El relicario (59 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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—¿Han oído eso? Son las cargas, las jodidas cargas.

Los agentes encargados de los diversos aparatos de comunicaciones respondieron con una salva de aplausos. Carlin miró a Hayward con expresión de perplejidad.

—¿Las cargas? —preguntó.

—Asombroso —dijo Hayward, encogiéndose de hombros—. ¿De qué se alegrarán tanto con el lío que hay montado?

Como por tácito acuerdo, los dos se volvieron hacia el Great Lawn. El espectáculo ejercía una incomprensible fascinación. Un estridente griterío se elevaba hacia ellos, una onda sonora de una fuerza casi física. Cada pocos segundos algún sonido sobresalía entre el clamor: un juramento, un alarido, un golpe de puño.

De pronto, al otro lado del Great Lawn, Hayward oyó una especie de suspiro, como si los cimientos de Manhattan empezasen a ceder. Al principio no consiguió localizar su procedencia. Luego advirtió que la superficie del Reservoir, generalmente quieta como una balsa de aceite, comenzaba a agitarse. Se formaron pequeñas olas de crestas blancas, y en el centro se inició un burbujeo.

En el centro de mando se hizo el silencio y todas las miradas se dirigieron al Reservoir.

—Olas —susurró Carlin—. En el Reservoir del Central Park. Increíble.

Se oyó un sonido gutural semejante a un eructo, seguido del estremecedor rugido de millones de litros de agua vertiéndose bajo Manhattan con extraordinaria fuerza. En el Great Lawn, desde donde el Reservoir no era visible, continuaba la algarada. Pero bajo el clamor de los alborotadores Hayward oyó, o más bien sintió, el rumor ahogado de una corriente mientras el sinfín de galerías y olvidados túneles recibía la embestida del agua.

—¡Aún es pronto! —exclamó Horlocker.

Ante la mirada de Hayward, la superficie del Reservoir empezó a descender, primero despacio, luego más rápidamente. En el resplandor de los focos y las fogatas, vio la pared curva del interior del Reservoir, y el agua borboteando contra ella por efecto del gran remolino central.

—Párate —susurró Horlocker.

El nivel siguió bajando inexorablemente.

—Por favor, párate —repitió Horlocker, mirando fijamente hacia el norte.

El Reservoir se desaguaba cada vez más deprisa, y Hayward vio descender la superficie por momentos, revelando más y más pared. De pronto el rumor de agua pareció desvanecerse y disminuyó la turbulencia. El agua se calmó y el descenso se hizo más lento. En el centro de mando el silencio era absoluto.

Hayward observó con atención mientras en el extremo norte del Reservoir empezaba a entrar agua con un ligero burbujeo. En cuestión de segundos, el fino chorro inicial creció y creció hasta convertirse en un impetuoso torrente.

—Hijos de puta —susurró Horlocker—. Lo han conseguido.

Con las salidas inferiores obstruidas, el Reservoir dejó de desaguarse. No obstante, siguió entrando agua procedente de los acuíferos de la parte alta del estado. Con un incesante borboteo, el nivel del agua fue en aumento. El remolino originado en el extremo norte del Reservoir se expandió hasta que dio la impresión de que toda la masa de agua se estremecía por efecto de alguna presión subterránea. El agua subió y subió hasta que por fin, tras temblar su superficie por unos instantes a ras del muro de contención, se desbordó.

—¡Dios! —exclamó Carlin—. Me parece que van a darse un baño.

La enorme riada empezó a extenderse por la oscuridad del parque, ahogando los sonidos de la algarada con su atronador rugido. Paralizada, contemplando la imponente visión, Hayward creyó hallarse ante una enorme bañera que alguien había dejado rebosar. Observó avanzar el agua, arrasando montículos, arrastrando tierra entre los árboles. Era como un gran río, pensó, apacible, poco profundo, pero imparable. Y no cabía la menor duda de hacia dónde se dirigía: la hondonada del Great Lawn.

Se produjo un momento de irresistible suspense mientras los alborotadores que ocupaban la explanada que se extendía bajo las murallas del castillo permanecían ajenos a la inminente avenida de agua. De pronto la riada surgió de entre los árboles al norte del Great Lawn, una resplandeciente franja negra que se llevaba por delante palos, hierbas y basura. Cuando alcanzó la periferia de la multitud, el fragor de la pelea cambió de tono y volumen. Una súbita incertidumbre asaltó a los alborotadores. Hayward vio a grupos de gente dispersarse, reunirse y volverse a dispersar. En unos segundos el agua cubrió todo el Great Lawn, y la ruidosa multitud corrió hacia los árboles, resbalando y chocando unos con otros en su desesperada huida hacia las salidas del parque.

Y el agua siguió avanzando, bordeando las pistas de béisbol, engullendo fogatas, derribando cubos de basura. Penetró en el teatro Delacorte con un ensordecedor gorgoteo, rodeó y finalmente devoró el Turtle Pond, y se arremolinó en torno a la base del propio Castillo de Belvedere, rompiendo contra las rocas con oscuros espumarajos. Por fin el rumor del agua empezó a decrecer. Cuando las aguas del lago recién creado se calmaron, se reflejaron en la superficie brillantes puntos de luz, cada vez más cuanto más quieta quedaba el agua, hasta parecer un inmenso espejo de estrellas.

El centro de mando permaneció en silencio aún por un largo momento, sobrecogido por el espectáculo. De pronto todos prorrumpieron en vítores, y las voces resonaron en las cámaras y torres del castillo, elevándose en el aire de la fresca noche veraniega.

—Ojalá mi padre hubiese podido verlo —comentó Hayward por encima del griterío, volviéndose a Carlin con una sonrisa en los labios—. Habría dicho que era como echar agua en una pelea de perros. Me juego lo que sea a que habría dicho eso.

64

El sol asomaba furtivamente sobre el Atlántico, y sus rayos lamían la costa arenosa de Long Island, se deslizaban sobre calas y puertos, pueblos y centros turísticos, evaporaban la humedad del asfalto. Más al oeste, el resplandeciente arco iluminaba las áreas cercanas de Nueva York, tiñendo brevemente de rosa pálido el gris amasijo de edificios. Siguiendo la eclíptica, los rayos herían las aguas del East River y luego bruñían las ventanas de diez mil edificios, convirtiéndolas en una efímera chispa, como si renovasen la ciudad con su luz y calor.

Bajo la tupida maraña de cables y vías de ferrocarril que cruzaban el estrecho canal conocido como río Humboldt, no penetraba la luz. Los bloques que se alzaban en las orillas, vacíos y grises como dientes cariados, eran demasiado numerosos y demasiado altos. A sus pies, la densa agua permanecía quieta, sin más movimiento que el temblor producido por los infrecuentes trenes que pasaban por el puente.

Mientras el sol seguía su inexorable curso hacia el oeste, un único rayo de luz atravesó oblicuamente el laberinto de madera y acero, rojo como la sangre al reflejarse en el hierro oxidado, tan repentino y penetrante como una herida de cuchillo. Se desvaneció tan deprisa como había aparecido, pero no sin antes iluminar una extraña visión: una figura enlodada y maltrecha, enroscada inmóvil sobre un estrecho saliente de ladrillo apenas a unos centímetros sobre el agua negra.

Volvieron la oscuridad y el silencio, y el fétido canal quedó de nuevo tan solitario como siempre. Al cabo de un momento su sueño se vio perturbado por segunda vez: un rumor grave sonó a lo lejos, se acercó en el gris amanecer, pasó por encima, siguió adelante y luego regresó. Y bajo ese rumor se oyó otro, aún más grave, más cercano. La superficie del canal se estremeció, como si volviese de mala gana a la vida.

En la proa del guardacostas se hallaba D'Agosta, rígido y alerta como un centinela.

—¡Allí está! —anunció a voz en grito, señalando a la oscura figura que yacía en el muro de contención. Se volvió hacia el piloto—. ¡Pida que retiren de ahí esos helicópteros! Agitan el agua y levantan los gases fétidos. Además, quizá tengamos que evacuarla en un helicóptero de los servicios médicos.

El piloto lanzó una ojeada a las altas y ruinosas fachadas y los puentes de acero, y una expresión de duda asomó a su rostro, pero no dijo nada.

Smithback corrió a la barandilla y miró hacia las sombras con los ojos entornados.

—¿Qué es este sitio? —preguntó, tirándose del cuello de la camisa para taparse la nariz.

—El río Humboldt —contestó D'Agosta lacónicamente. Se volvió hacia el piloto—. Acérquenos para que el médico le eche un vistazo.

Smithback se estiró y miró por encima de D'Agosta. Sabía que el teniente llevaba un traje marrón —siempre vestía trajes marrones—, pero en ese momento el color de la tela era irreconocible bajo la húmeda capa de barro, polvo, sangre y grasa. La brecha que tenía sobre el ojo era una irregular línea roja. Smithback vio al teniente enjugarse bruscamente la cara con la manga.

—Dios, que haya salido ilesa —susurró D'Agosta.

La lancha se aproximó al muro de contención, y el piloto dejó el motor en punto muerto. Al instante D'Agosta y el médico saltaron al saliente y se inclinaron sobre la figura tendida en el suelo. Pendergast se quedó en la popa, callado, con una intensa expresión en su cara pálida.

De pronto Margo se despertó con una sacudida y miró alrededor parpadeando. Intentó incorporarse, pero lanzó un gemido y se llevó la mano a la cabeza.

—¡Margo! —dijo D'Agosta—. Soy el teniente D'Agosta.

—No se mueva —aconsejó el médico, palpándole con suavidad el cuello.

Desoyendo su recomendación, Margo consiguió sentarse con considerable esfuerzo.

—¿Por qué han tardado tanto? —preguntó, y de repente la sacudió una tos ronca.

—¿Tiene algo roto? —preguntó el médico.

—Todo —respondió Margo con una mueca de dolor—. En realidad, la pierna izquierda, creo.

El médico se concentró en su pierna, cortando la pata de los vaqueros embarrados con mano diestra. Luego examinó por encima el resto de su cuerpo y dijo algo a D'Agosta.

—¡Está bien! —gritó D'Agosta—. Pida al helicóptero de los servicios médicos que se reúna con nosotros en el muelle.

—¿Y bien? —preguntó Margo—. ¿Dónde estaban?

—Nos ha desorientado una pista falsa —contestó Pendergast, ya a su lado—. Una de sus aletas ha aparecido en un depósito de sedimentación de la depuradora, en bastante mal estado. Nos temíamos… —Hizo una pausa—. En fin, hemos tardado un rato en decidirnos a comprobar todas las salidas secundarias del colector lateral del West Side.

—¿Tiene algo roto? —preguntó Smithback.

—Quizá algún hueso pequeño del tobillo —respondió el médico—. Bajemos la camilla.

Margo irguió el tronco.

—Creo que puedo prescindir…

—Obedezca al médico —dijo D'Agosta, frunciendo el ceño paternalmente.

Cuando la lancha, por su propio impulso, se arrimó al húmedo muro de ladrillo, Smithback y el piloto bajaron la camilla. A continuación Smithback saltó al saliente y ayudó a Margo a colocarse en la estrecha lona. Tuvieron que subirla a bordo entre tres. D'Agosta brincó a la cubierta detrás de Smithback y el médico e hizo una seña al piloto.

—Sáquenos de aquí cuanto antes.

Los motores diesel retumbaron, y el guardacostas se apartó del muro y surcó las aguas del canal. Margo se tendió con cuidado, apoyando la cabeza en un flotador. Smithback le limpió la cara y las manos con una toalla húmeda.

—¡Qué gusto! —susurró ella.

—En diez minutos estaremos en tierra firme —anunció Pendergast, sentándose junto a Margo—. Y en otros diez la tendremos en una cama de hospital.

Margo abrió la boca para protestar, pero Pendergast la obligó a callar con la mirada.

—Nuestro amigo el agente Snow nos ha puesto al corriente sobre algunos de los organismos que se desarrollan en el río Humboldt —dijo Pendergast—. Y créame, no le vendrá mal un reconocimiento a fondo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Margo. Cerró los ojos y se dejó arrullar por la vibración de los motores.

—Eso depende —contestó Pendergast—. ¿Usted qué recuerda?

—Recuerdo que nos hemos separado —dijo Margo—. La explosión…

—La explosión la ha arrastrado a un túnel de desagüe —explicó Pendergast—. Con la ayuda de Snow, nosotros hemos subido por el purgador y salido finalmente al Hudson. Supongo que usted ha ido a parar al colector que desagua en el río Humboldt.

—Por lo visto, ha seguido el mismo camino por el que las lluvias arrastraron a aquellos dos cadáveres —añadió D'Agosta.

Margo pareció adormilarse. Al cabo de un momento volvió a mover los labios.

—Frock…

Pendergast se apresuró a tocarle los labios con las yemas de los dedos.

—Más tarde —dijo—. Tendremos tiempo de sobra.

Margo negó con la cabeza.

—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —murmuró—. ¿Cómo pudo tomar esa droga, construir esa espeluznante cabaña?

—Resulta inquietante descubrir lo poco que uno conoce incluso a los amigos más íntimos —respondió Pendergast—. ¿Quién sabe qué deseos ocultos alimentan el fuego interior que los mantiene vivos? Era imposible imaginar hasta qué punto echaba en falta Frock la posibilidad de andar. Su arrogancia fue siempre obvia. Todos los grandes científicos son en extremo arrogantes. Debió de advertir que Kawakita había perfeccionado notablemente la droga a través de sucesivas etapas. Al fin y al cabo, la droga que consumió Kawakita era un versión posterior a la que había dado origen a los rugosos. Frock debía de sentirse muy seguro de su capacidad de corregir lo que Kawakita había pasado por alto. Intuyó las facultades curativas de la droga y explotó al límite esas facultades. Pero la versión final de la droga deformaba la mente mucho más de lo que sanaba el cuerpo. Y sus deseos más profundos, sus ansias más secretas, afloraron a la superficie, agrandados y distorsionados, y empezaron a regir sus actos. La cabaña es en sí la prueba última de esa degeneración. Quería ser dios…
su
dios, el dios de la evolución.

Margo hizo una mueca de consternación. Luego tomó aire, extendió los brazos a los costados y dejó que el balanceo de la lancha alejase aquellos pensamientos. Salieron de la Cloaca, atravesaron el Spuyten Dyvil, y los envolvió al aire limpio del Hudson. La débil luz del amanecer daba paso ya a un caluroso día de finales del verano. D'Agosta contempló en silencio la estela blanca del guardacostas.

Casualmente, Margo notó un bulto en su bolsillo. Metió la mano y sacó el sobre empapado que Mephisto le había entregado en el negro túnel no hacía muchas horas. Movida por la curiosidad, lo abrió. Contenía una breve nota, pero el mensaje había quedado reducido a borrones de tinta. La nota envolvía una fotografía en blanco y negro, deslavazada y arrugada. Mostraba a un niño en un patio polvoriento con una pequeña gorra de maquinista de tren, montado en un caballo de madera con ruedas. La cara regordeta sonreía a la cámara. Al fondo se veía una vieja caravana rodeada de cactus. Detrás de la caravana, a lo lejos, se alzaban unas montañas. Margo contempló por un momento la fotografía, viendo en aquella cara pequeña y feliz el espectro del hombre en que se convertiría. Volvió a guardarse con cuidado la fotografía y el sobre en el bolsillo.

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