El redentor (12 page)

Read El redentor Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
8

M
IÉRCOLES, 16 DE DICIEMBRE

L
A COMIDA

Eran las ocho de la mañana y aún estaba oscuro en lo que se anunciaba como el dieciséis de diciembre más frío de los últimos veinticuatro años en la ciudad de Oslo. Harry abandonaba la comisaría general tras haber firmado en la oficina de Gerd la recogida de la llave del apartamento de Tom Waaler. Llevaba subido el cuello del abrigo, y cuando tosía tenía la sensación de que el sonido desaparecía en una bola de algodón, como si el frío transformara el aire en algo pesado y compacto.

Impulsada por las prisas matutinas, la gente apretaba el paso por las aceras, deseosa de dejar atrás la calle, pero Harry caminaba con paso largo y tardo, flexionando ligeramente las rodillas para que la suela de goma de las Dr. Martens no resbalara en el hielo acerado.

Cuando entró en el céntrico apartamento de soltero de Tom Waaler, el cielo que se divisaba tras la colina de Ekeberg había palidecido. El apartamento llevaba varias semanas cerrado, desde la muerte de Waaler, pero la investigación no les había facilitado ninguna pista que apuntara a unos posibles cómplices en el negocio de tráfico de armas. Eso fue lo que dijo el comisario jefe de la policía judicial cuando informó de que concederían menor prioridad al asunto, ya que había «otras investigaciones más urgentes».

Harry encendió la luz del salón y se percató del silencio peculiar de un apartamento cuyo inquilino ha muerto. En la pared que quedaba frente al sofá de piel, colgaba una pantalla grande de plasma con torres de altavoces de un metro de altura a cada lado, que, como era obvio, formaban parte del equipo de sonido del apartamento. De las paredes también colgaban varios cuadros de dibujos de formas cúbicas en azul, lo que Rakel llamaba arte de regla y compás.

Entró en el dormitorio. Una luz gris se filtraba por la ventana. La habitación estaba ordenada. En el escritorio había una pantalla de ordenador, pero no vio la torre. Habrían venido a recogerla para ver si contenía alguna pista. Pero no la había visto entre las pruebas que se guardaban en la comisaría. A él le habían denegado el permiso para inmiscuirse en el asunto. La explicación oficial era que el departamento de asuntos internos (SEFO) lo estaba investigando por el asesinato de Waaler. Sin embargo, él sabía que entre ellos había alguien a quien no le convenía que se metiese en aquel asunto.

Harry estaba a punto de salir del dormitorio cuando lo oyó.

Ya no había un silencio total en el apartamento del difunto.

Un sonido, un tictac lejano, le atravesaba la piel del brazo y le ponía el vello de punta. Provenía del armario. Vaciló un instante. Abrió la puerta del armario. En el suelo descansaba una caja de cartón abierta y enseguida reconoció la chaqueta que Waaler llevaba aquella noche en Kampen. Sobre la chaqueta había un reloj de pulsera que hacía tictac. El mismo tictac que sonó después de que Waaler atravesara el cristal de la puerta del ascensor con el brazo, en su afán de alcanzarlos, y de que el ascensor se pusiese en marcha de nuevo y le amputara el brazo. El mismo que sonó cuando se sentaron en el ascensor con el brazo amputado entre los dos, cerúleo y muerto, como una pieza arrancada de un maniquí, con la particularidad de que esta llevaba un reloj. Un reloj que hacía tictac, que se negaba a detenerse, que vivía, como en aquella historia que su padre le había leído cuando él era pequeño, la del latido del corazón de la víctima que no dejó de sonar hasta que el asesino se volvió loco.

Se trataba de un tictac claro, enérgico, intenso. Un tictac que no se olvida. Era un Rolex. Pesado y, con total seguridad, increíblemente caro.

Harry cerró la puerta del armario con fuerza. Pisaba tan fuerte de camino a la salida que las paredes retumbaban a su paso. Hizo ruido con el llavero cuando cerró la puerta y fue tarareando frenéticamente hasta que llegó a la calle, donde el bendito tráfico ahogó todos los sonidos.

A las tres de la tarde se proyectaban alargadas las sombras en la plaza Kommandør T.I. Ogrim, número 4, y empezaban a brillar las luces en las ventanas del Cuartel General del Ejército de Salvación. A las cinco ya era de noche, y el mercurio había bajado por debajo de los quince grados bajo cero. Unos copos de nieve solitarios y extraviados caían sobre el techo del pequeño coche de aspecto cómico en el que Martine Eckhoff esperaba sentada.

—Ven, papá —murmuró al tiempo que miraba preocupada el indicador de la batería. No estaba segura de cómo respondería al frío el coche eléctrico que la Casa Real había regalado al Ejército de Salvación. Se había acordado de todo antes de cerrar la oficina; había colgado en la red toda la información sobre reuniones nuevas y canceladas, había actualizado las listas de guardias para el reparto de alimentos a los necesitados y la olla de la plaza de Egertorget, y había corregido la carta de respuesta a la oficina del primer ministro en relación con el concierto de Navidad en el Auditorio.

La puerta del coche se abrió y el frío entró acompañado de un hombre de tupido cabello blanco bajo la gorra del uniforme y los ojos más claros y azules que Martine había visto jamás. Por lo menos en alguien que había pasado de los sesenta. Le costó un poco acomodar las piernas en el pequeño espacio existente entre el asiento y el salpicadero.

—Nos vamos —dijo, sacudiendo la nieve de los galones de comisionado que indicaban que era el jefe superior del Ejército de Salvación en Noruega. Lo dijo con la alegría y la autoridad natural propias de las personas que están acostumbradas a que se cumplan sus órdenes.

—Llegas tarde —lo reprendió ella.

—Y tú eres un ángel. —Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y sus ojos azules resplandecieron llenos de vigor y alegría—. Démonos prisa.

—Papá…

—Un momento. —Bajó la ventanilla—. ¡Rikard!

Frente a la entrada del Templo que quedaba en un lateral, bajo el mismo techo que el Cuartel General, había un joven que se sobresaltó y se acercó rápidamente a ellos, con las piernas encorvadas y los brazos pegados al cuerpo. Resbaló y estuvo a punto de caerse, pero, haciendo en el aire unos molinetes con los brazos, recuperó el equilibrio. Llegó al coche jadeando.

—¿Sí, comisionado?

—Llámame David, como todos los demás, Rikard.

—De acuerdo. David.

—Pero no en cada frase, por favor.

Rikard miró alternativamente al comisionado David Eckhoff y a su hija Martine, antes de volver a concentrarse en el primero. Se pasó dos dedos por el bigote, que tenía cubierto de sudor. Martine se había preguntado muchas veces cómo podía sudarle con tanta intensidad una zona tan específica del cuerpo, independientemente del clima. Sobre todo, cuando venía a sentarse a su lado durante el sermón o en otros lugares, y le susurraba algo, algo que pretendía que fuera gracioso y que quizá podría haberlo sido de no ser por su nerviosismo mal disimulado y la intensidad algo excesiva de sus sentimientos. Vamos, con el labio superior sudoroso. A veces, cuando Rikard estaba cerca de ella y todo quedaba sumido en el silencio, podía oír la fricción que ocasionaba al pasarse el dedo por el labio superior. Porque, además de sudor, Rikard Nilsen producía barba, una cantidad inusitada. Por la mañana llegaba al Cuartel General recién afeitado y con la piel lisa como la de un bebé, pero después del almuerzo su piel blanca había adquirido un tono azulado. Ella había advertido en varias ocasiones que volvía a afeitarse para acudir a las reuniones que se celebraban por la tarde.

—Estoy tomándote el pelo, Rikard —dijo David Eckhoff, sonriendo.

Martine sabía que su padre no hacía aquellas bromas con mala intención. Pero a veces parecía no darse cuenta de que intimidaba a la gente.

—Ah, bueno —dijo Rikard, que logró soltar una risita. Se inclinó hacia delante—. Hola, Martine.

—Hola, Rikard —repuso Martine, fingiendo estar ocupada con el indicador de la batería.

—Me preguntaba si puedes hacerme un favor —dijo el comisionado—. Hay mucho hielo en la carretera estos días y mi coche solo tiene neumáticos de invierno sin clavos. Debía haberlos cambiado, pero voy a bajar a Fyrlyset…

—Lo sé —contestó Rikard diligente—. Vas a cenar con el ministro de Sanidad y Política Social. Esperamos la llegada de muchos periodistas. He hablado con el jefe de información.

David Eckhoff sonrió con indulgencia.

—Me parece muy bien que estés al tanto, Rikard. Lo que pasa es que mi coche está aquí, en el garaje, y cuando vuelva me gustaría que llevase los neumáticos de clavos. No sé si me entiendes…

—¿Están en el maletero?

—Sí. Pero hazlo si no tienes nada más urgente. Estaba a punto de llamar a Jon, me ha dicho que él sí que podía…

—No, no —dijo Rikard negando efusivamente con la cabeza—. Esto lo arreglo yo enseguida. Puedes confiar en mí… David.

—¿Seguro?

Rikard miró, confuso, al comisionado.

—¿Que si puedes fiarte de mí?

—Que no tienes nada más urgente que hacer.

—Ah, eso. Es un placer. Me gusta trabajar con coches y… y…

—¿Cambiar llantas?

Rikard tragó saliva y asintió al reparar en que el comisionado sonreía de oreja a oreja.

Cuando subió la ventanilla y salieron de la plaza, Martine le dijo a su padre que le parecía muy mal que se aprovechase de la diligencia de Rikard.

—De su sumisión, querrás decir —rebatió el padre—. Tranquila, querida, solo es una prueba.

—¿Una prueba? ¿Del espíritu de sacrificio o del temor a la autoridad?

—De lo último —contestó el comisionado, riendo entre dientes—. Hablé con Thea, la hermana de Rikard, y me contó por casualidad que Rikard está haciendo lo que puede para terminar el presupuesto. El plazo acaba mañana. Si es así, debería dar prioridad a eso y dejar que Jon se encargara de mi coche.

—¿Y qué? Es posible que Rikard solo esté siendo amable.

—Sí, Rikard es amable y capaz. Trabajador y serio. Solo quiero asegurarme de que tiene la fortaleza y el valor necesarios para un puesto importante de jefe.

—Todo el mundo da por sentado que el puesto será para Jon.

David Eckhoff bajó la vista hacia las manos y sonrió de un modo casi imperceptible.

—¿Eso hacen? Aprecio que defiendas a Rikard.

Martine no apartó los ojos de la carretera, pero notó la mirada de su padre cuando prosiguió:

—Ya sabes que nuestras familias llevan muchos años siendo amigas. Son buena gente. Con un sólido anclaje en el Ejército.

Martine respiró hondo para calmar su irritación.

El trabajo exigía una única bala.

Aun así, metió todos los cartuchos en el cargador. En primer lugar, porque el arma solo conservaba un equilibrio total cuando el cargador estaba lleno. Y también porque eso minimizaba las posibilidades de fallos de funcionamiento. Seis en el cargador y una en la recámara.

Se colgó la funda del hombro. La había comprado usada, y tenía un cuero suave que exhalaba un olor salado y amargo a piel, aceite y sudor. La pistola encajaba. Se colocó delante del espejo y se puso la chaqueta. La pistola pasaba desapercibida. Las grandes eran más precisas, pero él no pensaba dedicarse al tiro de precisión. Se puso el chubasquero. Luego el abrigo. Metió el gorro en el bolsillo y se aseguró de que el pañuelo rojo se encontraba en el bolsillo interior.

Miró el reloj.

—Fortaleza —dijo Gunnar Hagen—. Y valor. Son dos de las cualidades que considero importantes en mis comisarios.

Harry no contestó. Pensó que tal vez no fuera una pregunta. Echó una ojeada al despacho donde tantas veces había estado sentado, exactamente como ahora. Pero aparte de la situación —el jefe de grupo le cuenta al comisario cómo funcionan las cosas—, todo había cambiado. Los montones de papeles de Bjarne Møller habían desaparecido junto con los fascículos del Pato Donald encajados entre libros jurídicos e informes policiales en la estantería, una fotografía de familia y otra más grande en la que aparecía el golden retriever que les habían regalado a los niños y que ellos habían olvidado, porque hacía nueve años que murió, aunque Bjarne Møller siguiera guardándole luto.

No quedaba más que una mesa limpia con una pantalla de ordenador y un teclado, un pequeño pie de plata con un pequeño trozo de hueso blanquísimo y los codos sobre los que Gunnar Hagen se apoyaba en estos momentos mientras miraba fijamente a Harry desde los dos acentos circunflejos que eran sus cejas.

—Pero hay una tercera cualidad que aún considero más importante, Hole. ¿Adivinas cuál?

—No —dijo Harry inexpresivo.

—Disciplina.
Dis-ci-pli-na
.

Al ver al jefe de grupo vocalizando de aquel modo, Harry casi temió una clase de lingüística sobre los orígenes de la palabra, pero Hagen se puso en pie y empezó a andar de un lado a otro con las manos a la espalda, una forma de marcar territorio que Harry siempre había encontrado bastante cómica.

—Mantengo esta conversación cara a cara con todos los de la división para que quede claro lo que espero de ellos.

—El grupo.

—¿Perdona?

—Nunca se ha llamado división. Pese a que antes se llamara jefe de división. Solo para que lo sepas.

—Gracias, pero estoy al tanto, comisario. ¿Por dónde iba?


Dis-ci-pli-na
. Hagen miró fijamente a Harry. Este no se inmutó, así que el jefe de grupo reanudó el paseo.

—Me he pasado los últimos diez años enseñando en la Academia de Guerra. Mi especialidad es la guerra de Birmania. Apuesto a que te sorprende oír que eso tiene gran relevancia para mi trabajo aquí, Hole.

—Bueno. —Harry se rascó la pantorrilla—. Me lees como un libro abierto, jefe.

Hagen pasó un dedo por el alféizar de la ventana y acto seguido lo observó con desaprobación.

—En 1942, unos cien mil soldados japoneses conquistaron Birmania. Birmania era el doble de grande que Japón y, en ese momento, estaba ocupada por tropas británicas que eran muy superiores a los japoneses tanto en número de hombres como en armamento. —Hagen levantó el dedo índice sucio—. Pero había un terreno en el que los japoneses eran superiores, algo que les permitió echar a palos a los británicos y a los mercenarios indios. Disciplina. Cuando los japoneses marcharon hacia Rangún, andaban durante cuarenta y cinco minutos y dormían quince. Se tumbaban en el camino con las mochilas puestas y los pies al frente, para no meterse en la acequia o emprender la marcha en dirección contraria cuando despertaran. La dirección es importante, Hole. ¿Comprendes, Hole?

Other books

Storm Rising by Mercedes Lackey
Clover's Child by Amanda Prowse
Something Wicked by Michelle Rowen
Aliens for Breakfast by Stephanie Spinner
El toro y la lanza by Michael Moorcock
Dead and Gone by Bill Kitson
Skin Game: A Memoir by Caroline Kettlewell
Sword of Shadows by Karin Rita Gastreich
Bouncer by Tyan Wyss