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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (19 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—Es evidente que existen distinciones. ¿No consideras importante distinguir entre los matasanos callejeros y los que poseemos formación académica y conocimiento de los libros, lo cual nos cualifica para administrar la curación adecuada mediante las plantas y la magia? —resopló.

—Me intrigan esos libros —dije.

—Puede que te intriguen, pero son libros secretos, esa es la cuestión.

Sonreí complacido.

—Mis disculpas. ¿Está recibiendo el rey algún tipo de tratamiento en este momento? Aparte del agua curativa.

—Físicamente está fuerte, y su salud es perfecta, pero también le he prescrito una poción para dormir. Ha sufrido una conmoción muy grave. Ha de descansar antes de mañana. No debe ser molestado. Yo lo velaré toda la noche.

Simut se había encargado de que la seguridad de palacio hubiera convertido los aposentos reales en una fortaleza. En cada esquina de los pasillos estaban apostadas parejas de guardias. Cuando llegamos a la cámara en sí, había dos guardias a cada lado de la puerta, y dos más enfrente. Las puertas estaban cerradas, pero Pentu las abrió con sigilo y me indicó con un ademán que echara un breve vistazo al interior.

El dormitorio provisional del rey estaba iluminado con lámparas de aceite, dispuestas en los nichos de las paredes y en el suelo, y en mayor número todavía alrededor de su cama, de manera que parecía un joven dios en una constelación de luces. Las velas estaban encendidas para desterrar la oscuridad del mundo circundante, pero parecían débiles contra fuerzas tan amenazadoras y peligrosas. Anjesenamón sujetaba la mano de su marido y le hablaba en voz baja. Fui testigo de su intimidad, de que ella conseguía que se sintiera seguro, a salvo, y de que ella era la más valiente y poderosa de la pareja. Pero aún era incapaz de imaginar cómo una pareja tan delicada podría, al día siguiente, arrebatar la autoridad a demagogos y dictadores como Ay y Horemheb. Sin embargo, sabía que yo prefería ser gobernado por Tutankhamón antes que por cualquiera de los otros. Y sabía que ella era inteligente. La habían subestimado. Había observado y aprendido de su ejemplo, y tal vez también había aprendido a sobrevivir en este laberinto de monstruos. Ambos levantaron la vista un momento, y me vieron enmarcado en la puerta. Incliné la cabeza. Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras, me miró con frialdad, y después me echó con un ademán.

Pentu me cerró la puerta en las narices.

20

Corrí al encuentro de Jety en el barrio de la ciudad al que acuden los hombres después de un día de duro trabajo en las oficinas de la burocracia. Pasaba bastante de la hora que habíamos acordado. La única luz de las calles y callejuelas procedía de las pequeñas ventanas de las casas, donde habían encendido lámparas de aceite. Los estrechos callejones estaban plagados de hombres borrachos, burócratas y obreros. Algunos corrían furtiva y silenciosamente. Otros iban en grupos vociferantes, se llamaban y gritaban mutuamente mientras deambulaban de local en local. Chicas con los pechos al aire, así como chicos delgados y taimados, más otros que podrían ser o una cosa u otra, se movían entre los hombres, los rozaban al pasar y se volvían a mirar cuando entraban en portales sombreados que conducían a los diminutos cubículos provistos de cortinas donde oficiaban su arte. Uno de ellos me abordó.

—Puedo dispensarte placeres inimaginables —susurró con voz cansada.

Encontré la anónima puerta baja en una larga pared de adobe que nacía en la arteria principal. Dejé atrás al grueso portero y a su gruesa puerta, y me interné en el pasadizo. Por lo general, estos lugares son un laberinto de habitaciones bajas faltas de ventilación, con los techos manchados debido a las muchas noches de humo de sebo negro, pero esta era muy diferente. Me encontré en una serie de habitaciones y patios. El conjunto era lujoso: pinturas de calidad en las paredes, arte excelente y los mejores tapices colgados en las paredes. El local poseía la pátina del éxito, y estaba atestado de hombres elegantes y triunfadores, con sus acólitos y mujeres. Bebían y charlaban, lanzaban opiniones, carcajadas y desprecio sobre sus jarras de cerveza y vasos de vino, y las bandejas llenas de comida exquisita. Los rostros aparecían y desaparecían ante mí: una mujer pintada con ropas costosas que rebuznaba como una mula, los ojos desbordantes de entusiasmo; un hombre mayor de cara congestionada, con la boca abierta como un bebé que chilla; y el perfil duro, grasiento y delgado de un joven, oculto en una esquina, que no hablaba con nadie pero lo observaba todo, a la espera de su oportunidad, una hiena en el banquete.

Adornaban las paredes pinturas de cópulas: hombres y mujeres, hombres y hombres, hombres y muchachos, mujeres y mujeres. Cada figura exhibía una sonrisa de éxtasis, bosquejada con unas cuantas líneas rojas y negras. Había visto tales cosas en papiros satíricos confiscados, pero no reproducidas a una escala mayor.

Jety me estaba esperando. Pedí una jarra de vino a la criada de edad madura cuya piel pálida y moteada daba la impresión de no haber visto la luz del sol desde hacía muchos años.

—He estado bebiendo muy, muy despacio —me dijo, para recordarme mi tardanza.

—Sobresaliente en autodisciplina, Jety.

Encontramos un rincón y dimos la espalda a la multitud, pues no deseábamos ser vistos más de lo necesario, ya que ningún agente de los medjay entra como si tal cosa en lugares semejantes. Había muchos hombres ricos, cuyos negocios eran menos que ortodoxos, habituales de estos locales, y que tal vez obtenían un gran placer cuando plantaban cara a defensores de la ley como Jety y yo, en un lugar donde podíamos contar con muy pocos amigos.

Llegó el vino. Tal como yo esperaba, su precio era exagerado y su calidad dejaba mucho que desear. Intenté adaptarme a la extraña contigüidad de los dos mundos: el palacio de Malkata con sus silenciosos corredores de piedra, sus personajes de élite en su silencioso drama de poder y traición, y este patio de recreo de la vida nocturna bulliciosa. Supongo que en ambos lugares estaba ocurriendo lo mismo: la exigencia nocturna de deseo masculino y el suministro de satisfacciones.

—¿Alguna pista más?

—He estado preguntando. Es difícil, porque estas chicas vienen de todas partes del reino en este momento. Algunas son esclavas o prisioneras, mientras que otras solo están ansiosas por escapar y abrirse camino hacia las calles doradas de la ciudad desde el lugar infestado de moscas al que llaman hogar. La mayoría vienen ilusionadas con las promesas de quien las ha reclutado en su zona, pero muchas han sido vendidas por sus propias familias. Babilonias, asirías, nubias…, con suerte, terminan en Tebas o Menfis.

—Y si no tienen suerte, algo menos romántico, una ciudad con guarnición como Bubastis o Elefantina —dije—. No duran mucho en ningún sitio. Lo único que pueden ofrecer es su belleza y lozanía. Pero en cuanto eso se marchita… Solo valen para los desechos humanos.

Paseé la vista a mi alrededor y vi en los rostros jóvenes los estragos causados por satisfacer a todos aquellos clientes exigentes, noche tras noche. Rostros risueños y desesperados, que sonreían con demasiada insistencia, se esforzaban demasiado por complacer. Chicas bonitas y chicos guapos, como muñecas vivientes sobre las rodillas de hombres de aspecto repulsivo que podían permitirse carne fresca cada semana. O una vez al año. Todo el mundo parecía exagerado y descontrolado. Una mujer joven de ojos extraviados pasó ante nosotros. Le habían cortado la nariz. Daba la impresión de que un titiritero invisible la movía mediante cordeles invisibles. Se perdió entre el gentío.

—Lo más interesante es que muchas transportan drogas ilegales al otro lado de la frontera o río abajo como parte del trato. Es un método de reparto barato. Todo el mundo sabe que existe, y las cantidades individuales son demasiado pequeñas para tomarse la molestia de ir a por ellas. Los guardias fronterizos están sobornados, o aceptan una cópula veloz a modo de soborno, e incluso cuando capturan a alguna para quedar bien, las pérdidas son muy superiores a los beneficios.

—Vivimos en un mundo muy hermoso —comenté.

Jety lanzó una risita.

—No le iría nada mal una mejora.

—Está yendo a peor —dije en tono lúgubre.

—Siempre dices lo mismo. No sabrías qué decir si algo bueno pasara —contestó, con su habitual optimismo irritante—. Eres más desdichado que Tot, y es un animal tonto.

—Tot no es desdichado. Ni remotamente tonto como la mayoría de los animales de dos patas que hay aquí. Es meditabundo.

Bebí el vino.

—¿Quién es el propietario de este local?

Jety se encogió de hombros.

—El que sea dueño de casi todo este barrio de la ciudad. Una de las grandes familias, seguramente, relacionada con los templos, que sin duda se lleva un gran porcentaje de los beneficios.

Asentí. Era cosa sabida que la enorme riqueza de los templos dependía de diversas y muy beneficiosas inversiones comerciales en toda la ciudad y las provincias del reino.

—¿Con quién nos vamos a reunir?

—Con la administradora. Es una mujer inteligente.

—Estoy seguro de que tiene un corazón de oro.

Nos abrimos pasos entre la multitud vociferante, dejamos atrás a los músicos ciegos que pulsaban las cuerdas de sus instrumentos, pese al hecho de que nadie escuchaba, y después nos deslizamos por un silencioso pasadizo iluminado por algunas lámparas de aceite.

De este nacían otros pasadizos, con cortinas elegantes que ocultaban espacios lo bastante grandes para alojar un colchón cómodo. Hombres obesos se refugiaban en los cubículos para evitarnos, y chicas menudas y chicos risueños pasaban de largo como bobos peces ornamentales. Pese al incienso que ardía por todas partes, el aire estaba viciado, teñido de olores humanos: sudor, aliento corrupto, pies rancios y axilas fétidas. En algún lugar, alguien estaba jadeando y gimiendo, en otro cubículo una chica camelaba a su acompañante y se reía, y en otro una mujer cantaba, en tono grave y ardoroso, como una cantante de la corte. Más allá, oí chapoteos de agua y risas.

Al final había una puerta y, ante ella, se erguían dos matones tan grandes, inexpresivos y feos como estatuas sin terminar. Nos registraron sin decir palabra.

—¿Alguien huele a cebolla? —dije, cuando percibí una vaharada de aliento fétido.

El matón que me estaba cacheando se detuvo un momento. Su rostro me recordó a una olla abollada. El otro matón posó una gruesa mano tranquilizadora sobre el ancho hombro de su colega, y le aconsejó con una muda sacudida de cabeza que hiciera caso omiso de mi sarcasmo. El matón resopló como un toro, y después apuntó un dedo rechoncho entre mis ojos. Sonreí y lo empujé a un lado. El otro individuo llamó con los nudillos a la puerta.

Entramos. La habitación era baja y pequeña, pero animada por un jarrón de flores de loto que descansaba sobre la mesa. La encargada nos saludó de una forma cortés y distante. Llevaba una larga peluca castaño rojizo a la última moda, pero su rostro fino y esculpido estaba inmóvil, casi petrificado, como si hubiera olvidado sonreír hacía mucho tiempo. Se acomodó con elegancia ante nosotros, la barbilla apoyada en la mano, y esperó.

—Dime tu nombre, por favor.

—Takherit —contestó con claridad.

De modo que era siria.

—Yo soy Rahotep.

Ella asintió y esperó.

—Se trata de una investigación, eso es todo. No tienes motivos para preocuparte.

—No los tengo —replicó con frialdad.

—Estamos investigando una serie de asesinatos.

Arqueó las cejas en un gesto burlón de impaciencia.

—Qué emocionante.

—Estos crímenes han sido de una brutalidad poco acostumbrada. Nadie merece morir como esos jóvenes. Quiero intentar impedir que alguien más perezca de la misma manera —dije.

—En estos tiempos sombríos, la gente prefiere hacer la vista gorda —respondió evasiva. Su tono era tan inexpresivo que no supe si hablaba con ironía o no.

—Quiero que te des cuenta de lo grave que es esto.

Tiré la cara muerta, con su corona deslustrada de pelo negro, sobre la mesa, delante de ella.

Su rostro continuó inmóvil, pero algo se alteró en su mirada. Una reacción, al menos, a los hechos directos que se le presentaban. Sacudió su pelo rojo.

—Solo un monstruo podría hacer esto a una mujer.

—Lo que ha hecho es cruel, pero no carece de significado, casi con toda seguridad. No se trata de un acto de violencia o pasión sin premeditación. Este hombre mata por motivos y con métodos significativos para él. La cuestión es descubrir el significado —dije.

—En tal caso, no se trata de monstruos.

—No, solo de personas.

—No sé si eso consigue que me sienta mejor o peor —contestó.

—Estoy de acuerdo —dije—. Hemos de descubrir quién era esta chica. Creemos que tal vez trabajaba aquí.

—Quizá. Aquí trabajan muchas chicas.

—¿Has echado de menos a alguna en particular?

—A veces, estas muchachas desaparecen, así como así. Suele pasar. A nadie le importa lo que les ocurra. Siempre hay más.

Me incliné hacia delante.

—Esta chica padeció una muerte horrible. Lo menos que podemos hacer por ella es llamarla por su nombre. Llevaba una serpiente tatuada en el brazo. Su casero nos dijo que se llamaba Neferet.

La mujer echó un vistazo a la cara, me miró y asintió.

—En ese caso, sí, la conocía. Trabajaba aquí. No sabía gran cosa de ella. Nunca puedes creer las historias que te cuentan. Pero yo la consideraba una de las chicas más inocentes y confiadas. Tenía una sonrisa extraña y triste. Eso la convertía en una mujer todavía más atractiva para algunos de nuestros clientes. Daba la impresión de proceder de un mundo mejor que este. Afirmaba que fue robada de su familia, que la amaba, y estaba segura de que vendrían a buscarla algún día…

—¿No dijo de dónde era?

—De un pueblo agrícola al norte de Menfis, creo. No me acuerdo del nombre.

—Podemos dar por sentado que conoció a su asesino allí. Es un hombre mayor, de la clase alta. Culto. Tal vez médico.

Ella me miró.

—¿Sabes a cuántos hombres les gusta venir con discreción aquí? En cualquier caso, mis trabajadoras tienen instrucciones de no hacer jamás preguntas a los clientes sobre su vida privada.

Probé otro enfoque.

—¿Hay clientes o trabajadoras que utilizan drogas en este local?

—¿Qué clase de drogas? —preguntó con aire inocente.

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