras. Al final Goldmoon se llevó a Tanis a un lado para explicarle que, en su tribu, cuando un guerrero era acusado de cobardía en la batalla, se le obligaba a vestir ropas de mujer hasta que pagara su falta. A Tanis esto le desconcertó, pero además, Maritta ya había pensado el problema que planteaba el disfrazar a un hombre tan alto.

Después de mucho discutir, decidieron que Riverwind se envolvería en una larga capa y que caminaría encorvado, apoyándose sobre un bastón como una anciana.

Laurana se acercó a Tanis, que estaba en un rincón de la habitación cubriéndose el rostro con un pañuelo.

—¿Por qué no te afeitas? —preguntó la muchacha mirando fijamente la barba de Tanis.

—¿O es que como dice Gilthanas, realmente alardeas de tu parte humana?

—No alardeo de ello. Simplemente me cansé de negarla, eso es todo. —Respondió llanamente el semielfo.

—Laurana, siento mucho haberte hablado como lo hice en el Sla-Mori. No tenía ningún derecho...

—Tenías todo el derecho. Actué como una niña malcriada. Arriesgué temerariamente vuestras vidas. No volverá a suceder. Os demostraré que puedo resultaros útil.

Aún no sabía cómo lo conseguiría, pues a pesar de haber hablado con tanta convicción de sus habilidades como guerrera, nunca había matado ni a un animalillo. Pero ahora se sentía tan asustada que tuvo que ocultar las manos tras la espalda para que Tanis no viese cómo le temblaban. Temía no poder controlarse, dar rienda suelta a su debilidad y arrojarse en sus brazos en busca de consuelo, por tanto, lo dejó, dirigiéndose a ayudar a Gilthanas con su disfraz.

Tanis pensó que se sentía satisfecho de que Laurana mostrase al fin rasgos de madurez. El semielfo seguía negándose rotundamente a admitir que se quedaba sin respiración cada vez que la miraba directamente a sus luminosos ojos.

La tarde transcurrió rápidamente y con el atardecer, llegó la hora de que las mujeres llevaran la cena a las minas. Los compañeros aguardaban en silencio, las risas se habían acabado. A última hora había surgido otro problema. Raistlin, tosiendo hasta quedar exhausto, dijo que se sentía demasiado débil para acompañarlos. Cuando su hermano se ofreció a quedarse con él, el mago, mirándolo irritado, le dijo que no fuese tan simple.

—Esta noche no me necesitáis —susurró.

—Dejadme solo. Debo dormir.

—No me gusta dejarle aquí... —comenzó a decir Gilthanas, pero antes fue interrumpido por el ruido de unas pisadas y el tintineo de pucheros. La puerta de la celda se abrió y entraron dos guardias draconianos, que olían intensamente a vino rancio. Contemplaron a las mujeres con ojos legañosos.

—Poneos en marcha —dijo uno secamente. Cuando «las mujeres» salieron al corredor, vieron que había seis enanos gully llevando inmensos pucheros llenos de una especie de estofado. Caramon olisqueó hambriento, pero arrugó la nariz asqueado. Antes de que los draconianos cerrasen la puerta de la celda tras ellos, el guerrero vio a su gemelo, envuelto en mantas, tendido en un oscuro rincón.

Fizban aplaudió:

—¡Muy bien, hijo mío! —dijo el viejo mago, entusiasmado al ver que, de pronto, parte de la pared de la Sala del Mecanismo se abría.

—Gracias —respondió Tas con modestia.

—La verdad es que ha sido más difícil
encontrar
la puerta secreta que abrirla. No sé cómo te las arreglaste. Creía que ya lo habíamos revisado todo.

Se disponía a asomarse por la puerta, cuando, de pronto, se le ocurrió algo y se detuvo.

—Fizban, ¿sería posible decirle a esa luz tuya que se sitúe detrás nuestro? Al menos hasta que comprobemos si hay alguien. De lo contrario, voy a convertirme en un blanco perfecto, y no estamos lejos de las habitaciones de Verminaard.

—Me temo que no. No le gusta quedarse sola en lugares oscuros.

Tasslehoff asintió —esperaba esa respuesta. Bueno, era inútil preocuparse. Como su madre solía decir, si la leche se derrama, el gato se la beberá. Afortunadamente, el estrecho corredor por el que se arrastraba parecía vacío. La seta revoloteaba cerca de sus hombros. Después de ayudar a Fizban a entrar, exploró los alrededores. Se hallaban en un pequeño pasadizo que acababa bruscamente, a menos de cuarenta pies de distancia, en un tramo de escaleras que bajaban desapareciendo en la oscuridad. Había otra salida, un par de puertas dobles de bronce en la pared este.

—Ahora estamos sobre la habitación del trono –musitó Tas.

—Estas escaleras probablemente conduzcan a ella. ¡Supongo que debe haber un millón de draconianos vigilándolas! Así qué, las descartaremos. Acercó la oreja a la puerta.

—No se oye nada. Echemos un vistazo. —Con un suave empujón las puertas se abrieron con facilidad. Haciendo un alto para escuchar, Tas entró con cautela, seguido de cerca por Fizban y por la llama luminosa.

—Una especie de galería de arte —dijo observando una gigantesca habitación llena de cuadros cubiertos de polvo y mugre. A través de unos altos ventanales, Tas entrevió las estrellas y las cimas de unas grandes montañas. Aquello le dio una idea de dónde se encontraban.

—Si mis cálculos son correctos, la sala del trono está al oeste, y el cubil del dragón aún más al oeste. Al menos, hacia allí se dirigió Verminaard esta tarde. Tiene que haber alguna forma para que el dragón pueda salir volando del edificio, quiero decir que el cubil debe tener una salida a cielo abierto, alguna clase de conducto, o tal vez otra grieta por la que podamos observar qué es lo que está sucediendo.

Tas estaba tan absorto en sus planes que no prestaba ninguna atención a Fizban. El viejo mago se movía decididamente por la habitación, examinando atentamente cada cuadro, como si se hallase buscando uno en particular.

—¡Ah! Aquí está —murmuró Fizban y, volviéndose, susurró:

—¡Tasslehoff! .

Cuando el kender alzó la cabeza vio que el cuadro comenzaba a brillar con una suave luz.

—¡Mira esto! —dijo maravillado.

—Es un cuadro de dragones... dragones rojos como Ember... atacando Pax Tharkas y...

El kender guardó silencio. ¡Unos hombres, unos Caballeros de Solamnia, montados sobre otros dragones, peleaban contra ellos! Los dragones que montaban los caballeros eran dragones bellísimos —dragones de oro y plata— y los hombres, llevaban brillantes armas que relucían resplandecientes. ¡De pronto Tasslehoff comprendió! En el mundo había dragones
buenos
—si se lograba encontrarlos—, que ayudarían a combatir a los dragones malos, y también había

—¡La lanza Dragonlance! —murmuró.

El viejo mago asintió para sí.

—Sí, pequeño. Lo has comprendido. Sabes la respuesta y la recordarás, pero no ahora. Ahora no. —Acarició la cabeza del kender, desordenándole el cabello.

—Dragones... ¿Qué estaba diciendo? —Tas no podía recordarlo. Además, ¿qué estaba haciendo ahí parado, contemplando un cuadro tan recubierto de polvo que ni siquiera podía saber qué era? El kender sacudió la cabeza. Fizban debía estar influenciándole.

—¡Ah, sí! El cubil del dragón. Si mis cálculos son correctos, está por ahí.

El viejo mago, arrastrando los pies, continuó caminando.

El trayecto de los compañeros a las minas estuvo exento de acontecimientos notables. Sólo vieron unos pocos guardias draconianos medio dormidos de aburrimiento, que no prestaron ninguna atención a las «mujeres» que atravesaban el patio. Pasaron ante la incandescente forja, continuamente alimentada por un hervidero de agotados enanos gully.

Apretando el paso para perder de vista aquella triste imagen, los compañeros entraron en las minas donde los draconianos, de noche, encerraban a los hombres en inmensas cavernas para luego regresar y seguir vigilando a los enanos gully. Según Verminaard, montar guardia para custodiar a los hombres era una pérdida de tiempo, pues estaba convencido de que los humanos ni siquiera pensaban huir.

Y, la verdad es que, durante un rato, Tanis creyó que aquello podía ser dramáticamente cierto. Los hombres
no pensaban huir
a ninguna parte. Cuando Goldmoon les habló, la miraron sin convencimiento. Después de todo, era una mujer bárbara, su acento era raro y su forma de vestir más rara todavía. La historia que ella les contó sobre un dragón incinerado por una llamarada azul a la que ella sobrevivió, les pareció un cuento infantil. Además, las únicas pruebas que Goldmoon tenía de lo que les estaba explicando, eran aquellos relucientes discos de platino.

Hederick, el Teócrata de Solace, que se hallaba entre los prisioneros, intervino para hablar en contra de Goldmoon a quien tachó de bruja, charlatana y blasfema. Les relató lo sucedido en la posada, mostrando como prueba su chamuscada mano. Pero los hombres no le prestaron mucha atención, ya que, después de todo, los dioses Buscadores no habían protegido a Solace de los dragones.

En realidad la perspectiva de escapar interesaba a muchos de ellos. Casi todos tenían alguna marca o señal de los malos tratos que allí recibían: cortes, rasguños, magulladuras... La comida era mala y muy escasa, se les obligaba vivir en míseras condiciones y todos sabían que cuando el hierro de las minas se agotase, sus vidas no valdrían nada para Verminaard. No obstante, los Buscadores —que ejercían el gobierno incluso en prisión— se opusieron a un plan que consideraban temerario.

Comenzaron las discusiones. El volumen de las voces subía. Tanis ordenó a Caramon, Flint, Eben, Sturm y Gilthanas que vigilasen las diferentes puertas, temiendo que al oír la algarada los guardias regresasen. El semielfo no había previsto una cosa así: ¡aquella discusión podía durar semanas! Goldmoon, con aspecto abatido, se había sentado; parecía estar a punto de echarse a llorar. Estaba tan imbuida de sus nuevas creencias, y deseaba tanto ofrecer sus conocimientos al mundo, que cuando éstas fueron puestas en duda se hundió en la desesperación.

—¡Estos humanos están locos! —dijo Laurana en voz baja situándose al lado de Tanis.

—No —replicó Tanis suspirando.

—Si estuviesen locos sería más fácil. No les prometemos nada tangible y les pedimos que arriesguen lo único que les queda... sus vidas. ¿Y, con qué fin? ¿Para huir hacia las colinas batallando durante todo el trayecto? Al menos aquí, por el momento, están vivos.

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