El relicario (2 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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Snow asintió con la cabeza. Los otros dos submarinistas habían contraído una «blasto» —blastomicosis, una infección provocada por ciertas especies de hongos que afectaba a los órganos internos— mientras rescataban el cadáver de un hombre acribillado a balazos del interior de una limusina caída al North River la semana anterior. Pese a los análisis de sangre semanales a que se sometían obligatoriamente para la detección precoz de parásitos, extrañas enfermedades arruinaban la salud de más de un submarinista todos los años.

—Si prefieres quedarte al margen por esta vez, no hay problema —prosiguió el sargento—. Puedes permanecer a bordo y ayudar con las cuerdas guía.

Snow observó a los otros submarinistas mientras se ceñían los cinturones de lastre, se subían las cremalleras de los trajes secos y echaban las cuerdas por la borda. Recordó la primera norma de la brigada: todos buceamos. Fernández, a la vez que afianzaba su cuerda a una cornamusa, se volvió hacia ellos y esbozó una mueca de suficiencia.

—Bucearé, señor —dijo Snow.

El sargento clavó en él la mirada por un largo momento.

—Recuerda las advertencias básicas del período de prácticas. Contrólate. Los buceadores tienden a contener la respiración la primera vez que se sumergen en este estercolero. No lo hagas; es la manera más rápida de acabar con una embolia. No debes dilatar el traje, así que respira acompasadamente, sin hinchar demasiado el pecho. Y sobre todo no sueltes la cuerda. En el lodo es fácil desorientarse y olvidar dónde está la superficie. Pierde la cuerda, y el próximo cadáver que bajemos a buscar será el tuyo. —Señaló la cuerda situada más cerca de la popa—. Tú usarás ésa.

Snow aguardó, regulando la respiración mientras le colocaban las gafas y se amarraban las cuerdas. Finalmente, tras una última comprobación, se dejó caer por la borda.

Pese al sofocante e incómodo traje, el agua le resultaba extraña. Densa y viscosa, no fluía con ímpetu en torno a sus orejas ni se arremolinaba entre sus dedos. Avanzar en ella representaba un notable esfuerzo, como nadar en aceite lubricante.

Asiéndose con fuerza a la cuerda, descendió un par de metros. La quilla de la lancha era ya invisible, oculta por una nube de pequeñas partículas en flotación. Escudriñó alrededor a través de la débil y verdusca luz. Justo frente a los ojos veía su propia mano enguantada sujeta a la cuerda. Algo más allá, atisbaba su otra mano, extendida, buscando a tientas en el agua. Entre ambas se mecían infinitas motas. Por debajo de sus pies veía sólo negrura. Sabía que en esa oscuridad, a sólo unos metros, se hallaba el techo de un mundo distinto: un mundo de lodo espeso y envolvente.

Por primera vez en su vida Snow tomó conciencia de hasta qué punto su sensación de seguridad dependía de la luz y el agua clara. En el golfo de California las aguas seguían siendo cristalinas aun a cincuenta metros de profundidad; allí la luz de la linterna le proporcionaba una sensación de libertad y espacio. Descendió otros dos o tres metros con la vista fija en la negrura que se extendía bajo él.

De pronto, en los límites de su visión, vio o creyó ver a través de las turbias corrientes una especie de neblina sólida, una superficie ondulante y veteada. Era la capa de sedimentos. Continuó sumergiéndose lentamente hacia ella, notando un nudo de aprensión en el estómago. Durante las prácticas el sargento les había advertido que a menudo los buceadores imaginaban cosas absurdas en las aguas espesas. En ocasiones resultaba difícil saber qué era real y qué ilusorio.

Tocó con un pie la extraña superficie flotante, la traspasó, y al instante se elevó en torno a él una densa nube, anulando por completo la visibilidad. Por un momento el pánico se adueñó de él. Manoteó desesperadamente para aferrarse con fuerza a la cuerda. A cada movimiento se formaban ante el cristal de sus gafas remolinos de líquido negro. Contuvo instintivamente el aliento, y se obligó a tomar aire con inspiraciones largas y acompasadas. «¿Qué estupidez es ésta? —pensó—. Mi primera auténtica inmersión en la policía, y parezco casi un inválido.» Permaneció inmóvil por unos segundos, esforzándose en controlar la respiración, en someterla de nuevo a un ritmo regular.

Lentamente descendió sujeto a la cuerda, economizando movimientos, procurando conservar la calma. Con cierta sorpresa notó que ya no importaba si tenía los ojos abiertos o cerrados. Su mente volvía una y otra vez a la espesa capa de lodo que lo aguardaba poco más abajo. Había
cosas
en aquel lodo, atrapadas como insectos en ámbar.

De pronto tuvo la impresión de tocar el fondo con los pies. Pero no se semejaba en nada a los lechos marinos que Snow conocía. Aquel fondo parecía en estado de descomposición; cedió bajo su peso con una repugnante textura gomosa y en cuestión de segundos le llegó hasta los tobillos, las rodillas, el pecho, engulléndolo como pegajosas arenas movedizas. Al cabo de un momento le cubría ya la cabeza, y sin embargo Snow seguía descendiendo, ahora más despacio, envuelto por aquel cieno que no veía pero cuya presión notaba contra el neopreno del traje seco. En torno a él oía las burbujas de sus propias exhalaciones, abriéndose paso hacia la superficie no con la rápida efervescencia a que estaba acostumbrado, sino con flatulenta lentitud. El lodo ofrecía más resistencia a medida que Snow bajaba. ¿Cuánto más debía sumergirse en aquella mierda?

Rastreó el espacio que lo rodeaba con la mano libre extendida como le habían enseñado, deslizándola entre el lodo. De vez en cuando tropezaba con algún objeto. En aquella oscuridad absoluta y con las manos protegidas por los gruesos guantes era difícil identificarlos: ramas, cigüeñales, alambre enmarañado… desechos de siglos atrapados en aquel cementerio de cieno.

Otros tres metros, y volvería a la superficie. Después de aquello ni siquiera el hijo de puta de Fernández se reiría de él.

De repente tocó algo con el brazo. Tiró del objeto y notó que se movía hacia él con una lenta resistencia que implicaba cierto peso. Se enrolló la cuerda en torno a la articulación del brazo para palparlo. Fuera lo que fuese, obviamente no se trataba de un paquete de heroína. Lo soltó y lo empujó para apartarlo.

El objeto giró en el gelatinoso remolino formado por las aletas de Snow y fue a topar contra él, golpeándole las gafas y aflojándole por un instante el regulador. Al recobrar el equilibrio, Snow buscó a tientas un sitio por donde agarrar el objeto para alejarlo de sí.

Tuvo la impresión de hundir las manos en una maraña. Una rama grande, quizá. Pero en algunas partes el objeto era inexplicablemente blando. Lo palpó detenidamente, notando sus superficies lisas, sus bultos redondeados, sus zonas flexibles. Súbitamente comprendió que tenía entre las manos un hueso. Mejor dicho, no uno sino varios, unidos entre sí por correosos tendones. Eran los restos semidescarnados de un animal, un caballo tal vez; pero siguió examinándolo y al cabo de un momento se dio cuenta de que sólo podían ser restos humanos.

Un esqueleto humano. Se esforzó por respirar con lentitud, por pensar de manera coherente. El sentido común y el aprendizaje realizado en el período de instrucción le decían que no podía dejarlo allí. Debía sacarlo a la superficie.

Snow pasó la cuerda por la pelvis del esqueleto y empezó a enrollarla en torno a los fémures lo mejor que pudo en medio del espeso lodo. Supuso que los huesos conservaban aún cartílago suficiente para mantenerlos unidos durante el ascenso. Nunca había intentado hacer un nudo en un oscuro cenagal con las manos enguantadas. Ése era un detalle que el sargento había omitido durante la instrucción básica.

Aunque Snow no había encontrado la heroína, aquello era un golpe de suerte. Sin duda se había tropezado con algo importante; un asesinato sin resolver, quizá. Fernández se quedaría de una pieza cuando se enterase.

Sin embargo, por alguna razón, Snow no sentía el menor entusiasmo. Su único deseo en esos momentos era salir de aquel lodazal cuanto antes.

Respiraba con un jadeo rápido y entrecortado, y ya no hacía el menor esfuerzo por controlarse. Sentía frío el traje, pero no podía dejar de dilatarlo. La cuerda se le resbaló, y volvió a intentarlo, manteniendo cerca el esqueleto para no perderlo. No podía apartar de su mente los metros de lodo que había sobre su cabeza, los sedimentos que se arremolinaban encima, el agua viscosa a través de la cual nunca penetraba el sol…

Por fin notó tensarse la cuerda, y en su garganta se formó un mudo gemido de agradecimiento. Se aseguraría de que el nudo era resistente y daría tres tirones a la cuerda para indicar que había encontrado algo. Luego ascendería guiándose por la cuerda, saldría de aquella negra pesadilla y subiría a bordo de la lancha. Más tarde, ya en tierra firme, se ducharía durante una hora y media, se emborracharía y pensaría en la posibilidad de volver a su anterior trabajo. Al fin y al cabo el submarinismo deportivo estaba en plena temporada. Comprobó la cuerda y la notó bien sujeta en torno a los huesos largos del cadáver. A continuación palpó las costillas y el esternón y pasó más cuerda por la caja torácica, afianzándola para que no se resbalase al izar el esqueleto a la superficie. Siguió explorándolo con los dedos y al llegar al extremo superior de la columna vertebral no halló más que lodo negro.

Faltaba la cabeza.
Instintivamente Snow dio un respingo y retiró la mano. De inmediato advirtió, presa de un súbito pánico, que había soltado la cuerda. Giró sobre sí mismo manoteando y se tropezó con algo: de nuevo el esqueleto. Se aferró a él desesperadamente, casi en un abrazo de alivio. Lo recorrió con las manos en busca de la cuerda, tratando de recordar dónde la había atado.

La cuerda no estaba. ¿Se había deshecho el nudo? No, era imposible. Manipulando bruscamente el esqueleto, intentó darle la vuelta, y de pronto notó que el tubo respirador se enganchaba en algo. Echó atrás la cabeza, de nuevo desorientado, y se le aflojaron las gafas. Una sustancia tibia y espesa empezó a resbalarle por la frente. Se sacudió para zafarse y notó que perdía las gafas. Al instante el lodo le inundó los ojos, le entró en la nariz y el oído izquierdo. Con creciente terror se dio cuenta de que se había enredado en un macabro abrazo con un
segundo
esqueleto. Y entonces se apoderó de él un pánico intenso, ciego, irracional.

En la cubierta de la lancha de la policía, el teniente D'Agosta observaba con distante interés mientras sacaban a la superficie al buceador novato. El muchacho era todo un espectáculo: agitando brazos y piernas, lanzando gritos incomprensibles ahogados parcialmente por el lodo, chorreando una sustancia ocre que teñía el agua de color chocolate. Debía de haberse soltado de la cuerda en algún punto, y tenía suerte, mucha suerte, de haber encontrado el camino de regreso a la superficie. D'Agosta aguardó pacientemente mientras subían a bordo al buceador histérico, le quitaban el traje, lo lavaban con las mangueras y lo tranquilizaban. Lo observó vomitar, y por la borda, advirtió con aprobación, no en la cubierta. Había hallado un esqueleto. Dos, al parecer. No era esa su misión, desde luego, pero no estaba mal para un principiante. D'Agosta decidió incluir una mención especial de sus méritos en el informe. Probablemente el chico se recuperaría de aquello si no le había penetrado en los pulmones parte de la inmundicia que le impregnaba la nariz y la boca; y si le había penetrado… en fin, actualmente hacían verdaderos milagros con los antibióticos.

El primer esqueleto, cuando asomó en la revuelta superficie, estaba aún por completo enlodado. Un buceador lo arrastró nadando de costado hasta la lancha de D'Agosta, lo envolvió en una red y trepó a bordo. A continuación el esqueleto fue izado, arañando el casco y goteando, y depositado sobre una lona a los pies de D'Agosta como una especie de siniestra pesca.

—¡Por Dios, podría haberlo limpiado un poco! —protestó D'Agosta con una mueca al percibir el olor a amoníaco. Fuera del agua el esqueleto estaba dentro de su jurisdicción, y no le habría importado en absoluto que volviese al lugar de donde provenía. Reparó en que donde debería haberse hallado el cráneo no había nada.

—¿Quiere que le pase la manguera, señor? —preguntó el buceador, alargando el brazo hacia la bomba.

—Pásesela usted primero —sugirió D'Agosta.

El buceador ofrecía un aspecto ridículo, con un condón colgando a un lado de la cabeza y la mugre escurriéndose por las piernas. Dos buceadores más subieron a bordo y tiraron con cuidado de una cuerda a la vez que un tercer buceador mantenía a flote el otro esqueleto con su mano libre. Cuando cayó en la cubierta y quienes se hallaban a bordo vieron que tampoco tenía cabeza, se impuso un tenso silencio. D'Agosta echó un vistazo al enorme paquete de heroína, también recuperado y a buen recaudo en una bolsa precintada. De pronto el paquete había perdido interés.

Chupó pensativamente el cigarro y recorrió la Cloaca con la vista. Su mirada fue a posarse en la vieja salida del colector lateral del West Side. Varias estalactitas, como pequeños dientes, pendían del techo. Aquél era uno de los mayores colectores de la ciudad, y en él se vertían las aguas residuales de prácticamente todo el alcantarillado del Upper West Side. Siempre que se registraban lluvias torrenciales en Manhattan, la planta depuradora del bajo Hudson no daba abasto y miles de litros de aguas residuales iban a parar sin tratamiento previo al colector lateral del West Side. Y de ahí directamente a la Cloaca.

D'Agosta tiró la colilla por la borda.

—Tendrán que ponerse otra vez en remojo —dijo, y expulsó ruidosamente el humo del cigarro—. Quiero esos cráneos.

2

Louis Padelsky, ayudante del forense de la ciudad de Nueva York, notó que el estómago le hacía ruidos y consultó el reloj. Se moría de hambre, casi literalmente. Estaba a régimen y llevaba tres días tomando sólo batidos. Ese mediodía por fin se echaría al cuerpo una comida de verdad: pollo frito. Se tocó el amplio vientre con la mano, apretando y sopesando, y llegó a la conclusión de que probablemente había disminuido. Sí, con toda seguridad había disminuido.

Tomó un sorbo de su quinto café de la mañana y echó un vistazo a la hoja de entradas. ¡Ah, por fin algo interesante, y no otra víctima de un tiroteo, un apuñalamiento o una sobredosis!

Las puertas de acero inoxidable de la sala de autopsias se abrieron de par en par, y la enfermera forense, Sheila Rocco, entró un cadáver pardusco en una camilla. Padelsky lo observó por un momento, desvió la vista y volvió a observarlo. Llamarlo «cadáver» no era del todo exacto, decidió. Aquellos restos tendidos en la camilla eran poco más que un esqueleto cubierto de jirones de carne. Padelsky arrugó la nariz.

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