No importaba con cuánta fuerza llorara Bella, ellos seguirían adelante, y el príncipe Alexi no podría detenerlos. La princesa Bella oyó llegar a Félix, sintió el caminar de la reina por la habitación y, finalmente, cuando sus lágrimas se habían transformado en un flujo constante y silencioso, la reina dijo:
—Bajad de la cama y preparaos para recibir a lady Juliana.
Lady Juliana entró en la habitación del mismo modo que había entrado en la sala de castigos, con su paso ligero y saltarín y su redondo rostro lleno de hermosura y animación. Lucía un vestido rosa y en sus largas y gruesas trenzas llevaba rosas ensartadas con cinta del mismo color.
Parecía radiante y llena de regocijo, en contraste con la oscuridad de la vasta alcoba, cuyas antorchas arrojaban enormes sombras desiguales sobre el alto techo arqueado. La reina estaba en un rincón, sentada en una gran silla parecida a un trono, con los pies apoyados en un voluminoso cojín de terciopelo verde. Sus brazos descansaban sobre los de la silla y, cuando lady Juliana le hizo una reverencia, sonrió levemente. El príncipe Alexi, sentado sobre sus talones a los pies de la reina, besó con gran cortesía las pantuflas de la dama.
Bella se arrodilló en el centro de la alfombra floreada, aún bastante temblorosa, con el rostro humedecido por las lágrimas, y en cuanto lady Juliana se le acercó también le besó las pantuflas, aunque quizá con un poco más de fervor.
Bella estaba sorprendida de su propia acción. Se había sentido consternada al oír su nombre y, sin embargo, la recibió casi con beneplácito. Sentía que existía cierto vínculo entre ambas. Después de todo, ella la había colmado de atenciones cariñosas. Casi tenía la impresión de que lady Juliana estaba de su parte, aunque en ningún momento había dudado de que sería ella quien la castigaría a continuación. Sin duda la pala de lady Juliana había sido extremadamente diligente en el sendero para caballos. Aun así, sentía casi como si se tratara de una amiga de juventud que venía a abrazarla y por la que sentía una gran confianza y apego.
Lady juliana le sonreía alborozada.
—Ah, dulce Bella, ¿está la reina satisfecha? —Mientras pasaba suavemente la mano por su cabello y la empujaba para que se sentara sobre sus talones, dirigió una mirada cortés a la soberana.
—Es tal y como dijisteis que sería —respondió la reina—. Pero quiero ver más de ella para poder juzgarla debidamente. Utilizad vuestra imaginación, encanto. Haced lo que os plazca con ella, para mí.
Inmediatamente, lady Juliana hizo un gesto al paje, que abrió la puerta para dar paso a otro joven que llevaba un gran cesto repleto de rosas de color rosáceo.
Lady Juliana tomó la cesta del brazo y los dos pajes se retiraron a las sombras, donde permanecieron de pie, quietos como estatuas. A Bella le intrigo el hecho de que su presencia ya no le importara. Si por ella fuera, podría haber habido toda una fila de pajes allí mismo.
—Alzad la vista, preciosa. Mostrad esos hermosos ojos azules vuestros —dijo lady Juliana y observad lo que he preparado para entretener a la reina y para demostrar vuestro encanto.
—Cogió una rosa de tallo bastante corto, no más de veinte centímetros—. Sin espinas, mi cielo. Os lo muestro para que de este modo temáis únicamente lo que verdaderamente es motivo de temor. Aquí no hay descuidos ni patochadas.
Bella pudo ver la cesta atestada de flores que estaban dispuestas con sumo cuidado.
La reina soltó una risa alegre y cambió de posición en su silla:
—Vino, Alexi—dijo—, vino dulce, pues esta habitación está ciertamente impregnada de dulzura.
Lady Juliana soltó una risa delicada, como si acabara de recibir un maravilloso cumplido, y empezó a bailar por la estancia, haciendo girar los faldones de color rosa y balanceando las largas trenzas.
Bella, pese a que su visión seguía enturbiada por el llanto, la observó admirada. La mujer le pareció, como la reina, inmensa y poderosa. El rostro sonriente de lady Juliana se volvió hacia Bella como una luz, y el brillo de las antorchas centelleó en el broche rojo oscuro que llevaba en la garganta, así como en las joyas que estaban cosidas tan diestramente a su amplia faja. Sus pantuflas de satén rosa, con tacones de plata, bailaban con ella hasta que llegó junto a la princesa, a quien besó con afecto en lo alto de la cabeza.
—Parecéis muy desdichada, y eso no está bien. Ahora incorporaos sobre vuestras rodillas, doblad los brazos hacia atrás para exhibir vuestros exquisitos pechos, eso es, y arquead la espalda con más gracia. Félix, cepillad su cabello.
Mientras el paje se apresuraba a obedecer y desenredaba cuidadosamente los largos mechones de Bella que caían por su espalda, la princesa vio que lady Juliana sacaba de un cofre próximo una larga pala ovalada.
Era blanca, lisa y elástica, muy parecida a la que utilizó en el sendero para caballos, pero más pequeña y liviana. De hecho, era tan flexible que lady Juliana, tras dejar el cesto de flores, podía hacerla vibrar empujando el extremo de la misma con el pulgar.
«El dolor será punzante pero no tanto como la mano de la reina, ni como el arma utilizada en el sendero para caballos», supuso Bella, aunque era consciente de que tenía tantas ronchas en las nalgas que cualquier golpe, por más ligero que fuera, le provocaría cieno dolor.
Lady Juliana, que se reía y le susurraba algo a la reina, como si fuera una niña, se volvió en cuanto Félix hubo acabado. Bella permanecía de rodillas, esperando.
—Así que nuestra graciosa soberana os ha zurrado sobre su regazo, ¿no es cierto? También habéis conocido el sendero para caballos, sabéis hacer de sirvienta y, además, habéis soportado la irritación y las exigencias de vuestro amo y señor,
e incluso de vez en cuando alguna ruidosa manotada rutinaria de vuestro criado o de lord Gregory.
«Mi criado no me ha pegado nunca», pensó Bella enfadada, pero se limitó a responder como se esperaba de ella:
—Sí, milady...
—Pues ahora deberíais aprender un poco de verdadera disciplina, ya que en este jueguecito que he preparado se pone a prueba vuestra voluntad por complacer. Pero no creáis que no os beneficiará. Y bien... —cogió un manojo de rosas del cesto—, las esparciré por la estancia. ¿Sabéis lo que tenéis que hacer, preciosa mía? Correréis muy deprisa para recoger cada una de las flores con los dientes y las dejaréis en el regazo de vuestra soberana. Cuando ella haya acabado con vos, deberéis ir a coger otra, y otra, y una más. Lo haréis todo lo rápido que podáis, ¿sabéis por qué? Porque se os ordena que así lo hagáis, y porque el castigo será mayor si no os apresuráis a obedecer.
Levantó las cejas y le sonrió a Bella.
—Sí, milady —contestó Bella, incapaz de pensar, aunque la idea de tener que obedecer a toda prisa descubrió un nuevo y extraño matiz de recelo en ella. No le hacía ninguna gracia. La aterrorizaba. En el sendero para caballos se recordó sin ninguna gracia mientras corría rápidamente y sin aliento. Oh, pero no debía pensar en nada más que en obedecer.
—Poneos sobre vuestras manos y rodillas, niña mía. ¡Y, por supuesto, hacedlo muy, muy rápido!
Lady Juliana esparció al instante los pequeños capullos rosas de tallos encerados por toda la habitación.
Bella se dobló hacia delante para atrapar con los dientes la flor más próxima cuando se dio cuenta de que la dama estaba justo detrás de ella. El mango de la pala ovalada era tan largo que lady Juliana ni siquiera tuvo que inclinarse cuando le pegó a Bella quien, con un respingo, dejó caer la flor.
—¡Recogedla inmediatamente! —gritó lady Juliana—. Los labios de Bella rozaron la alfombra antes de conseguir atrapar la flor.
La pala se abalanzó con un terrorífico zumbido y golpeó sonoramente sus ronchas irritadas mientras ella se precipitaba a cuatro patas para llegar junto a la reina. Lady Juliana ya le había propinado otros siete u ocho palazos antes de que Bella pudiera dejar la flor obedientemente en el regazo de la reina.
—Ahora, daos la vuelta inmediatamente —ordenó la dama— e id a por otra.
Volvía a zurrar furiosamente a Bella, que corría en busca de otra flor. En cuanto la tuvo en sus labios, se precipitó hasta la reina, pero los golpes
la perseguían. Bella quería gritar pidiendo paciencia mientras iba a por otra.
Recogió la cuarta, la quinta, la sexta, depositándolas una a una en el regazo de la reina, aunque no había forma de escapar de la pala, de su persistencia, ni de la voz de lady Juliana que la apremiaba de muy mal humor.
—Deprisa, mi niña, rápido, ponéosla entre los labios y volved a por otra una vez más.
Su ondeante falda rosa daba la impresión de estar en todas partes. Bella parecía rodeada por el destello de sus pequeñas pantuflas con tacón de plata, y a pesar de que las rodillas le abrasaban debido al roce con la áspera lana de la alfombra, ante sus ojos continuó la búsqueda, sin aliento, de las pequeñas rosas rosadas que había por todas partes, esparcidas ante sus ojos.
No obstante, no importaba cómo jadeara intentando cobrar aliento, ni lo húmedos que estuvieran su rostro y sus extremidades. No podía alejar de su mente el pensamiento de lo que estaba haciendo. Se imaginaba sus propias nalgas manchadas de ronchas blancas, los muslos enrojecidos y los pechos colgando entre los brazos mientras se arrastraba por el suelo como un animal despreciable. No había piedad para ella, y lo peor era que no podía complacer a lady Juliana, quien la incitaba e incluso en aquel instante la estaba pateando con la punta de su pantufla. Los llantos de Bella eran súplicas mudas, pero el tono de lady Juliana resonaba furioso, lleno de insatisfacción.
Era horroroso que la golpearan con tal rabia.
—¡Deprisa! ¿Me oís?—La voz de lady Juliana sonaba casi con desdén. La zurraba con toda su fuerza, y ahora soltaba pequeños chasquidos de impaciencia. Bella se raspaba los pezones en la alfombra cada vez que se inclinaba para obedecer y, de pronto, con un sobresalto, sintió la punta de la pantufla de lady Juliana en su pubis. Profirió un grito asustado y volvió con la rosa hasta la reina con la impresión de que alrededor de ella no cesaba la risa muda de los pajes y la más aguda carcajada de la reina. Pero lady Juliana había encontrado otra vez aquel punto tierno y metió a la fuerza la larga pantufla puntiaguda de satén justamente por la vagina de Bella.
De pronto, mientras Bella se daba la vuelta para encontrarse aún más rosas esparcidas en el suelo, sus sollozos se convirtieron en gemidos amortiguados. Se volvió hacia lady Juliana aun cuando la pala le azotaba los muslos y las pantorrillas, y besó y rebesó aquellas pantuflas de satén rosa.
—¿Qué?—exclamó lady Juliana con verdadera indignación—. ¿Os atrevéis a pedirme clemencia delante de la reina? ¡Condenada, condenada niña! —Dio una manotada a las nalgas de Bella, la agarró por el pelo con la mano izquierda y la levantó de un tirón, que forzó
repentinamente la cabeza de la princesa hacia atrás, lo que la obligó a separar las rodillas para mantener el equilibrio.
Los sollozos de Bella sonaban ahora sofocados y desiguales. Lady Juliana le entregó la pala a uno de los pajes y éste le ofreció al instante un ancho y pesado cinturón de cuero.
Lady Juliana golpeó con éste el trasero de Bella y un ruido sordo resonó en la estancia. Volvió a golpearla de nuevo.
—¡Coged otra rosa, otra, dos, tres, cuatro, todas en la boca, sin más tardanza, y llevádselas a la reina inmediatamente!
Bella obedecía a toda prisa. Estaba tan desesperada por obedecer, por alejar la furia de lady Juliana que no sentía nada en absoluto. Sin duda, este juego era más feroz, y frenético que los peores momentos del sendero para caballos. Mientras Bella se volvía para recoger más rosas pequeñas, sintió que la reina le cogía la cara entre ambas manos y la inmovilizaba quieta para que lady Juliana pudiera pegarle.
No importaba. Si no era capaz de contentarlas, se merecía que la golpearan. Temblaba con cada azote de la correa, y aun así, bañada en lágrimas, levantaba el trasero para recibir nuevos castigos.
Pero la reina todavía no estaba satisfecha. En aquel instante la tenía cogida por el cabello, la mano tiraba hacia atrás de su cabeza, e hizo que se diera la vuelta mientras lady Juliana abofeteaba los pechos y el vientre de Bella y la azotaba con la ancha correa de cuero en el pubis.
La reina mantenía sujeta firmemente la melena de Bella.
—¡Abrid las piernas! —ordenó lady Juliana.
—Oooooh... —exclamó Bella que sollozaba a voz en grito, pero obedeció e impulsó desesperadamente las caderas hacia delante para recibir el furioso castigo. Debía complacer a lady Juliana, tenía que demostrarle que lo había intentado. Sus sollozos se volvieron más roncos y acongojados. La correa alcanzó sonoramente sus labios púbicos una y otra vez. Bella no sabía qué era peor, si el pequeño estallido de dolor o la violación que este acto representaba.
La reina tiraba tanto de su cabeza que en aquel instante reposaba ya en su regazo. Bella sentía surgir sus propios sollozos de su pecho y de sus labios, casi lánguidamente.
Estoy indefensa, no soy nada», pensaba, al igual que lo hizo en el sendero para caballos, en el instante de mayor agotamiento. El cinturón le golpeó los senos. Ya no podía soportarlo más, pero aunque su pubis quemada de dolor, ni siquiera se le ocurrió protegerse con los brazos. Sus propios sollozos le producían un delicioso alivio.
Paulatinamente, sintió cómo se debilitaba, cómo cedía. Notó que la mano de la reina le acariciaba la barbilla y a continuación se percató de que lady Juliana se dejaba caer en un frenesí de seda rosa y le besaba la garganta y los hombros.
—Así, así —dijo la reina—, mi valiente y pequeña esclava.
—Eso es, mi muchacha, mi virtuosa y encantadora muchacha —reafirmó inmediatamente lady Juliana como si le hubieran dado permiso. Los golpes habían cesado. Sólo los gritos de Bella llenaban la habitación—. Lo habéis hecho muy bien, muy bien; lo intentasteis con todas vuestras fuerzas, y cómo os esforzabais por conservar la gracia.
La reina empujó suavemente a Bella hacia los brazos de lady Juliana, quien se puso de pie levantándola en su abrazo, presionando con las manos sus nalgas inflamadas.
Los brazos de lady Juliana eran suaves y sus labios le hacían cosquillas, la acariciaban. Bella sintió sus propios senos contra el pecho voluminoso de lado Juliana y luego pareció perder toda consciencia de su propio peso y su sentido del equilibrio.