Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Al pasar junto a Margo, la directora del museo giró la cabeza y dijo:
—Si puedo ayudarles en algo, hágamelo saber.
El doctor Brambell dirigió una última mirada a Frock y Margo y siguió los pasos de la directora.
El teniente D'Agosta fue el último en marcharse. En el umbral de la puerta, se detuvo y dijo:
—Si tienen que hablar con alguien, hablen conmigo.
Abrió la boca para añadir algo, pero cambió de idea, se despidió inclinando la cabeza y se dio media vuelta. Cerró la puerta al salir, y Margo se quedó sola con Frock, Pamela Wisher y el esqueleto insólitamente deforme.
Frock irguió el tronco en su silla de ruedas.
—Margo, por favor, eche la llave y encienda todas las luces. —Rodó hacia la mesa de muestras—. Mejor será que se lave y se ponga una bata y unos guantes.
Margo contempló los dos esqueletos por un momento y luego miró al viejo profesor.
—Doctor Frock, no cree que esto sea obra de…
Frock se volvió al instante hacia ella con una extraña expresión en el rostro rosado. La miró a los ojos y negó con la cabeza.
—No —susurró con firmeza—. No hasta que tengamos la total certeza.
Margo sostuvo su mirada por unos segundos. Finalmente asintió y fue hacia los interruptores. La tácita sospecha que ambos albergaban era mucho más inquietante que los dos siniestros esqueletos.
En los recovecos del Cat's Paw, un bar de ambiente cargado, Smithback se apretujó en el interior de una estrecha cabina telefónica. Sosteniendo su vaso en equilibrio en una mano e intentando distinguir las teclas en la escasa luz, marcó el número de la oficina para averiguar cuántos mensajes le habían dejado esta vez.
Smithback nunca había dudado que era uno de los mayores periodistas de Nueva York. Probablemente el mayor. Hacía un año y medio había ofrecido al mundo la historia de la Bestia del Museo. Y no con la habitual objetividad y lejanía, sino que había estado metido de lleno con D'Agosta y los otros, luchando en la oscuridad de aquella noche de abril. Gracias al libro publicado poco tiempo después, se afianzó en el puesto de cronista de sucesos del
Post.
Ahora había surgido el asunto de Pamela Wisher, y no precisamente pronto. Las grandes noticias eran menos frecuentes de lo que había imaginado, y además siempre había otros periodistas dispuestos a pisarle la exclusiva, sin ir más lejos Bryce Harriman, su homólogo en el
Times
y una deshonra para la profesión. Pero si jugaba bien sus cartas, la nueva noticia podía tener el mismo alcance que la historia de Mbwun. O quizá más.
Un gran periodista, pensó mientras oía sonar el teléfono al otro lado de la línea, se adapta a las opciones que se le presentan. Un ejemplo de ello era la noticia de Pamela Wisher. Smithback no había previsto ni remotamente la reacción de la madre. Lo había impresionado. Smithback se había sentido incómodo y profundamente conmovido. Espoleado por esas emociones nuevas para él, había escrito otra crónica para la siguiente edición, bautizando a Pamela Wisher con el sobrenombre de Ángel de Central Park South y pintando su muerte con tintes trágicos. Pero la verdadera genialidad había sido la idea de ofrecer una recompensa de cien mil dólares por cualquier información que ayudase a descubrir al asesino. Se le había ocurrido mientras redactaba el artículo. Presentándose de inmediato en el despacho del nuevo director del
Post,
Arnold Murray, le había mostrado el texto a medio escribir y expuesto la idea de la recompensa. El director, entusiasmado, la había autorizado en el acto sin consultar siquiera con el editor.
Ginny, la secretaria de redacción, se puso al teléfono notablemente agitada. Se habían producido ya veinte llamadas en relación con la recompensa, todas falsas.
—¿Y ya está? —repuso Smithback, desalentado.
—Bueno, también ha venido a verte un tipo… chocante, ¿sabes? —explicó atropelladamente la secretaria. Era baja y delgada, vivía en Ronkonkoma, y estaba colada por Smithback.
—¿Y?
—Vestía con harapos y olía fatal. ¡Dios mío, apenas podía respirarse a su lado! Y estaba como colocado o algo así, ¿sabes?
«Quizá sea un soplo útil», pensó Smithback con creciente optimismo.
—¿Qué quería?
—Ha dicho que tiene información sobre el asesinato de Pamela Wisher. Ha propuesto que te reúnas con él en el servicio de caballeros de la Penn Station.
A Smithback casi se le cayó el vaso.
—¿El servicio de caballeros? Es broma, ¿no?
—Sí, el servicio de caballeros. Eso es lo que él ha dicho. ¿Crees que se trata de un pervertido? —Ginny hablaba con manifiesto entusiasmo.
—¿En qué servicio de caballeros? —preguntó Smithback, y de inmediato oyó ruido de papel.
—Aquí lo tengo anotado. Extremo norte de la estación, nivel inferior, justo a la izquierda de la escalera mecánica de la vía 12. A las ocho de esta noche.
—¿Cuál era exactamente esa información?
—No ha dicho nada más.
—Gracias.
Smithback colgó y miró la hora en su reloj: las ocho menos cuarto. ¿El servicio de caballeros de la Penn Station? Tendría que estar loco o desesperado, pensó, para seguir una pista como ésa.
Smithback nunca había entrado en los servicios de la Penn Station. Ni siquiera conocía a nadie que hubiese puesto allí los pies. Al abrir la puerta de una amplia y calurosa sala que emanaba un hedor asfixiante de orina y diarrea rancia, pensó que preferiría mearse encima a usar los servicios de la estación.
Llegaba con cinco minutos de retraso. Probablemente ese fulano se ha marchado ya, supuso Smithback esperanzado. Eso si es que en realidad ha venido. Se disponía a escabullirse cuando oyó una voz cavernosa.
—¿William Smithback?
—¿Qué? —respondió, y echó un nervioso vistazo alrededor, escudriñando los vacíos servicios.
Al cabo de un instante vio descender dos piernas en el cubículo más alejado. La puerta se abrió. Un hombre demacrado y de corta estatura salió y se dirigió hacia él con paso vacilante. Tenía la cara sucia y la ropa oscurecida por la grasa y el polvo. El pelo, enredado y apelmazado, adoptaba alarmantes formas. Una barba de color indescriptible bajaba demediada hasta dos puntos simétricos cercanos a su ombligo, visible a través de un largo desgarrón en la camisa.
—¿William Smithback? —repitió el hombre, escrutándolo con ojos empañados.
—¿Quién iba a ser, si no?
Sin más explicaciones, el hombre se dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el fondo de los servicios. Se detuvo frente a la puerta abierta del último cubículo, se volvió y esperó.
—¿Tiene información para mí? —preguntó Smithback.
—Venga conmigo —dijo el hombre, y señaló hacia el cubículo.
—Ni hablar —contestó Smithback—. Si tiene algo que decirme, dígamelo aquí. No estoy dispuesto a meterme ahí con usted.
—Pero éste es el camino —insistió el hombre, señalando otra vez hacia el cubículo.
—El camino ¿adónde?
—Abajo.
Smithback se aproximó con precaución al cubículo. El hombre ya había entrado y se hallaba tras el inodoro, retirando una gran plancha de metal pintado que cubría un irregular agujero en la mugrienta pared de baldosas.
—¿Por ahí? —preguntó Smithback.
El hombre movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿Adónde se va?
—Abajo —repitió el hombre.
—No cuente conmigo —dijo Smithback, y retrocedió.
El hombre lo miró a los ojos.
—Tengo que llevarlo hasta Mephisto —anunció—. Quiere hablar con usted sobre el asesinato de esa chica. Sabe algo importante.
—¿Por quién me toma?
El hombre mantenía la vista fija en él.
—Confíe en mí —se limitó a decir.
Por alguna razón, pese a la mugre y los ojos de drogado, Smithback creyó a aquel individuo.
—¿Qué sabe?
—Tiene que hablar con Mephisto.
—¿Quién es ese Mephisto?
—Nuestro jefe —respondió el hombre, e hizo un gesto de indiferencia como si no fuese necesaria más presentación.
—¿Nuestro?
El hombre asintió con la cabeza.
—De la comunidad de la Ruta 666.
A pesar de sus dudas, Smithback sintió el cosquilleo de la curiosidad. ¿Una comunidad subterránea organizada? Eso por sí solo aumentaría la tirada del periódico. Y si además el tal Mephisto realmente sabía algo sobre el asesinato de Pamela Wisher…
—¿Dónde está exactamente esa comunidad de la Ruta 666? —preguntó.
—No puedo decírselo. Pero lo llevaré hasta allí.
—¿Y usted cómo se llama?
—Me conocen como Artillero —respondió el hombre con un destello de orgullo en la mirada.
—Oiga, por mí lo seguiría —dijo Smithback—, pero no querrá que me meta en ese agujero así sin más. Podrían tenderme una emboscada, asaltarme o vaya usted a saber.
El hombre movió la cabeza en un vehemente gesto de negación.
—Yo lo protegeré. Todo el mundo sabe que soy el principal mensajero de Mephisto. Conmigo estará a salvo.
Smithback lo miró fijamente: ojos legañosos, nariz húmeda, barba sucia de nigromante. Había ido hasta la redacción del
Post,
y ésa era una considerable complicación para alguien a todas luces indigente.
De pronto cobró forma en su mente la cara de suficiencia de Bryce Harriman. Lo imaginó frente al director del
Times
mientras éste le preguntaba por enésima vez cómo era posible que un periodistilla como Smithback se le hubiese adelantado.
Le gustó la imagen.
El hombre conocido como Artillero sostuvo la plancha de hojalata mientras Smithback entraba torpemente. Cuando estuvieron los dos dentro, volvió a colocarla en su sitio con sumo cuidado y cerró el hueco totalmente con unos ladrillos sueltos.
Smithback echó un vistazo alrededor y vio que se hallaban en un túnel largo y estrecho. Las tuberías del agua y el gas pasaban sobre sus cabezas como gruesas venas grises. El techo era bajo, pero no tanto como para impedir mantenerse erguido a un hombre de la estatura de Smithback. La luz vespertina penetraba por las rejillas cenitales, espaciadas a intervalos de cien metros.
El periodista siguió a la figura baja y encorvada que avanzaba ante él en la penumbra. De vez en cuando el estruendo de un tren cercano sacudía el espacio frío y húmedo que los envolvía; Smithback sentía el sonido más en los huesos que en los oídos.
Caminaron en dirección norte por lo que parecía un túnel interminable. Al cabo de diez o quince minutos cierta inquietud asaltó a Smithback.
—Disculpe —dijo—, pero ¿qué necesidad había de semejante paseo?
—Mephisto mantiene en secreto las entradas más próximas a nuestra comunidad.
Smithback asintió con la cabeza a la vez que esquivaba con un amplio rodeo el cuerpo hinchado de un perro muerto. No era extraño que la gente que vivía en aquellos túneles fuese un tanto paranoica, pero la situación empezaba a resultar ridícula. Por la distancia que habían recorrido, podían estar ya bajo el Central Park.
Pronto el túnel empezó a torcer suavemente a la derecha. Smithback distinguió una serie de puertas de acero en la maciza pared de hormigón. Caían gotas de agua de una ancha tubería con recubrimiento aislante. En su superficie se leía: PELIGRO: CONTIENE FIBRAS DE ALUMINIO. PROCURE NO LEVANTAR POLVO. RIESGO DE CÁNCER Y ENFERMEDADES PULMONARES. El Artillero se detuvo, extrajo de entre sus harapos una llave y la introdujo en la cerradura de la primera puerta.
—¿Cómo ha conseguido esa llave? —preguntó Smithback.
—En nuestra comunidad somos gente de recursos —respondió el hombre mientras abría la puerta y hacía pasar al periodista.
Al cerrarse la puerta, la negrura de la noche cayó súbitamente sobre Smithback. Cuando se dio cuenta de hasta qué punto dependía segundos antes de la tenue luz que se filtraba por las rejillas del techo, lo invadió un repentino pánico.
—¿No lleva linterna? —balbuceó.
Se produjo un chasquido y de pronto apareció la llama de una cerilla de madera. En la parpadeante claridad, Smithback vio unos peldaños de cemento que descendían hasta donde iluminaba la luz de la cerilla.
El Artillero sacudió la mano y la cerilla se apagó.
—¿Contento? —dijo la voz apagada y monótona.
—No —repuso Smithback al instante—. Encienda otra.
—Cuando sea necesario.
Smithback bajó a tientas por la escalera, con las palmas de las manos contra las paredes frías y resbaladizas. El descenso se le antojó interminable. De repente destelló otra cerilla, y Smithback vio que la escalera daba a un enorme túnel de ferrocarril; los raíles plateados reflejaban la anaranjada luz con mortecino resplandor.
—¿Dónde estamos? —quiso saber Smithback.
—En la vía 100 —contestó el hombre—. En el segundo nivel bajo tierra.
—¿Aún no hemos llegado?
Se extinguió la cerilla y reinó de nuevo la oscuridad.
—Sígame —indicó la voz—. Cuando le diga que pare, pare. Inmediatamente.
Se aventuraron a cruzar las vías. Tropezando con los raíles, Smithback necesitó un nuevo esfuerzo de voluntad para vencer el pánico.
—Alto —ordenó la voz. Smithback se detuvo a la vez que se encendía otra cerilla—. ¿Ve eso? —preguntó el Artillero, señalando una reluciente barra de metal junto a la que había pintada una raya amarilla—. Es un tercer raíl. Está electrificado. No lo pise.
La cerilla se apagó. Smithback oyó a su guía avanzar unos pasos en la cerrada y húmeda oscuridad.
—¡Encienda otra! —gritó.
Apareció la llama de una cerilla. Smithback dio una zancada sobre el tercer raíl.
—¿Hay más de ésos? —preguntó, señalando el raíl.
—Sí —respondió el Artillero—. Yo se los indicaré.
—¡Dios! —exclamó Smithback cuando se extinguió la lumbre—. ¿Qué ocurre si se pisan?
—La corriente hace estallar el cuerpo; revienta los brazos, las piernas, la cabeza —explicó la voz incorpórea. Tras un breve silencio, añadió—: No conviene pisarlos.
Llameó otra cerilla, iluminando nuevamente un raíl contiguo a una raya amarilla. Smithback pasó por encima con sumo cuidado y luego miró hacia donde el Artillero señalaba, un agujero de aproximadamente medio metro de altura y un metro de anchura abierto en la parte inferior de un viejo arco que había sido tapiado con hormigón ligero.
—Bajaremos por ahí —anunció el Artillero.
Del agujero salió una vaharada fétida y caliente, y Smithback no pudo contener las náuseas. Mezclado con aquel hedor, creyó percibir fugazmente un olor a leña quemada.