El restaurante del Fin del Mundo (16 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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También habían llegado un médico, un lógico y un biólogo marino, traídos de Maximegalón a costa de un desembolso fenomenal para que trataran de volver a la razón al cantante solista, que se había encerrado en el cuarto de baño con un frasco de píldoras y se negaba a salir hasta que se le demostrara de manera concluyente que no era un pez. El bajista se dedicaba a ametrallar su dormitorio y el batería no se encontraba a bordo. Frenéticas averiguaciones llevaron al descubrimiento de que estaba en una playa de Santraginus V, a más de cien años luz de distancia, donde según afirmaba había sido feliz durante la última media hora y había encontrado una piedrecita que iba a ser su amiga.

El
manager
del conjunto sintió un profundo alivio. Aquello significaba que, por decimoséptima vez en la gira, un robot tocaría la batería y que, en consecuencia, la entrada de los cimbalistas se produciría a tiempo.

El sub-éter zumbaba con las comunicaciones de los técnicos de escena, que comprobaban los canales de los altavoces, y eso era lo que se transmitía al interior de la nave negra.

Sus aturdidos ocupantes estaban contra la pared posterior de la cabina, escuchando las voces que salían de los altavoces de la pantalla.

—Muy bien, canal nueve funcionando— dijo una voz—; probando canal quince...

Otro estallido de ruido— sacudió la nave.

—Canal quince funcionando— dijo otra voz.

—La nave de los efectos especiales ya está en posición— dijo una tercera voz—. Tiene buen aspecto. Hará un buen picado hacia el sol. ¿Está a la escucha el ordenador de escena?

—A la escucha— respondió la voz de un ordenador.

—Toma los mandos de la nave negra.

—El programa de su trayectoria está fijado, la nave negra está dispuesta para el viaje.

—Probando canal veinte.

Zaphod recorrió la cabina de un salto y conectó unas frecuencias de receptor sub-éter antes de que el siguiente ruido les hiciera trizas la cabeza. Se quedó de pie, temblando.

—¿Qué significa el picado hacia el sol?— preguntó Trillian con voz queda.

—Significa— contestó Marvin— que la nave va a lanzarse en picado contra el sol, es decir, que va a zambullirse en él. Es muy fácil de entender. ¿Qué podéis esperar si robáis la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?

—Cómo sabes...— preguntó Zaphod con una voz que entumecería de frío a un lagarto de las nieves de Vega— que ésta es la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?

—Sencillamente— respondió Marvin— porque yo la aparqué.

—Entonces, ¿por qué... no... nos lo advertiste?

—Tú dijiste que querías emociones, aventuras y cosas demenciales.

—Esto es horrible— comentó Arthur sin necesidad en la pausa que siguió.

—Eso es lo que yo he dicho— confirmó Marvin.

En otra frecuencia, el receptor sub-éter había captado una emisión de noticias cuyos ecos resonaban por la cabina.

—...Hace buen tiempo para el concierto de esta tarde. Estoy delante del escenario— mintió el locutor—, en pleno desierto de Rudlit y con ayuda de unos gemelos hiperbinópticos puedo apenas distinguir al inmenso público agazapado en todas las direcciones del horizonte. Detrás de mí, los silos de los altavoces se alzan como la ladera de una montaña empinada, y en el cielo se van apagando los rayos del sol, ignorante de lo que va a golpearlo. El grupo ecologista sí sabe lo que va a golpearlo, y afirman que el concierto producirá terremotos, inundaciones, huracanes, daños irreparables en la atmósfera y todas las cosas habituales que los ecologistas suelen añadir.

»Pero acaban de informarme de que un representante de Zona Catastrófica se ha reunido con los ecologistas a la hora de comer y los ha matado a tiros a todos, por lo que ahora nada impide que...

Zaphod desconectó el sub-éter. Se volvió a Ford.

—¿Sabes lo que estoy pensando?— le dijo.

—Creo que sí— dijo Ford.

—Dime lo que crees que estoy pensando.

—Creo que estás pensando que es hora de que abandonemos esta nave.

—Creo que tienes razón— dijo Zaphod.

—Creo que tienes razón— dijo Ford.

—¿Pero cómo?— dijo Arthur.

—Calla— le cortaron Ford y Zaphod al unísono—, estamos pensando.

—Así que ya está— concluyó Arthur—, vamos a morir.

—Ojalá dejaras de repetir eso— dijo Ford.

En este punto vale la pena recordar las teorías a las que había llegado Ford en su primer encuentro con los seres humanos para explicar su extraña costumbre de afirmar y reafirmar de continuo lo claro y evidente, como «Hace buen día», «Es usted muy alto», o «Así que ya está, vamos a morir».

Su primera teoría fue que si los seres humanos dejaban de hacer ejercicio con los labios, la boca se les quedaría agarrotada.

Al cabo de unos meses de observación, se le ocurrió otra teoría, que era como sigue: Si los seres humanos no dejan de hacer ejercicio con los labios, su cerebro empieza a funcionar.

En realidad, la segunda teoría resulta más literalmente cierta para la raza belcerebona de Kakrafún.

Los belcerebones producían gran resentimiento e inseguridad entre las razas vecinas por ser una de las civilizaciones más ilustradas, realizadas y, sobre todo, tranquilas de la Galaxia.

Como castigo por tal conducta, que se consideraba ofensiva, orgullosa y provocativa, un Tribunal Galáctico les infligió la más cruel de todas las enfermedades sociales: la telepatía. Por consiguiente, con el fin de no emitir el más mínimo pensamiento que les pase por la cabeza a cualquier transeúnte que ande a un radio de siete kilómetros y medio, tienen que hablar muy alto y de manera continua sobre el tiempo, sus penas y pequeñas dolencias, el partido de esta tarde y en lo ruidoso que se ha convertido de pronto Kakrafún.

Otro medio de borrar su mente es hacer de anfitriones en un concierto de Zona Catastrófica.

El cronometraje del concierto era decisivo.

La nave tenía que iniciar el picado antes de que comenzara el concierto, con el fin de chocar con el sol seis minutos y treinta y siete segundos antes del punto culminante de la canción a la que estaba referida, para que la luz de las llamas solares tuviera tiempo de llegar a Kakrafún.

La nave ya llevaba varios minutos en picado cuando Ford Prefect terminó su búsqueda en los demás compartimientos de la nave negra. Irrumpió de nuevo en la cabina.

El sol de Kakrafún empezó a aumentar de forma aterradora en la pantalla, con su infierno de llamaradas blancas creciendo a cada momento por la fusión de los núcleos de hidrógeno, mientras la nave seguía cayendo sin prestar atención a los golpes y porrazos que Zaphod asestaba sobre el cuadro de mandos. Arthur y Trillian tenían la expresión fija de un conejo que está en la carretera en plena noche, pensando que el mejor medio de evitar los faros que se aproximan es desviarlos con la mirada.

Zaphod se volvió con ojos desorbitados.

—Ford— gritó—, ¿cuántas cápsulas de evasión hay?

—Ninguna.

Zaphod tartamudeó.

—¿Las has
contado
?— aulló.

—Dos veces. ¿Has logrado localizar a los técnicos de escena por la radio?

—Sí— dijo Zaphod amargamente—. Dije que había un montón de gente a bordo, y contestaron que dijera «hola» a todo el mundo.

Ford puso los ojos en blanco.

—¿No les dijiste quién eras?

—Claro que sí. Dijeron que era un gran honor. Y añadieron algo acerca de la cuenta de un restaurante y de mis ejecutores testamentarios.

Ford apartó a Arthur de un empujón y se inclinó sobre el cuadro de mandos.

—¿No funciona
nada
de esto?— preguntó con furia.

—Todo está bloqueado.

—Destruye el piloto automático.

—Encuéntralo primero. No hay ninguna conexión. Hubo un momento de silencio glacial.

Arthur recorría vacilante el fondo de la cabina. Se detuvo de pronto.

—A propósito— dijo—, ¿qué significa teleporte?

Pasó otro momento.

Los demás se volvieron despacio hacia él.

—Probablemente sea un momento malo para preguntarlo— continuó Arthur—, pero acabo de acordarme de que hace poco habéis utilizado esa palabra, y lo menciono porque...

—¿Dónde dice teleporte?— preguntó Ford Prefect con voz queda.

—Pues ahí, concretamente— dijo Arthur, señalando una caja negra de control en la parte de atrás de la cabina—. Bajo la palabra «emergencia», encima de «dispositivo» y al lado de un letrero que dice «no funciona».

En el pandemonio que siguió a continuación, el único acto destacable fue el de Ford Prefect, que se abalanzó por la cabina hacia la pequeña caja negra que Arthur había indicado y empezó a pulsar repetidamente un botoncito negro instalado en ella.

A su lado se abrió un panel cuadrado de dos metros, revelando un compartimiento que semejaba una ducha múltiple que hubiese adquirido una nueva función en la vida como tienda de trastos eléctricos. Del techo pendían instalaciones alámbricas a medio terminar, un revoltijo de piezas desechadas yacían desperdigadas por el suelo, y el panel de programación sobresalía de la cavidad de la pared en donde debería estar fijado.

Al hacer una visita al astillero donde se construía la nave, un contable subalterno de Zona Catastrófica preguntó al capataz de las obras por qué demonios instalaban un teleporte sumamente caro en una nave que debía hacer un solo viaje importante y, además, sin tripulación. El capataz explicó que el teleporte podía adquiriese con un descuento del diez por ciento, y el contable replicó que aquello daba lo mismo; el capataz arguyó que se trataba del más potente y refinado teleporte que había a la venta, y el contable repuso que nadie quería comprarlo; el capataz expuso que, a pesar de todo, la gente tendría que entrar y salir de la nave, y el contable contestó que la nave tenía una puerta perfectamente utilizable; el capataz manifestó que el contable podía irse a hacer puñetas, y el contable sugirió que lo que se acercaba velozmente por la izquierda del capataz era un emparedado de nudillos. Cuando concluyeron las explicaciones, se suspendió la instalación del teleporte, que después pasó inadvertido en la factura bajo el epígrafe de «Asuntos varios», a cinco veces su precio.

—¡Serán burros!— murmuró Zaphod mientras Ford y él trataban de ordenar el revoltijo de cables.

Al cabo de un momento, Ford le dijo que se quedara atrás. Introdujo una moneda en el teleporte y tiró de un interruptor que había en el panel colgante. La moneda desapareció con un crujido y un chisporroteo luminoso.

—Bueno, esto funciona— dijo Ford—; sin embargo, no tiene dispositivo de control. Un teleporte de transferencia de la materia sin un programa de control te puede mandar..., pues a cualquier parte.

El sol de Kakrafún aparecía cada vez más grande en la pantalla.

—A quién le importa— dijo Zaphod—; iremos a donde sea.

—Y además— dijo Ford—, no hay servomecanismo. No podremos ir todos. Alguien tiene que quedarse para manejarlo.

Hubo un momento de grave silencio. El sol se veía cada vez más grande.

—Oye, Marvin— dijo Zaphod en tono animoso—, ¿qué tal vas, muchacho?

—Sospecho que muy mal— murmuró Marvin.

Poco tiempo después, el concierto de Kakrafún alcanzaba una culminación inesperada.

La nave negra, con su malhumorado ocupante a bordo, había caído a tiempo en el horno nuclear del sol. Inmensas llamas solares se desperdigaron a millones de kilómetros por el espacio, conmocionando y en algunos casos derribando a la docena de navegantes flamígeros que viajaban cerca de la superficie del sol esperando el acontecimiento,

Momentos antes de que la luz de la llamarada llegara a Kakrafún, el desierto, triturado por el estruendo, cedió a lo largo de una profunda falla. Un enorme río, desconocido hasta entonces, que corría bajo tierra, emergió a la superficie y segundos después se produjo la erupción de millones de toneladas de lava ardiente que se alzó a centenares de metros por el aire, secando el río por encima y por debajo de la superficie en una explosión que retumbó hasta el otro lado del mundo en un recorrido de ida y vuelta.

Aquellos, muy pocos, que contemplaron el acontecimiento y lograron sobrevivir, juran que los cien mil seiscientos kilómetros cuadrados de desierto se elevaron en el aire como una torta de un kilómetro de espesor que dio la vuelta y cayó. En aquel preciso momento, la radiación solar de las llamaradas se filtró entre las nubes de vapor de agua y llegó al suelo.

Un año después, los ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de desierto estaban cubiertos de flores. En torno al planeta, la estructura de la atmósfera había quedado ligeramente alterada. El sol fulguraba con menos fuerza en verano, el frío era menos crudo en invierno, agradables lluvias caían con mayor frecuencia, y poco a poco el mundo desértico de Kakrafún se convirtió en un paraíso. Incluso las facultades telepáticas con que se había castigado a los pobladores de Kakrafún quedaron anuladas de manera permanente por la fuerza de la explosión.

Se comentó que un portavoz de Zona Catastrófica, aquél que había matado a tiros a todos los ecologistas, dijo que había sido una «buena sesión».

Mucha gente habló emocionada de los poderes curativos de la música. Algunos científicos escépticos examinaron con más atención la crónica de los acontecimientos y afirmaron que habían descubierto débiles vestigios de un vasto Campo de Improbabilidad, artificialmente provocado, que vagaba desde una región próxima del espacio.

22

Arthur se despertó y lo lamentó en seguida. Había tenido resacas, pero nunca de aquel calibre. Ya estaba. Aquello era lo último, el abismo final. Llegó a la conclusión de que los rayos de transferencia de la materia no eran tan divertidos como, por ejemplo, una buena patada en la cabeza.

Como de momento no quería moverse debido a que sentía una palpitación sorda y pesada, se quedó tumbado un rato y meditó. Pensó que el problema de la mayor parte de los medios de transporte consiste fundamentalmente en que no valen la pena. En el planeta Tierra, antes de que lo demolieran para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial, el problema habían sido los coches. Las desventajas que constituía el sacar del suelo montones de fango negro y pegajoso en zonas donde había estado oculto sin molestar a nadie, convirtiéndolo luego en alquitrán para cubrir con él el terreno, llenar el aire de humo y tirar lo sobrante al mar, parecía superar las ventajas de poder llegar más deprisa de un sitio a otro, en especial cuando el lugar al que se llegaba probablemente se había convertido, como resultado de todo ello, en un sitio muy semejante a aquel del que se había salido es decir, cubierto con alquitrán, lleno de humo y sin peces.

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