El Resucitador (8 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—¿Intenta decirme que el coronel estaba
decepcionado
por algo? —inquirió Hawkwood—. ¡Diantre! si le arrancó la cara a un hombre porque estaba decepcionado, ¿qué demonios hará cuando esté enojado?

El boticario ignoró la reacción de Hawkwood y prosiguió en el mismo tono sosegado.

—Como le dije, desconozco la opinión del inspector general. Parece ser que las vivencias del coronel al trabajar con heridos y moribundos provocaron un estado de caos en su cerebro. Es como si sus esfuerzos por recomponer los cuerpos rotos de sus pacientes hubieran tenido un efecto debilitador en su propia cordura: un terrible precio que pagar por tantos años de servicio y entrega. No puedo ni imaginar los horrores que debió de presenciar intentando recomponer los cuerpos destrozados de los hombres, pero de lo que no cabe apenas duda es de que el Coronel Hyde llegó aquí en un estado de enajenación severa —Locke frunció los labios y prosiguió—: al igual que a todos los pacientes, se volvió a evaluar al coronel pasados doce meses. Yo no llevaba su caso, pues, como comprenderá, llegué con posterioridad. Por desgracia, los inspectores generales coincidían en su opinión de que el coronel era incurable. Según el procedimiento habitual, a los pacientes incurables se les da de alta, a no ser que sus familiares o amigos no puedan hacerse cargo de ellos. El no tenía parientes vivos. Tenía una hija que había fallecido, pero no hablaba de ella. Así que, sin duda, la pena también incidió de manera significativa en su estado mental. Por fortuna, parece ser que contaba con amigos dispuestos a responder por él, con la condición de que permaneciera a nuestro cargo. Fue entonces cuando lo derivaron a nuestro departamento de pacientes incurables.

—¿Estuvo inmovilizado alguna vez?

Locke lo miró anonadado.

—¿Inmovilizado?

—Como Norris.

—Ah, sí, Norris. —El boticario frunció los labios—. ¿Lo vio usted?

—De pasada —respondió Hawkwood.

En el rostro del boticario se reflejó una expresión de compasión.

—Es americano, marino. Acudió a nosotros hace casi doce años. Ha atacado a sus guardianes al menos en dos ocasiones —Locke esbozó una sonrisa—, pero le aseguro que se trata de una excepción. La gran mayoría de nuestros pacientes incurables son totalmente inofensivos. Es posible que incluso haya oído hablar de un par de ellos. Está Metcalfe, por ejemplo, que se cree heredero del trono de Dinamarca; o la señora Nicholson; y Matthews, por supuesto.

Era evidente que el boticario esperaba que Hawkwood reconociera los nombres, pero no fue así. Probó con uno de ellos.

—¿Matthews?

—Quizá usted era todavía algo joven. Fue él quién acusó a Lord Hawkesbury de traición en el hemiciclo de la Cámara de los Comunes. En su defensa argumentó ante el tribunal que un dispositivo controlado por los revolucionarios franceses le manipulaba la mente. El «Telar Volador», lo llamaba. Un caso fascinante. Sigue aquí, de hecho, aunque cueste creerlo, diseñó y presentó planos para el nuevo hospital. Su talento para el dibujo arquitectónico no es nada desdeñable, aunque profesionalmente se dedicaba al cultivo de té. ¿Quién lo hubiera creído? Es sin duda uno de nuestros pacientes más… interesantes. Podría hablarle de muchos otros —el boticario sonrió de nuevo—. Hay quienes le dirían que el coronel estaba en buena compañía. Pero me preguntaba usted si estaba inmovilizado. No, no estaba encadenado, a pesar de los hierros de la pared.

—Y, sin embargo, tenía sus propias dependencias, independientes de las demás. ¿No es eso algo inusual?

Locke se encogió de hombros.

—No tanto. Algunos pacientes tienen su propia habitación. Es cierto que los que tienden a ser violentos, como Norris, han de permanecer aislados y encadenados en todo momento. No obstante, hay otros a los que se les ha concedido el privilegio de disfrutar de intimidad por su buen comportamiento. Matthews es un ejemplo de ello. Igualmente los hay que disfrutan de ciertas comodidades gracias a la generosidad de sus amigos y familiares.

—¿Y el coronel? —inquirió Hawkwood.

—Hasta ahora se le había considerado uno de nuestros pacientes más obedientes.

—Habla de él como si fuera una especie de perrito faldero.

Locke esbozó una ligera sonrisa.

—La enfermedad es una bestia extraña, agente Hawkwood, pero ninguna lo es tanto como la enfermedad mental. Hay pacientes que mejoran con la compañía de otras personas y otros que rehúyen el contacto humano. En cualquier caso, el bienestar del paciente también puede verse afectado por las circunstancias de su confinamiento —Locke arqueó una ceja—. Me mira como si
yo
estuviera loco. Le aseguro que esta teoría no es nada nuevo. El coronel Hyde no es ningún imbécil babeante. Es un hombre de buena cuna, culto, fue oficial del ejército, y, por si fuera poco, cirujano. No es ningún bufón saltarín con gorro de cascabeles. De hecho, apostaría que si usted lo hubiera conocido y hablado con él sobre la actualidad en general, es muy probable que le considerara tan cuerdo como usted o yo mismo.

—¿Sabe
él
que está loco?

Locke se arrellanó en su asiento. Permaneció callado algunos segundos antes de dar su contestación.

—Formula usted una pregunta interesante. Hay médicos que consideran la locura como una enfermedad del alma, un mal espiritual. Mi teoría es que la locura es en realidad una enfermedad física, un trastorno orgánico del cerebro que se manifiesta como una asociación incorrecta de ideas que nos son familiares, ideas que se corresponden siempre con una creencia implícita. En mi opinión, la gente ve objetos y oye sonidos inexistentes, no porque su vista u oído sean deficientes, sino porque sus cerebros no funcionan correctamente. Tampoco es necesariamente culpa de su inteligencia. Todo lo contrario, con frecuencia razonan bien, aunque partiendo de premisas falsas. Desde su propio punto de vista, ellos discurren de una forma perfectamente racional. Y lo mismo ocurre con el coronel Hyde. Es completamente lúcido y elocuente. No se ve a sí mismo como una persona cuerda ni loca. Se podría decir que esa es la naturaleza de su delirio.

—Perdone, doctor —le interrumpió Hawkwood—, sigo sin entenderlo. Si me decía que ingresó en el hospital a consecuencia de la… ¿qué era, melancolía?… ¿Qué le hizo cambiar? ¿Qué le empujó a cometer un asesinato?

—Para responder a esa pregunta, uno tendría que saber primero cómo se originó su delirio.

—¿Lo
sabe
usted?

El boticario se encogió de hombros.

—En el caso del coronel, desconozco todos los detalles de su ingreso. El doctor Monro fue el que supervisó su llegada. Yo sólo puedo hablar en términos generales.

—Quizás es Monro con quien debería hablar —observó Hawkwood.

—Está ciertamente en todo su derecho, aunque, a juzgar por la preocupación del doctor Monro por sus intereses extracurriculares, yo aventuraría que es poco probable que averigüe gran cosa. Dudo que haya tenido un solo momento de contacto con el coronel Hyde desde su ingreso. Le aseguro, agente Hawkwood, sin temor a equivocarme, que conozco mucho mejor la salud mental del coronel que el doctor Monro, el cual rara vez acude al hospital, ni siquiera para las reuniones de los sábados. Pero haga lo que estime conveniente. También está el doctor Crowther, por supuesto, si bien dudo que lo encuentre sobrio, y mucho menos lúcido. Cuando está aquí, apenas hace nada, excepto administrar purgantes y eméticos. Esa es, agente Hawkwood, la suma total de la lamentable implicación
de ambos.
En sus manos, el tratamiento se reduce a poco más que unos gestos intrascendentes. A los pacientes estreñidos se les dan purgantes. A los sifilíticos se les receta mercurio. Los eméticos se les administran a los pacientes para hacerles vomitar. Es una manera de asegurarse de que los fluidos circulen bien por el sistema. Para el resto de los males se receta láudano. ¿Sabe cuál es uno de los efectos secundarios del láudano? ¿No? Bueno, no tiene por qué saberlo, pero se lo diré de todas formas. El estreñimiento. ¿Entiende mi argumento? Ah, y si los purgantes y los eméticos no funcionan, los sangramos o les damos un baño frío. De esa forma, bien mueren desangrados, bien de neumonía. Purgar, sangrar e inducir a los pacientes a vomitar pueden ser métodos aceptados para tratar a los locos, agente Hawkwood, pero no son la forma de tratar a pacientes como Matthews o el coronel Hyde.

—¿Se refiere a que hay otra manera?

—Eso creo, sí. Consiste en utilizar una serie de técnicas en base a la dilatada experiencia acumulada sobre el tratamiento de estos casos; ahora bien, todos persiguen un fin, y es que el doctor logre subyugar al paciente, como si domara a un caballo o… —El boticario hizo una pausa expectante.

—Adiestrar a un perro —sugirió Hawkwood.

Se preguntó si Locke le recompensaría por su ocurrencia con alguna chuchería, ¿una galleta o un hueso, quizá? Pero no fue así. Locke prosiguió como si no lo hubieran interrumpido.

—Exactamente. El enfermo nunca debe creer que es él o ella quien ostenta el control. No es el paciente el que debe llevar la batuta, sino el doctor. No obstante, no hay que confundirlo con el castigo. El castigo corporal, incluso la punición severa, deben considerarse siempre como el último recurso. Creo que no es posible someter a pacientes que están constantemente obsesionados con tramar su fuga. Le aseguro que, mediante comprensión y amabilidad, siempre he logrado ganarme la confianza y el respeto de las personas desequilibradas.

—¿O su obediencia?

El boticario inclinó la cabeza. Si le había molestado la pulla en la pregunta de Hawkwood, no lo demostró.

—Está claro que la solución es la miel, no el vinagre.

—¿Por eso dispone de habitación y posesiones propias?

—En parte sí. Y como le dije antes, al coronel no le faltan benefactores. En cualquier caso, la cuestión es proporcionarle sobre todo motivación.

—¿Motivación?

—¿Recuerda que le mencioné su herida debajo del ojo? —El boticario la señaló con el dedo—. ¿Me permite preguntarle si ha sufrido otras heridas? ¿En las extremidades, en un brazo o una pierna, tal vez?

Demasiadas para recordarlas todas, pensó Hawkwood, aunque la más reciente, la herida de navaja en el hombro izquierdo, no se la habían infligido en el campo de batalla, sino en la turbulenta oscuridad del lecho del Támesis. Era un recuerdo que no le agradaba revivir.

Asintió receloso preguntándose a dónde quería llegar con esta observación. Ese condenado boticario era demasiado perspicaz, pensó.

—Y durante su periodo de recuperación, cuanto más utilizó el brazo, menos tardó la herida en curarse, ¿estoy en lo cierto?

Hawkwood asintió de nuevo. Aunque a decir verdad, el maldito hombro todavía le dolía a rabiar cuando dormía en una postura incómoda.

—Lo mismo ocurre con el cerebro. Es como un músculo. Cuanto mayor sea la actividad y cuanto más se ejercite, mayor será la probabilidad de que se mantenga sano. Por eso se le permitió al coronel tener una zona de estudio con sus libros, dibujos, papel y plumas. ¿Comprende?

Hawkwood asintió afirmativamente.

—Además resultaron ser una recompensa de suma utilidad.

—¿Recompensa?

—Por cumplir las normas del hospital. Es una práctica establecida. Le hacemos saber al paciente que, si comete alguna infracción, se le pueden denegar privilegios como el acceso a material de escritura, efectos personales y demás. Quitarle a una persona del calibre intelectual del coronel esos privilegios sería un asunto muy serio que, a largo plazo, podría ser perjudicial para su salud. Puede que sea un paciente, pero, por sus antecedentes militares, es un hombre que conoce demasiado bien las consecuencias de incumplir un protocolo. Ha resultado ser un sistema muy eficaz con algunos de nuestros pacientes.

—¿De verdad? —soltó Hawkwood—. Por lo que estoy viendo, yo diría que al coronel le importan tres pitos sus supuestas normas, o su dichoso protocolo, y eso me hace preguntarme cómo de bien lo conocía usted.

—Desde el punto de vista intelectual, yo diría que lo conocía moderadamente bien. He pasado horas en su compañía. Hablábamos de toda clase de temas: literatura, política, ciencia… y medicina, por supuesto. Después de todo, los dos somos médicos, aunque nuestros antecedentes sean algo diferentes. Mi familia es de origen modesto. La del coronel eran terratenientes. Aunque ambos estudiamos en el extranjero, yo lo hice en Uppsala antes de ir a Cambridge; el coronel fue a la universidad en Padua. Era… es… un hombre erudito. Usted vio su biblioteca. Incluso le consulté en varias ocasiones para que me diera consejo sobre el tratamiento de algunos de mis pacientes. Su comprensión de la anatomía supera con creces la mía propia y su conocimiento de la medicina en general es muy superior al del doctor Monro y al de ese pobre borracho de Crowther. Me prestó una ayuda inestimable. Algunas de sus opiniones eran bastante… innovadoras. Serían un gran tema de discusión.

—Por la forma en que habla de él parece que le caía bien —observó Hawkwood.

Locke sacó su pañuelo y se quitó las lentes. Era una táctica que Hawkwood había anticipado, y que hacía ganar al boticario unos segundos para preparar su respuesta.

—Tal vez sí. Usted mismo ha comprobado la talla del personal. ¿Le extraña entonces que yo buscara
su
compañía?

El boticario sostuvo en alto sus lentes, y entrecerrando los ojos, miró a través de los cristales. Satisfecho de haber eliminado toda mancha, se guardó el pañuelo en el bolsillo del chaleco y volvió a colocarse las lentes sobre la nariz. Hawkwood pensó que su aspecto no era muy distinto del de una lechuza altanera.

—Cuando le pregunté cómo empezó el delirio del coronel, me dijo que sólo podía hablar en términos generales, ¿a qué se refería? —inquirió Hawkwood.

El boticario apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y asintió.

—El estudio de otros pacientes que están bajo mi responsabilidad directa me lleva a creer que es como si cada acontecimiento en sus vidas, incluso aquellos que pudieran parecerles triviales a los demás, llevara implícita una dimensión oculta. Es como si sus cerebros fueran víctimas del ataque de un incesante torbellino de posibilidades. Una vorágine de pensamientos que circulan por sus cabezas hasta que uno de ellos consigue aflorar y liberarse de la inercia del remolino. Entonces, de repente, todo cobra una asombrosa claridad, como si se le diera a la mente rienda suelta para planear libremente por encima de las nubes. A partir de ahí, todo pensamiento incipiente queda indisolublemente unido a ese cegador momento de lucidez. Creo que esa sensación de despertar es tan intensa que el tejido del delirio empieza a expandirse hacia atrás y hacia delante en el tiempo, formando una especie de marco, una explicación, digamos, para los sucesos que acontecieron mucho antes de su existencia, quizá tan remotos en el tiempo como la infancia. Lo mismo ocurre hacia delante. Cada vez que se capta una nueva experiencia, ésta es percibida también como una parte intrínseca de ese marco.

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