El Reino de los Zombis (29 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Salvo por el viento, Jim no oía nada. Y entonces se oyó un pequeño crujido que parecía proceder del exterior de la valla.

Jim se encogió de repente y se inclinó hacia el hombretón.

—Baja y conecta la valla —le susurró.

Griz se puso pálido. Con todo lo grande que era, no era muy valiente. Siempre se había negado a ayudar a los otros en sus tareas en la selva de los muertos vivientes.

—¿Pero qué pasa? —preguntó mientras intentaba ver algo entre la niebla—. ¿Es que hay más de esas cosas ahí fuera?

—No lo sé, ¡tú corre!

Sin hacer más preguntas, Griz se precipitó a toda prisa, pero quedamente, por la escalera, y desapareció.

Jim volvió a clavar los ojos en la dirección de la que venía el ruido; era algo leve, apenas audible, como el lamento constante del motor de un avión a lo lejos.

Mick rodeó a Stan Woods sin saber muy bien si debía abalanzarse sobre él y aporrearle sin piedad la cara con los puños o quizá esperar una excusa.

—¡Esto es indignante! —exclamó el alcalde.

Mick lo levantó de la silla de un tirón y lo arrojó contra la pared como a una muñeca de trapo.

—¡Serás egoísta, hijo de puta! —le escupió Mick—. ¡Te voy a matar!

Detuvo el puño levantado porque oyó a Amanda.

—Eso no va a servir de mucho, Mick. No cambiará nada.

—¡Pero a mí me va a hacer sentir mucho mejor, joder!

—Tiene una esposa y un hijo.

—Estarán mucho mejor sin él.

—Suéltalo, Mick —le ordenó Amanda—. Hay celdas de sobra. Vamos a encerrarlo en una. No podrá hacer nada enclaustrado en una celda.

Mick se contuvo por un momento, incapaz de encontrar alivio para la rabia que había acumulado. Relajó el puño y de mala gana se conformó con darle una fuerte bofetada en la cara al alcalde antes de soltar a aquel cabrón que no dejaba de gimotear. Lo único que Mick odiaba más que a un ladrón era a uno que robara a expensas de personas inocentes y necesitadas. Stan Woods era todo eso y mucho más.

Le hizo un gesto al guardia para que se llevara a aquel canalla a una celda, y en ese momento sonó la alarma fuera.

—Algo pasa —dijo Mick—. Jim nunca usaría esa alarma sin una buena razón. Va a despertar a los muertos de varios kilómetros a la redonda.

Capítulo 60

Mick atravesó las puertas como un rayo y salió al patio con Amanda pisándole los talones. Uno de los reflectores apuntaba al sur de la valla. Jim bajaba corriendo la escalera de la torre y tomaba posiciones en medio del patio. Griz salió como un rayo de la garita y resbaló en la hierba embarrada varias veces antes de llegar junto a él.

—¡Ya está conectada! —jadeó—. Si intentan meterse por ahí, serán zombis a la brasa.

—Entonces apaga la sirena de alarma. Me está poniendo de los nervios y hace demasiado ruido —dijo Jim sin dejar de vigilar la valla—. Hay un interruptor junto al de la electricidad. Debía de estar programado para sonar cuando se conectara la valla.

La luz del reflector atravesaba la niebla lo suficiente como para iluminar una zona de casi cien metros. Seguía sin haber señal alguna de movimiento. Los guardias que estaban durmiendo se despertaron con la alarma y salieron corriendo, medio dormidos, del edificio principal, junto con muchos otros.

Mick vio a Jim y se apresuró a acercarse a él. No conseguía ver nada entre la niebla, pero si su amigo creía que había razones para preocuparse, no pensaba cuestionarlo.

—¿Qué y cuántos, Jim?

—No lo sé. Sigo sin ver nada, pero hay algo, o alguien, ahí fuera.

—¿Zombis?

—Quizá. Que suban algunos de los chicos a las otras torres. Quiero todas las luces encendidas. Dile a todo el mundo que no se acerque a la valla, está conectada.

Jim se aproximó con sigilo a la cerca para echar un vistazo más preciso, las luces se fueron encendiendo una a una e inundaron esa misma zona. Seguía sin haber señal de nada ni de nadie. Jim estaba empezando a creer que se había equivocado, que lo había engañado su propio cansancio. Entonces surgió una figura solitaria entre la bruma, delante de la valla. Vestía una larga túnica negra y permaneció allí en silencio antes de levantar una mano y luego hablar.

El reverendo Peterson evaluó la situación. No había conseguido sorprenderlos en absoluto, pero aún no lo había perdido todo. Estaba preparado para esa contingencia. En ese mismo momento el plan alternativo se había puesto en marcha. Le llevaría más tiempo alcanzar su objetivo, pero el resultado seguiría siendo el mismo: la muerte de aquellos maléficos necios que permitían que Satán los apartara de la Verdad. La victoria sería suya, alcanzada entre sus propias filas. De pie entre ellos, vería cómo les rebanaban la garganta a todos.

Peterson estudió al hombre que tenía delante. Era un tipo alto, de aspecto audaz y con un rostro fuerte, era obvio que tenía las cosas claras y que era un arrogante. Ese tendría que morir. Estaba muy claro que ese no iba a seguir a nadie.

—Solicitamos que nos dejen entrar —dijo el predicador en el tono más solemne que pudo.

—¿Solicitamos? —preguntó Jim—. ¿Cuántos lo solicitan?

—Somos diez —mintió el predicador—. Por favor, ¿podemos entrar?

Jim lo estudió. ¿Por qué desconfiaba de un hombre al que no había visto jamás hasta ese momento? ¿Había un peligro real? ¿O solo era que la noche le estaba jugando una mala pasada a su desazonada mente? En cualquier caso eran supervivientes que necesitaban ayuda. No podía negársela.

Dio unos pasos atrás hasta donde Mick estaba escuchando. Por alguna razón que desconocía, Jim seguía sin estar convencido de las intenciones de aquel hombre. Necesitaba la ayuda de su compañero.

Mick tenía la misma expresión inquieta en la cara cuando Jim le pidió su opinión. Él también estaba intranquilo.

Jim examinó al grupo que se apiñaba alrededor de la puerta principal. Tenían frío, estaban mojados y nerviosos. Ninguno parecía muy cómodo con aquella situación. Todos parecían preocupados por el inesperado giro de los acontecimientos, todo el mundo salvo el hombre de la valla.

Aquel no mostraba ningún signo de intranquilidad ni desasosiego y sus palabras no parecían demasiado sinceras. Había algo oscuro y perturbador en él. ¿Dónde estaban los otros, los que se suponía que tenían que estar con él?

Jim esperó todo el tiempo que pudo. Había que tomar una decisión ya.

Felicia apareció de repente en la puerta atestada de gente.

—¡No, Mick! ¡No los dejes entrar! —La chica corrió a toda velocidad hacia Jim y Mick. Sostenía un trozo de papel en alto y gritaba—. ¡Son ellos! ¡Son ellos!

Sin aliento, le metió el papel en la mano a Mick.

—¡No puedes permitirles entrar aquí! ¡Es ese, el lobo con piel de cordero!

Mick le echó un vistazo al papel. Era un retrato del desconocido. Lo habían dibujado a mano, perfecto en cada detalle. Nadie salvo Izzy poseía el talento necesario para hacer semejante obra.

—Izzy lo hizo anoche, Mick, anoche, antes de que llegara ese hombre. Yo tuve un mal presentimiento ¡pero ella lo sabía!

Mick recordó las advertencias de Felicia, los sueños que había tenido. Aquel extraño sexto sentido ya no se limitaba a ella. Hasta Jim y él habían presentido algo. Algo peligroso estaba ocurriendo.

Mick se volvió para mirar otra vez al hombre.

—No puedo dejarlo entrar, señor. Quizá mañana pueda…

Interrumpió sus palabras un repentino estallido de cólera del predicador.

—¡Ahora has hecho caer sobre ti la ira de Dios! ¡Sobre todos vosotros! ¡Y tú, bruja, serás la primera en ser juzgada por tus pecados!

Varios disparos atravesaron la niebla y las balas pasaron silbando la valla metálica. Felicia sintió un dolor agudo e intenso cuando la alcanzó uno de los disparos y la tiró hacia atrás. Los pocos guardias a los que se les había ocurrido llevar sus armas con ellos cuando sonó la alarma dispararon a ciegas hacia la oscuridad. Otros se escabulleron en busca de refugio o fueron a buscar sus armas.

Mick le tendió los brazos a Felicia, que se había caído a su lado. Para horror del hombre, vio que ella se sujetaba el pecho. Mick se echó de inmediato sobre ella para protegerla de las balas que volaban a su alrededor.

—¡Felicia! ¡Dios mío! ¡Estás herida!

—Estoy bien —le dijo la joven a pesar del dolor—. No me pasará nada.

Mick levantó a Felicia y salió corriendo hacia la puerta de la cárcel. Sharon Darney cogió a la joven de entre sus brazos.

—Yo me encargo, Mick. Ve a ayudar a los otros. Me ocuparé de ella.

Mick era incapaz de decidirse. ¿Debería dejar a Felicia o no?

—¡Vete! —lo alentó Felicia—. Solo es un arañazo. Estoy bien.

Con todo, Mick dudó. Cogió la mano de Felicia y posó los labios en aquellos dedos largos y delgados que había llegado a conocer tan bien.

—De acuerdo, me voy. —Se inclinó sobre ella y le rozó con suavidad los labios con los suyos—. Me ha llevado treinta años entregarle mi corazón a alguien. No se te ocurra dejarme ahora. Tienes que aguantar por mí. No tardaré en volver.

Se dio la vuelta y se precipitó hacia la puerta para meterse de nuevo en la refriega del patio antes de que sus emociones lo abrumaran por completo. Se ocuparía de que aquel hombre, y todos y cada uno de los cabrones que lo acompañaban, pagaran por lo que habían hecho.

Jim salió disparado entre la niebla como una aparición y se detuvo delante de Mick.

—Esto es la guerra. ¿Estás listo?

—¡A por esos hijos de puta, Jim! ¡Mátalos a todos! ¡Maldita sea! ¡Mátalos a todos!

Jim cogió la AK-47 que llevaba al hombro y desapareció entre la multitud aterrada.

Los guardias disparaban a ciegas entre la niebla contra el perímetro. Jim y Griz estaban detrás de un muro de cemento que les llegaba a la cintura. Cada pocos segundos, cuando se veía un destello de un arma enemiga, ellos apuntaban y disparaban. A veces oían gritos cuando las balas daban en el blanco, pero la mayor parte de las veces no acertaban. Jim siguió disparando contra cualquier cosa que se moviera al otro lado de la valla. Derribó a varios de los intrusos cuando se metieron sin querer en el círculo iluminado.

El rumor bajo de un motor fue creciendo poco a poco. Jim ya podía oírlo bien, incluso por encima de los estallidos secos del tiroteo. Se escabulló por detrás del muro y se puso a cubierto detrás de un barril. Le prestó atención entonces al sonido creciente. Fue aumentando hasta que comenzó a parecerse mucho al rugido de un tren de mercancías. La dirección no estaba clara, pero parecía rodearlos por completo.

Y entonces un gran estallido partió la noche. Mezclado con el rugido, se oía algo retorciendo y arrancando la valla metálica. Algo estaba haciendo trizas la valla exterior. Los invasores podían forzar esa valla, pero les resultaría mucho más difícil atravesar la valla interior, la que estaba electrificada. Necesitaba ver lo que estaba pasando.

Hubo entonces una explosión de chispas azules. Alguien que había atravesado la valla exterior había chocado sin querer con la interior y, por arrimarse donde no debía, la electricidad lo había dejado frito.

Jim lanzó una sonrisita de satisfacción momentánea cuando vio las chispas que bailaban en el aire. Uno menos del que preocuparse, pensó.

Y entonces la espantosa realidad le dio en la cara.

Las chispas azules explotaron por todas partes. Eran lo bastante brillantes como para iluminar una zona entera. Jim hundió los hombros, desesperado. El tiroteo se detuvo cuando todo el mundo se quedó inmóvil al ver el espectáculo que se exponía ante ellos.

Las caras de los muertos se apretaban contra la valla en todas direcciones. Cada centímetro de valla tenía una cara pegada. El gemido monótono que habían confundido con un motor lejano era en realidad el coro de los muertos vivientes. Había, literalmente, un mar de miles de cadáveres ambulantes cuyo final nadie alcanzaba a ver.

La primera fila de criaturas se electrocutó contra la valla. Cuando se quemaban y caían, otros ocupaban su lugar y terminaban achicharrados.

Jim evaluó la situación, su mente trabajaba a una velocidad casi audible. La valla no tardaría en sufrir un cortocircuito y averiarse por culpa de la sobrecarga. Se quedarían indefensos por completo. Entonces recordó los tres autobuses aparcados junto al edificio principal. Aún estaban a tiempo.

Capítulo 61

El reverendo Peterson estaba rodeado. No era así como su Padre había planeado que terminara. No a manos de esos demonios. Ellos eran jueces, los jueces de Dios, y a él no lo iban a juzgar. Había hecho todo lo que se esperaba de él y sin embargo, allí estaba, sin modo de escapar cuando las criaturas se acercaron. ¿Cabía la posibilidad de que se salvase en el último momento, de que aquello fuera una prueba de fe? ¿Lo elevarían a los cielos antes de que los monstruos lo agarraran? Sí, tenía que ser eso. No maldigas a Dios ahora, pensó. Te salvarás.

Pero sus pies no abandonaron el suelo y tampoco vio llegar el resplandor de Dios para salvarlo. En su lugar, sintió las manos frías y los dientes duros y desgarradores de los muertos que se acercaban para devorarlo.

Los monstruos tiraron y le arrancaron la piel, pudo ver sus rostros putrefactos levantados para mirarlo mientras separaban grandes trozos con cada mordisco. El predicador chilló de dolor y observó, horrorizado, que le masticaban el brazo izquierdo y se lo separaban del resto del cuerpo. Varias criaturas se pelearon con avidez por el botín de su extremidad.

Una voz conocida resonó con fuerza en su cabeza. Ven al infierno, mocoso. Recibirás todas las palizas que se te deben. Ven al infierno, dijo la voz de su padre terrenal. No estaba arañando la tapa de su ataúd, no lo atormentaba la sed de carne humana. ¡Estaba esperando pacientemente en el infierno por su hijo!

Un recuerdo reprimido invadió la mente del predicador cuando cayó bajo una horda de demonios frenéticos. Recordó el día, mucho tiempo atrás, en el que su padre se agarró el pecho y cayó víctima de su destino, en ese momento le tendió los brazos y le rogó que le trajera la medicina del corazón que le salvaría la vida. Podría habérsela llevado, pero no lo hizo, sino que vio morir a su padre.

—¡Oh! Las palizas serán muy duras —exclamó el predicador con tono lastimoso—. ¡No! ¡No era así como tenía que ser!

Otra pútrida criatura se abalanzó sobre los demás para ayudar a despedazarlo miembro a miembro. Después se separaron para consumir su horrendo almuerzo.

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