El Reino de los Muertos (14 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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—Con el debido respeto, majestad, yo aconsejaría evitar su destrucción —dije—. Es una prueba.

Khay, el arbitro definitivo de la etiqueta, lanzó una exclamación ahogada al ver que había violado el protocolo. Me pregunté si el rey iba a chillarme. Pero dio la impresión de que cambiaba de opinión. Asintió y se sentó en un diván con los hombros hundidos. Ahora parecía un niño atormentado. En el ojo de mi mente vi el mundo desde su punto de vista. Estaba solo en un palacio lleno de sombras y terrores, de amenazas y secretos, y estrategias en conflicto. La tentación era apiadarse de él. Pero eso no serviría de nada.

Me indicó con un ademán que me acercara. Me detuve ante él con la vista gacha.

—Así que tú eres el Buscador de Misterios. Mírame.

Obedecí. Su rostro era inusitado. Delicados planos y estructuras, con anchos pómulos que daban la impresión de enmarcar el suave pero convincente poder de sus grandes ojos oscuros. Labios gruesos y sensuales sobre una pequeña barbilla huidiza.

—Serviste a mi padre.

—Vida, prosperidad y salud, mi señor. Tuve ese honor.

Me observó con detenimiento, como para asegurarse de que no había empleado la ironía. Después, indicó con un gesto a Anjesenamón que se reuniera con él. Se miraron un momento, una mirada de entendimiento tácito.

—No es la primera amenaza contra mi vida. Pero con la piedra, la sangre, y ahora esto…

Miró a los demás presentes en la sala con desconfianza, y después se inclinó hacia mí. Sentí su aliento cálido, dulce como el de un niño, que aleteaba sobre mi cara.

—Temo que las sombras me están hechizando y persiguiendo… —susurró.

Pero en aquel preciso momento las puertas dobles se abrieron una vez más, y Ay entró en la cámara. Dio la impresión de que la atmósfera se enfriaba con su presencia. Había visto que todo el mundo trataba al rey como un niño maravilloso, pero Ay se limitó a mirarlo con un desprecio capaz de fundir piedras. Después, examinó el contenido de la caja.

—Ven aquí —dijo en voz baja al rey.

El rey se acercó a regañadientes a Ay.

—Esto no es nada. No le concedas una autoridad que no posee.

Tutankhamón asintió vacilante.

Entonces, veloz como un halcón, Ay levantó la cabeza muerta, rebosante de gusanos, y se la ofreció al rey, quien saltó hacia atrás asqueado y asustado. Anjesenamón se acercó como para proteger a su marido, pero Ay alzó una mano perentoria.

—No —dijo ella en voz baja.

El anciano no le hizo caso y mantuvo la vista clavada en el rey, con la cabeza extendida en su palma. Poco a poco, de mala gana, el joven rey se armó de valor y tomó el repugnante objeto en sus manos.

La tensión del silencio reinaba en la cámara, mientras el rey contemplaba las cuencas vacías y la piel infestada de la cabeza.

—¿Acaso la muerte no es más que estos huesos huecos y esta absurda y fea sonrisa? —susurró—. En tal caso, no tenemos nada que temer. Lo que nos sobrevivirá es mucho más grande.

De pronto, lanzó la cabeza hacia Ay, quien se esforzó por apoderarse del objeto resbaladizo, como el chico solitario que no es muy ducho en los juegos de pelota.

El rey lanzó una carcajada, y de repente me gustó por su audacia. Indicó con un ademán a un criado que le acercara un cuenco y una toalla de lino para lavarse las manos. Dejó caer la toalla a propósito delante de Ay, seguido de su nervioso mono.

Ay, resollando de furia, lo siguió con la mirada sin decir nada, y después dejó caer el cráneo en la caja y se lavó las manos. Anjesenamón avanzó.

—¿Por qué demuestras tanto desprecio hacia el rey en presencia de los demás?

Ay se volvió hacia ella.

—Ha de aprender a tener valentía. ¿Qué clase de rey es incapaz de soportar la visión de la decadencia y la muerte? Ha de aprender a aguantar y aceptar estas cosas, sin miedo.

—Hay muchas formas de aprender a tener valentía, y el miedo no es el mejor tutor. Quizá sea el peor.

Ay sonrió, y sus dientes en mal estado se revelaron entre los delgados labios.

—El miedo es un tema amplio y curioso.

—Durante estos años he aprendido mucho sobre él —replicó la reina—. He tenido el profesor mejor dotado.

Se miraron un largo momento, como gatos enfrentados.

—Esta tontería ha de ser denunciada con el desprecio que merece, sin permitir que medre en la mente de los débiles y vulnerables.

—No podría estar más de acuerdo, por eso he designado a Rahotep para que investigue. Ahora me voy con el rey, y os dejo para que discutáis un plan de acción que impida futuros incidentes como este.

Abandonó la cámara. Yo hice una reverencia a Ay y la seguí. Fuera, en el pasillo a oscuras, le enseñé el amuleto anj que había encontrado en el cadáver de la chica.

—Perdona que te enseñe esto, pero debo hacerte una pregunta: ¿lo reconoces?

—¿Reconocerlo? Es mío. Mi madre me lo regaló. Para mi nombre y mi protección.

El anj: Anjesenamón… Mi corazonada sobre la relación era acertada. Y ahora, estaba devolviendo el objeto a su propietaria, y el acto se me antojó parte del plan del asesino.

—¿De dónde lo has sacado?

Estaba enfadada, y me arrebató el amuleto.

Busqué una explicación que no la alarmara.

—Lo encontraron. En la ciudad.

Se volvió hacia mí.

—No me disfraces la verdad. Quiero saber la verdad. No soy una niña.

—Lo encontraron en un cadáver. Una joven, asesinada.

—¿Cómo la asesinaron?

Hice una pausa, reticente.

—Le habían arrancado el cuero cabelludo. Le habían desprendido la cara. Vaciado los ojos. En su lugar había una máscara dorada. Y llevaba esto.

De pronto, se quedó sin aliento. Examinó en silencio la joya que sostenía en su mano.

—¿Quién era? —preguntó en voz baja.

—Se llamaba Neferet. Creo que trabajaba en un burdel. Era de tu edad. Por si te interesa, creo que no sufrió. Descubriré por qué encontraron tu amuleto en su cadáver.

—Pero alguien tiene que haberlo robado de mis aposentos particulares. ¿Quién pudo hacerlo? ¿Y por qué?

Se puso a pasear de un lado a otro del pasillo, nerviosa.

—Yo tenía razón. No hay ningún lugar seguro. Fíjate en este palacio. Todo sombras. ¿Me crees ahora?

Levantó el amuleto, que osciló y brilló en la oscuridad del pasillo. Vi lágrimas agolparse en sus ojos.

—Nunca podré ponérmelo de nuevo —dijo, y se alejó en silencio.

En cuanto volví a entrar en la cámara, Ay se volvió hacia mí.

—No creas que esto respalda tu presencia aquí. Esto no es nada. Una simple tontería.

—Puede que sea una tontería, pero ha obrado el efecto que su creador deseaba.

Resopló.

—¿Y cuál es?

—Ha sacado provecho del clima de temor.

—«El clima de temor.» Qué poético.

Tuve ganas de aplastarle como a una mosca.

—Y una vez más, este «regalo» ha conseguido llegar hasta el rey. ¿Cómo ha sucedido eso? —preguntó.

Todos los ojos se volvieron hacia el soldado.

—Lo descubrieron en los aposentos de la reina —admitió de mala gana.

Hasta Ay se quedó estupefacto.

—¿Cómo es posible? —inquirió—. ¿Qué ha sucedido con la seguridad de los aposentos reales?

—Soy incapaz de ofrecer una explicación —dijo el soldado, avergonzado.

Ay estuvo a punto de gritarle, pero de repente frunció el ceño y se aferró la mandíbula, cuando sufrió un repentino ataque de dolor de muelas.

—¿Quién lo descubrió? —continuó, cuando el ataque remitió.

—La propia Anjesenamón —dijo Khay. Ay contempló la caja un momento.

—Eso no volverá a suceder. ¿Conoces el castigo del fracaso?

El soldado se puso firmes.

—Propongo que tú y el gran Buscador de Misterios os conozcáis. Tal vez dos idiotas son mejor que uno, aunque la experiencia indica lo contrario.

Hizo una pausa.

—No pueden producirse más alteraciones en la seguridad del palacio. Ambos me informaréis, antes de la ceremonia de inauguración de la Sala Hipóstila, sobre vuestras propuestas acerca de la seguridad del rey.

Se marchó sin más. La tensión de la sala disminuyó en parte. El soldado se presentó como Simut, comandante de la guardia de palacio. Nos dedicamos mutuos gestos de respeto, recitó las fórmulas adecuadas, pero me miró como un hombre que disfrutaría con mi ruina. Estaba invadiendo su territorio.

—¿Quién tiene acceso a esta cámara? —pregunté.

—Las damas de la reina… El rey, sus servidores, los que sirven aquí, y nadie más… —dijo Khay.

—Hay guardias apostados en todas las entradas de los aposentos reales —dijo Simut—. Todo el mundo ha de llevar permiso para pasar.

—Por consiguiente, lo habrá entregado alguien con acceso de alta prioridad, que se desplaza con facilidad dentro de los aposentos reales —contesté—. Imagino que, una vez superados los puestos de seguridad, con el fin de dispensar cierta privacidad a la familia, no hay guardias ni cacheos en los aposentos reales.

Khay asintió, inquieto.

—La competencia de los guardias reales no se halla en entredicho, pero está claro que existe una grave deficiencia en algún punto que ha permitido la entrada de este objeto y de la talla. Estoy seguro de que te mostrarás de acuerdo en que es urgente que apliquemos medidas de seguridad más estrictas para proteger al rey y la reina, tanto dentro de los aposentos como en público. ¿Cuándo se inaugura la Sala Hipóstila? —pregunté.

—Dentro de dos días —dijo Khay—, pero mañana se celebra una reunión del Consejo de Karnak, a la que el rey debe asistir.

—¿Mañana? —Fruncí el ceño—. Qué mala suerte.

Khay asintió.

—La «mala suerte» es que estas «alteraciones» han tenido lugar en el peor de los momentos —replicó.

—No es casualidad —entonó Simut con su estilo militar carente de humor—. Si se tratara de una situación convencional, como una batalla, vería al enemigo al que me enfrento. Pero esto es diferente. Este enemigo es invisible. Podría ser uno de nosotros. Puede que esté en el palacio en este momento. Desde luego, da la impresión de que lo sabe todo acerca de su distribución, protocolos y jerarquías.

—Por lo tanto, tenemos un problema, pues imagino que no puedes interrogar a hombres de la élite del poder sin las pruebas más firmes —dije.

—Eso es cierto —replicó, cansado, Khay, como si las fuerzas lo hubieran abandonado.

—Sin embargo, todos ellos son ahora sospechosos. Una lista de nombres significaría un comienzo. Y algunas preguntas sencillas sobre su paradero ayudarían a clarificar la situación. Hemos de saber quién estuvo en los aposentos anoche, y quién carece de coartada —indiqué.

—Pero al mismo tiempo no hemos de revelar nada acerca de estos objetos. Es fundamental que mantengamos un silencio estricto sobre este asunto —dijo Khay, nervioso.

—Mi ayudante contribuirá de buen grado a reunir información, y se encargará de las pesquisas preliminares —contesté.

Khay miró a Jety, y cuando se disponía a aceptar Simut intervino.

—La seguridad de los aposentos reales es mi responsabilidad. Prepararé la información de inmediato.

—Muy bien —contesté—. Supongo que incluirás a tus guardias en la lista de quienes tienen acceso a la zona.

Estaba a punto de plantarme cara, pero lo interrumpí.

—Créeme, carezco de motivos y deseos para dudar de la integridad de tus guardias, pero sin duda estarás de acuerdo en que no nos podemos permitir pasar por alto ninguna posibilidad, por improbable o inaceptable que sea.

Por fin, cabeceó en señal de aquiescencia reticente.

Nos separamos.

15

—¡Qué espectáculo! —exclamó Jety y bufó—. Ese lugar me recuerda una escuela particularmente brutal. Siempre hay los chicos grandes y los pequeños. Los que utilizan los puños y los que utilizan el cerebro. Los déspotas, los guerreros, los diplomáticos y los serviles. Y siempre hay un chico raro, a un lado, que atormenta a otro pobre ser poco a poco hasta matarlo. Ese es Ay —dijo.

La tierra iluminada por la luna desfilaba mientras subíamos por el canal en dirección al Gran Río. Miré las aguas oscuras desaparecer bajo la quilla durante un rato antes de hablar.

—¿Te fijaste en las marcas que había en la parte inferior de la tapa? El círculo negro, sobre todo. Es una especie de lenguaje…

Jety negó con la cabeza.

—Me fijé en la desagradable imaginación del creador, y en su apetito de sangre y vísceras —dijo.

—Pero es culto, muy diestro y casi con toda seguridad un miembro de la élite. Su fascinación por la sangre y las vísceras, como has dicho tú, es porque representan algo para él. Son símbolos antes que cosas.

—Intenta decirle eso a la chica sin cara, o al chico de los huesos rotos, o al nuevo hombre misterioso que se ha quedado sin cabeza —replicó, de manera bastante acertada.

—No es lo mismo. ¿Estamos en lo cierto al dar por sentado que es el mismo hombre en todos los casos? —pregunté.

—Bien, piensa tan solo en las conexiones, el momento elegido y el estilo —contestó.

—Ya lo he hecho. Se despliega una imaginería similar. Aparecen las mismas obsesiones con la putrefacción y la destrucción. Y en algún lugar, cierto amor por la belleza y la perfección. Son actos que casi transmiten pena. Una especie de grotesca compasión por las víctimas…

Jety me miró como si hubiera perdido la razón.

—Cuando hablas así, me alegro de que nadie pueda oírnos. ¿Cómo puede sentirse pena al arrancar el rostro hermoso de una muchacha? Yo solo veo una crueldad malvada y horrible. En cualquier caso, ¿en qué nos va a ayudar eso?

Seguimos sentados un rato en silencio. Tot, a mis pies, contemplaba la luna. Jety tenía razón, por supuesto. Era probable que nos enfrentáramos a la locura. ¿Estaba imaginando pautas donde quizá no existían? No obstante, intuía algo. Detrás de los asesinatos y la brutalidad, detrás de las amenazas de iconoclastia y destrucción, había algo más profundo, más oscuro: una especie de búsqueda o visión. Pero si yo estaba en lo cierto, y el mismo hombre era responsable de todos estos acontecimientos, quedaba una pregunta más importante por responder: ¿por qué? ¿Por qué lo hacía?

—También creo que el responsable quiere que sepamos que tiene acceso a los aposentos reales, con el fin de reforzar el poder de su amenaza. De hecho, parte del juego consiste en hacernos creer que nos está vigilando a todos —continuó.

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