El Reino de los Zombis (24 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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—¿Ha llegado el fin? —preguntó Felicia.

—¿Te refieres al día del Juicio Final?

—Sí.

—En cierto modo. Nos están juzgando a todos, a los vivos y a los muertos. ¡Pero cuidado! Un apóstol del mal se acerca a ti, Felicia, un apóstol que ha sido juzgado y sentenciado. Vendrá con aspecto de cordero, pero es un lobo. No permitas que entre en tu rebaño. Es uno de muchos. Hay más como él. No dejes que te engañe. Lo hará si puede.

—¿Por qué está ocurriendo?

—El odio ha consumido la tierra. Lo que se está destruyendo en realidad es el odio, se lo está llevando su propia rabia.

La habitación comenzó a girar y oscurecerse y Felicia se sujetó con fuerza al respaldo de la silla para evitar caerse. La voz de su abuela empezó a desvanecerse a medida que el mundo de sueños se esfumaba.

—Ahora tengo que irme, Felicia, pero siempre estaré cerca… siempre estaré cerca… siempre estaré…

Felicia intentó con desesperación aferrarse al mundo en el que se hallaba, un mundo de belleza y seguridad, un mundo en el que el dolor y la muerte no significaban nada. Pero sus manos eran frágiles. Cuanto más se aferraba a aquella realidad, más deprisa se desvanecía en la oscuridad, hasta que desapareció.

Despertó con lágrimas resbalándole por las mejillas. Contuvo los sollozos al abrir los ojos al mundo real y vio su reflejo en los ojos azules y llenos de lágrimas que se habían clavado en ella.

Isabelle estiró un brazo y secó en silencio las lágrimas de la cara de Felicia.

Mick entró en la garita que había junto a la valla interior. Habían montado allí el equipo de radio para que el vigilante que estuviera de guardia pudiera mantenerlo siempre todo controlado.

Pete Wells, un hombre mayor, de unos sesenta años, se había sentado ante la radio con la oreja pegada a uno de los altavoces y escuchaba un flujo constante de crujidos.

—¿Cómo va eso? —preguntó Mick—. ¿Algo nuevo?

—Aún no, Mick; todavía la misma mierda de siempre. Una señal débil oculta tras toneladas de electricidad estática.

—Maldita sea. Tiene que haber otros ahí fuera, por alguna parte.

—Si los hay, no tienen radio o están demasiado lejos. También he conseguido, al fin, hacer funcionar esa antena parabólica, pero tampoco capto nada con ella. Estoy empezando a creer que quizá solo quedemos nosotros.

Mick le echó un vistazo a la carretera. Los árboles habían perdido las hojas. Empezaba a llegar el invierno. La desolación del paisaje y el color gris del cielo tampoco contribuían a animarlo. Se acercaban las fiestas, pero eso tampoco importaba ya. Ese año no había nada que celebrar. Le sorprendió haberlo pensado siquiera. Era la cosa menos importante en la que podía pensar en ese momento.

—Avísame si cambia algo —dijo Mick antes de salir.

El patio de la prisión estaba tranquilo. No había aparecido ninguna criatura en un par de días. Mick pensó que tal vez al fin estaban a salvo. Siempre que tuvieran cuidado y racionaran la comida, podría funcionar. No había razón para pensar lo contrario. Haría falta prácticamente un ejército de esos monstruos para comprometer el perímetro.

Con esa idea en mente se relajó un poco y se volvió hacia la estructura principal. Jim, que se había acercado por detrás, lo sobresaltó. La repentina sorpresa fue suficiente para arrebatarle a Mick aquella momentánea sensación de seguridad.

—Perdona, no quería asustarte, Mick.

Este respiró hondo y flexionó el cuello a cada uno de los lados de los hombros para aliviar parte de la tensión. Después le dedicó a Jim una pequeña sonrisa.

—No pasa nada, solo estaba echando un vistazo por ahí.

—Aquí vamos a estar a salvo, ¿no crees?

—Nos irá bien —dijo Mick y echó a andar hacia el edificio—. Siempre que no nos movamos de aquí.

—Me temo que no puedo prometértelo.

Mick se detuvo y miró a Jim.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué pasa?

—Tengo que ir a Winchester a por unas cuantas cosas.

Mick estudió a su amigo por un momento. Al parecer, no le temía a nada. O al menos no se le notaba en la cara. Si acaso, a Mick le dio la sensación de que estaba deseando una dosis de acción.

—A saber qué tendrás en mente, Jim. ¿Qué es eso tan importante para que tengas que arriesgarte tanto?

—La doctora necesita cierto equipo para poder continuar con su investigación en busca de una solución a este desastre.

—¿Pero qué va a hacer ella para detener lo que ha pasado?

—No lo sé. Quizá nada. Pero creo que tenemos que intentarlo, aunque no salga nada bueno de esto.

—No voy a tratar de detenerte. De todos modos te saldrás con la tuya. Ya sabes de qué va la cosa. Aun así, ten mucho cuidado.

Capítulo 43

Era inútil. Sharon no podía seguir haciendo su trabajo sin el equipo necesario. No había forma de combatir algo que no podía ver. El microscopio que tenía en la mesa jamás ampliaría el organismo lo suficiente como para que fuera visible. Si no podía verlo, no podía matarlo. Indignada, cerró de golpe el portátil y empezó a pasearse.

—No deje que esto la derrote —dijo el doctor Brine mientras sorbía el último trago de café de la taza—. No hay ningún bicho nuevo, ni radiaciones, ni nada más hecho por el hombre —dijo con toda tranquilidad—. Esto es obra de Dios.

El doctor se llevó la taza a los labios para tomar otro sorbo y frunció el ceño al ver el recipiente vacío.

—O puede que sea cosa del diablo. En cualquier caso, arreglarlo está fuera de nuestro alcance. Esperemos aguantar hasta que acabe, es lo único que podemos hacer.

—Pues yo no pienso aceptarlo —dijo Sharon—. Tiene que haber una razón lógica.

—Ese es el problema con vosotros, los jóvenes estudiosos de hoy en día; todo tiene que ser lógico. ¡Bueno, pues a la mierda con la lógica! ¿Desde cuándo la lógica tiene algo que ver con esto?

—La lógica tiene todo que ver con esto —argumentó Sharon—. Los problemas tienen que tener una solución lógica. Cuando te muerden, te mueres. Y te mueres porque el virus infecta tu cuerpo y convierte tus órganos en puré de inmediato. ¡Una respuesta lógica!

Lo que todavía soy incapaz de entender es por qué el cadáver muerto revive después de morir, o por qué ansía carne humana. Pero eso también tiene que tener una respuesta, una respuesta lógica. Y la encontraré.

El doctor Brine dio unos golpecitos en el suelo con su bastón. No se explicaba por qué a la doctora le resultaba tan difícil aceptar la existencia de un fenómeno sobrenatural. A lo largo de los años él se había encontrado con que las cosas no siempre tenían una explicación lógica y normal. Y esta… esta no estaba destinada a entenderse, así de simple.

—¿Quiere respuestas? —dijo—. Le daré respuestas. Atacan y muerden, pero pocas veces devoran a su víctima. Están intentando reproducirse del único modo que pueden, es decir, multiplicando el número de los que son como ellos. Todos aquellos a los que muerden, se mueren y se convierten en seres como ellos. Es la única forma que conocen. En cuanto a por qué vuelven, será mejor que le rece a Dios para que le dé una respuesta. Creo que Él es el único que puede decírselo.

Sharon dejó de desechar las divagaciones del anciano médico y pensó en lo que había dicho. ¿Procreación? ¿Era su forma de perpetuar la especie? ¿Podría ser esa la respuesta?

—Pero también atacan a otros animales vivos —dijo Sharon.

—Sí, así es —asintió el doctor Brine—. El perro prefiere perro, pero se conforma casi con lo que sea cuando la necesidad aprieta.

Capítulo 44

El predicador se sentó en una colina lejana y observó. Parecían estar a salvo detrás de la alta valla de la prisión y de las ventanas con barrotes, o al menos eso parecía. A salvo y con toda probabilidad bien alimentados. La mayor parte de las veces las partidas de caza que enviaba al bosque en busca de presas frescas regresaban con las manos vacías. Sus seguidores estaban cada vez más descontentos. Había que hacer algo pronto.

El cartel del sitio de Riverton había sido un bonito detalle. Le había ahorrado las molestias de buscarlos. Pero cuando los había encontrado, resultaba que estaban bien defendidos. Pero da igual, pensó. Dios está de mi lado.

Un veinteañero se acercó al pastor y se sentó. Estaba delgado y sin afeitar, y la ropa le colgaba suelta del cuerpo desnutrido. Las mejillas hundidas y los círculos oscuros bajo los ojos le daban un aspecto que podría confundirse con toda facilidad con el de uno de los muertos vivientes si no fuera por sus movimientos ágiles. Los gruñidos del estómago del muchacho iban en aumento con cada minuto que pasaba y cada día estaba más débil. Se quedó mirando el campamento, esperando con impaciencia una comida. No les darían alimentos sin más, tendrían que luchar por ellos, eso era lo que les había dicho el predicador. Les había dicho lo codiciosas y egoístas que eran esas personas, que su destrucción era inevitable.

Al principio luchó contra la idea de matar a seres humanos vivos, a personas normales y corrientes, pero el hambre lo ayudó a decantarse por el razonamiento del predicador. Esas personas debían de ser malas de verdad, como le habían dicho, y había que destruir el mal. Los destruirían y tomarían lo que era suyo por derecho, como era intención de Dios y del padre Peterson.

Peterson estudió el campamento con los prismáticos y asimiló todos y cada uno de los detalles. Torres de guardia, todas con un vigilante. Vallas metálicas de tres o cuatro metros de altura; había dos y rodeaban el campamento. Tendrían que abrirse camino cortándolas. Sí, sería difícil, pero seguro que Dios guiaría sus manos y daría fuerzas a sus elegidos.

—¿Cuándo? —preguntó el joven—. ¿Cuándo lo hacemos?

El predicador bajó los prismáticos.

—Por la noche. Cuanto más oscuro, mejor.

Capítulo 45

Matt arrojó los suministros a la parte trasera de la camioneta y después se limpió el sudor de la brillante frente y se apoyó en el guardabarros. Por fin había recuperado las fuerzas, al menos en gran parte, pero las cajas de municiones y de herramientas seguían pesando mucho. Se agachó para coger otra caja.

Chuck encendió otro cigarrillo, el tercero en menos de media hora. Echó la cabeza hacia atrás al exhalar y saboreó el humo. Su intención obvia era evitar cualquier cosa que se pareciera vagamente al trabajo.

—Oye, vosotros sudáis mucho, ¿no? —dijo Chuck.

—¿Qué? —preguntó Matt, al que no le había pasado desapercibido el estereotipo racial.

—¿Qué pasa? ¿Tenéis la piel negra y por eso sufrís más el calor? —Chuck dio otra profunda calada—. ¿Qué es lo que os hace oler peor?

Matt se apartó del guardabarros y se acercó adonde se encontraba Chuck; se alzaba sus buenos quince centímetros sobre él.

—¡Serás hijo de puta! —se burló—. ¡Intenta trabajar un poco y ya verás como tú también sudas, no te jode! ¡Y hablando de olores, creo que huelo a sangre de paleto que fuma como un carretero! ¡Seguro que tu padre y tu madre son primos carnales!

Chuck miró a Matt. Su intención había sido despertar en él alguna reacción, pero no que esta fuera violenta. Lo único que quería era que Matt lo mandara a la mierda y así poder evitar el tedioso trabajo manual.

—No te sulfures, grandullón, que solo estaba de coña. Yo no pretendía faltarle al respeto a tu gente.

—¿Mi gente? ¡Mi gente son los americanos decentes, trabajadores y temerosos de Dios! O lo eran hasta que pasó toda esta mierda. —Matt hizo una pausa para no perder los papeles—. ¿Qué te parece eso, cabrón ignorante?

Chuck miró a Matt, por un momento se había quedado pasmado ante la diatriba del hombretón.

—Y antes de que contestes —le aconsejó Matt—, te diré que este sería un buen momento para no abrir esa bocaza intolerante y estúpida.

—¿Te refieres a que en boca cerrada no entran moscas? —sonrió Chuck con la esperanza de rebajar la tensión.

—¡Exacto!

—Lo tendré en cuenta —dijo Chuck al tiempo que daba otra calada—. Lo siento, tío, de verdad que no hablaba en serio.

Matt se relajó.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer hoy? —preguntó. Si todo aquel asunto de los zombis le había enseñado algo, era que la vida era demasiado corta para desperdiciarla en chorradas.

—Nos vamos a Winchester a buscar unas cosas para la nueva médica.

—¿A Winchester en esta camioneta? ¿Y qué cosas? Yo no pienso ir a Winchester. Ese sitio va a estar bien jodido. No queremos ir allí.

—Todo irá bien —dijo Chuck—. Esos bichos no pueden meterse dentro de la furgoneta.

—Ya, y nosotros no podremos salir. La ciudad va a estar plagada de ellos. Yo no voy —dijo Matt mientras se volvía hacia la prisión.

—Vale, tú mismo. Jim y yo lo haremos solos.

Matt se detuvo, pero no se dio la vuelta de inmediato. Se quedó mirando más allá de las torres, a las estribaciones que quedaban a lo lejos. Parecían tan relajantes, tan normales. Podía irse tranquilamente, subir por las pistas que llevaban a los picos más altos de la montaña y acampar allí hasta que se acabara todo aquel follón. Pero las palabras de Chuck lo habían hecho sentirse culpable. ¿Y si iban solos y los mataban únicamente porque necesitaban un par de manos más para salir de una situación complicada? Sería culpa suya. No pensaba vivir con eso en su conciencia. Chuck no sería una gran pérdida, pero no podría vivir con los remordimientos si le pasaba algo a Jim. Tendría que ir. Además, la presencia de Jim lo hacía sentirse mucho mejor.

—Está bien, voy —dijo Matt; giró en redondo y miró a Chuck—. Pero más te vale que no me muerdan porque entonces pienso morderte a ti. ¿Entendido?

Chuck se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo.

—¿De verdad crees que encontrarás las respuestas que estás buscando? —le preguntó a Sharon.

—Yo no creo en la brujería, Jim.

—Pues quizá deberías.

—Hay una razón lógica y, si vivo lo suficiente, la encontraré.

—¿Así que todavía no sabes nada?

—Sé un poco.

—¿Y qué es?

Sharon abrió el portátil y la pantalla cobró vida. La doctora introdujo unas cuantas órdenes, apareció la información que estaba buscando y giró la pantalla hacia Jim.

—Encontré un organismo extraño que creo que es la causa. No fue nada fácil de hallar, pero lo hice.

—Parece un renacuajo negro y maligno —dijo Jim, que había entrecerrado los ojos para percibir la imagen digitalizada del culpable.

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