Bella se ruborizó intensamente. Ni siquiera había imaginado que el príncipe la hubiera sorprendido en esto.
—Alteza, sólo estaba aprendiendo lo que se espera de ella, o al menos eso pensé... —el noble respondió con gran humildad—. Fui yo quien dirigió su atención a los otros esclavos para que pudiera beneficiarse de su obediente ejemplo. —Ah, bien —respondió el príncipe en tono cansado pero conforme—, quizá se trate únicamente de que estoy demasiado enamorado de ella. Al fin y al cabo, no me la enviaron como tributo, la gané yo mismo, la reclamé para mí, y parece ser que estoy demasiado celoso. Quizá busco algún motivo para castigarla. Podéis marcharon. Volved mañana a por ella, si así lo deseáis, y ya veremos qué pasa.
Lord Gregory, obviamente preocupado por la posibilidad de haberse equivocado, salió de la estancia a toda prisa.
Bella se quedó a solas con el príncipe, que estaba sentado junto al fuego en silencio, mirándola. Ella estaba muy turbada; era consciente de su sonrojo, como siempre, y de que sus pechos palpitaban. De pronto, se adelantó apresuradamente y posó sus labios sobre la bota del príncipe, que se movió como si recibiera el beso de modo aparentemente favorable: cada vez que ella la besaba repetidamente, la bota se levantaba un poco.
Bella gemía. Oh, ansiaba tanto que él le diera permiso para hablar. Pero cuando recordó su fascinación por el príncipe castigado, se sonrojó aún más.
Sin embargo, el príncipe se levantó. La cogió por la muñeca, la levantó y, llevándole las manos a la espalda para poder sujetarla firmemente, le zurró en ambos pechos con fuerza hasta que ella gritó al sentir la oscilación de la carne pesada y el escozor de sus manos en los pezones.
—¿Estoy enfadado con vos? ¿O no lo estoy? —le preguntó apaciblemente.
Ella gimió, suplicante. Entonces él la colocó sobre su rodilla, del mismo modo en que había visto que colocaban al joven príncipe cautivo sobre la rodilla del paje, y con su mano desnuda le propinó una estrepitosa avalancha de golpes que le hicieron llorar a voz en grito durante un buen rato.
—¿A quién pertenecéis? —preguntó en voz baja, pero enfadada.
—A vos, mi príncipe, ¡completamente! —gritó. Aquello era atroz. A continuación, de pronto, la princesa, incapaz de controlarse a sí misma, dijo—: Por favor, por favor, mi príncipe, no os enfurezcáis, no...
Pero al instante la mano izquierda del príncipe le cubrió la boca con fuerza y sintió otra terrible descarga de azotes violentos hasta que la carne le quemó y no pudo controlar su llanto.
Sentía los dedos del príncipe contra sus labios, sin embargo, esto apenas la satisfizo. Seguidamente, el príncipe la puso de pie y, asiéndola de las muñecas, la llevó hasta un rincón de la habitación, entre el fuego que ardía en la chimenea y la ventana cuyas cortinas estaban corridas. Allí había un alto taburete de madera tallada en el que él se sentó mientras la sostenía de pie a su lado. Ella lloraba quedamente, pero ya no se atrevía a suplicarle, no le importaba lo que sucediera. Él estaba furioso, su enfado era violento, y aunque ella podía aguantar cualquier dolor para complacerlo, aquello le resultaba insoportable. Debía satisfacerlo, hacer que volviera a ser cariñoso, y entonces ningún dolor sería inaguantable para ella.
El príncipe le dio la vuelta. Bella se quedó frente a él, que permanecía sentado observándola. La princesa no se atrevía a mirarlo a la cara. Entonces él se echó hacia atrás la capa, apoyó la mano en la hebilla dorada de su cinturón y dijo:
—Soltad esto.
Al instante, ella se afanó en obedecerlo. Empezó a trabajar con los dientes, aunque no le había dicho cómo hacerlo. Tenía la esperanza de contentarlo y rogaba para que así fuera. Estiró el cuero, con la respiración acelerada, y luego echó hacia atrás la correa para que el cinturón se soltara.
—Ahora, sacadlo —ordenó el príncipe— y dádmela.
Ella obedeció al instante, aun cuando ya sabía lo que sucedería a continuación. Era un cinturón de cuero ancho y grueso. Quizá no fuera peor que la pala.
Seguidamente él le dijo que levantara las manos y la vista, y vio por encima de ella un gancho de metal que colgaba de una cadena sujeta al techo justo sobre su cabeza.
—Como veis aquí no nos faltan recursos para los pequeños esclavos desobedientes —dijo con su apacible voz de siempre—. Ahora agarrad el gancho, aunque tendréis que poneros de puntillas, y no se os ocurra soltarlo, ¿me habéis entendido? —Sí, mi príncipe —lloriqueó ella.
La princesa se aferró al gancho, que dio la impresión de estirarla, y él retrocedió hasta el taburete, donde se sentó y pareció acomodarse. Tenía espacio suficiente para blandir la correa que había convertido en un lazo, y durante un momento permaneció en silencio.
Bella se maldijo por haber admirado al joven príncipe Alexi. Estaba avergonzada incluso de haber pensado en él, y cuando resonó el primer golpe del cinturón en sus muslos, soltó un gritito asustado pero se sintió complacida.
Se lo merecía. Nunca más cometería tamaño error, no importaba lo hermosos o tentadores que fueran los esclavos; su descaro al mirarlos había sido una falta imperdonable, y debía pagar por ello.
El ancho y pesado cinturón de cuero la golpeó con un sonido ruidoso y terrorífico. La carne de sus muslos, quizá más tierna que la del trasero, pese a lo irritado que estaba, pareció encenderse bajo los azotes. Bella tenía la boca abierta, no podía mantenerse quieta y, de pronto, el príncipe le ordenó que levantara las rodillas e iniciara una marcha sin moverse del sitio.
—¡Rápido, rápido, sí, sí, mantened el ritmo! —dijo enfadado. Bella, pasmada, se esforzó por obedecer y marchaba deprisa, mientras sus pechos se movían con el esfuerzo y el corazón le latía con violencia.
—Más arriba, más rápido —ordenó el príncipe. Ella marchó como él le mandaba: los pies resonaban en el suelo de piedra, las rodillas subían muy alto, los pechos suponían un terrible y doloroso peso debido al balanceo y, una vez más, el cinturón la golpeó estrepitosamente y le quemó la piel.
El príncipe parecía colérico.
Los golpes llegaban cada vez más rápidos, tanto como el movimiento de sus piernas. Bella no tardó en retorcerse y forcejear para evitarlos. Lloraba a gritos, incapaz de contenerse, pero lo peor de todo, lo más duro de soportar, era el enfado del príncipe. Si al menos todo esto sirviera para contentarlo, si pudiera complacerlo con ella... Bella lloraba y hundía la cabeza en el brazo, las yemas de sus pies le ardían y los muslos parecían estar hinchados y llenos de ronchas dolorosas mientras él, una vez más, descargaba su ira en su trasero.
Los azotes llegaban muy deprisa. Bella había perdido la cuenta, sólo sabía que eran muchísimos más de los que le había propinado anteriormente, y al parecer cada vez estaba más alterado: su mano izquierda le empujaba la barbilla hacia arriba y le cerraba la boca para que no pudiera gritar, y no dejaba de ordenarle que marchara más deprisa y que levantara las piernas más arriba.
—¡Me pertenecéis! —dijo sin detener ni por un momento el sonoro ritmo del cinturón que la azotaba—. Aprenderéis a satisfacerme en todos los aspectos; nunca me contentaréis si dirigís vuestra mirada a los esclavos varones de mi madre. ¿Queda claro? ¿Lo habéis entendido?
—Sí, mi príncipe—se esforzó por decirle.
Él parecía desesperado por castigarla. De pronto, la detuvo levantándola por la cintura, la arrojó sobre el taburete que acababa de abandonar y la dejó balanceándose del gancho al que se sujetaba como si de ello dependiera su vida. A continuación la lanzó de un empujón encima del taburete, cuyo asiento le apretó el sexo desnudo, mientras las piernas sobresalían indefensas por detrás.
Entonces él le propinó la peor tunda de golpes, fuertes manotadas que hicieron que sus pantorrillas temblaran y le escocieran como antes le habían escocido sus muslos. Pero no importaba cuánto se entretuviera con las piernas, siempre volvía a golpear sus nalgas, castigándolas con toda su fuerza hasta que Bella se sofocaba en sus propios sollozos y tenía la impresión de que aquello se eternizaba.
De repente, se detuvo.
—Soltad el gancho—ordenó él, y luego la cogió, la puso sobre su hombro y la llevó al otro lado de la habitación, donde la arrojó en la cama.
Bella cayó de espaldas sobre la almohada e inmediatamente las nalgas y muslos, irritados e hinchados, notaron una picazón y cierta aspereza. En cuanto giró la cabeza a un lado, Bella vio las joyas que relucían sobre la colcha, y entonces supo cómo la torturarían en cuanto él se pusiera sobre ella.
Pero aún así, lo deseaba con tanta intensidad que cuando vio que se alzaba sobre ella, no sintió el dolor palpitante en su cuerpo sino un torrente de jugos que se deslizaba entre sus piernas y soltó un nuevo gemido mientras se abría a él.
No podía evitar levantar las caderas, mientras rogaba para no desagradarle.
El príncipe se arrodilló sobre ella y sacó su miembro erecto de los pantalones; a continuación, la levantó para ponerla de rodillas y empalarla sobre su miembro.
Ella gritó y la cabeza le cayó hacia atrás. Sentía una gran cosa dura que se movía dentro de su orificio irritado y tembloroso. Pero notó que el órgano se bañaba en sus jugos y, mientras el príncipe la penetraba más adentro y la empujaba sobre él, le pareció un espetón que restregaba contra algún núcleo misterioso en su interior enviando el éxtasis por todo su cuerpo y obligándola a soltar quejidos y gemidos en contra de su voluntad. Las embestidas del príncipe eran cada vez más rápidas; luego, él también gimió, y la sostuvo muy cerca, con el pecho contra sus doloridos senos, los labios sobre la nuca de Bella, su cuerpo relajándose lentamente.
—Bella, Bella—susurró él—. Ciertamente me habéis conquistado, como yo a vos. Nunca volváis a provocar mis celos. ¡No sé qué haría si eso pasara!
—Mi príncipe —gimió ella y lo besó en la boca; cuando vio la angustia en su rostro, lo cubrió de besos—. Soy vuestra esclava, mi príncipe.
Pero él sólo gemía, apretaba la cara contra su cuello, y parecía ausente.
—Os amo —imploró ella. Luego él la tendió sobre la cama y, acercándose a su lado, cogió el vino del estante situado junto a la cama. Durante un buen rato, mientras él contemplaba fijamente el fuego, pareció que estaba ausente.
Bella soñó un sueño de hastío. Vagaba por el castillo en el que había vivido toda su vida, sin nada que hacer, y de tanto en tanto se detenía en un ancho asiento situado al pie de una ventana para observar las diminutas figuras de los campesinos en los campos que recogían la hierba recién cortada en almiares. En el cielo no había nubes y le disgustó su aspecto, su uniformidad y vastedad.
La princesa tenía la impresión de que no podía hacer nada que no hubiera hecho ya mil veces antes y luego, de pronto, llegó a sus oídos un sonido que no supo identificar.
Lo siguió, y a través de la puerta vio a una anciana, encorvada y fea, que estaba manejando un extraño artilugio, una gran rueda giratoria con un hilo que se enrollaba en un huso.
—¿Qué es?—preguntó Bella con gran interés.
—Venid a verlo vos misma —dijo la vieja, cuya voz era sumamente llamativa, ya que sonaba joven y fuerte, completamente ajena a su aspecto.
Al parecer, Bella acababa de tocar esta máquina prodigiosa con su rueda zumbante cuando sufrió un profundo desvanecimiento y oyó que todo el mundo se lamentaba a su alrededor.
—¡... dormid, dormid durante cien años! Bella quiso gritar, «¡Insoportable, insoportable, esto es peor que la muerte!», porque aquello parecía una intensificación del tedio contra el que siempre había luchado desde que tenía uso de razón, el vagar de una habitación a otra...
Pero se despertó. No estaba en casa, sino echada en la cama del príncipe, y sintió debajo de ella la punzada de la colcha enjoyada.
Las sombras saltarinas del fuego iluminaban la estancia. Vio el relumbrar de los postes tallados de la cama, y los coloridos cortinajes que caían en torno a ella. Bella se sintió animada y exaltada por el deseo, y se levantó de tan ansiosa que estaba por despojarse del peso y la textura de su sueño. Entonces se dio cuenta que el príncipe no estaba a su lado, sino allí, junto al fuego, con el codo apoyado en la piedra de la que pendía un blasón con espadas cruzadas. Aún llevaba la capa de brillante terciopelo rojo y las altas y puntiagudas botas de cuero vueltas hacia abajo. Estaba absorto, el rostro endurecido por la contemplación.
La pulsación que latía entre las piernas de Bella se aceleró. Se agitó y soltó un débil suspiro que despertó al príncipe de sus pensamientos. Él se aproximó a ella. No podía ver su expresión en la oscuridad.
—Bien, sólo hay una respuesta—le dijo a Bella—. Deberéis acostumbraros a todas las vistas del castillo, y yo me habituaré a veros acostumbrada a ellas.
El príncipe tiró de la cuerda de la campana que estaba junto a la cama, luego levantó a Bella y la sentó en el extremo del lecho, de forma que las piernas le quedaron recogidas debajo del cuerpo.
Entró un paje, tan inocente como el muchacho que había castigado al príncipe Alexi con tanta diligencia. Era un paje extremadamente alto, como todos, y tenía unos brazos poderosos. Bella estaba convencida de que los habían escogido por estas cualidades. No cabía duda de que, si se lo ordenaban, podría sujetarla boca abajo por los tobillos, pero mostraba un rostro sereno, sin el menor indicio de mezquindad.
—¿Dónde está el príncipe Alexi? —preguntó el soberano. Parecía enfadado y decidido, y andaba a paso regular de un lado a otro mientras hablaba.
—Oh, esta noche tiene problemas muy serios, alteza. La reina está muy inquieta por su torpeza, puesto que debería ser un ejemplo para otros, así que ha ordenado que lo aten en el jardín, en una postura sumamente incómoda.
—Sí, bien, haré que esté aún más incómodo. Pedidle permiso a su majestad y traedlo a mi presencia. Y que venga el escudero Félix con él.
Bella se asombró al oír todo esto. Intentó mantener el rostro tan calmado como el del paje, pero sentía algo más que alarma. Iba a ver al príncipe Alexi otra vez y no se imaginaba cómo podría ocultar sus sentimientos ante su señor. Si al menos pudiera distraer su atención...
Pero cuando Bella soltó un leve susurro, el príncipe le ordenó de inmediato que permaneciera en silencio, que se quedara sentada donde estaba y que bajara la vista.
El cabello caía a su alrededor, le hacía cosquillas en los brazos y los muslos, y fue consciente, casi con placer, de que no podía hacer nada para escapar de ello.