—Estoy en deuda con vos, príncipe —respondió el rey—. Pero ¿podéis decirme vuestro nombre, el de vuestra familia?
—Mi madre, la reina Eleanor, vive al otro lado del bosque —dijo el príncipe—. En vuestra época, era el reino de mi bisabuelo: él era el rey Heinrick, vuestro poderoso aliado.
El príncipe advirtió la sorpresa reflejada en el rostro del rey y luego su mirada de confusión. El príncipe lo comprendió perfectamente. Al ver el rubor que cubría la tez del soberano, le dijo:
—En aquella época, durante un tiempo prestasteis vasallaje en el castillo de mi bisabuelo, ¿no es cierto?, y quizá también vuestra reina, ¿no?
El rey apretó los labios con gesto de resignación y asintió lentamente:
—Sois descendiente de un poderoso monarca —susurró, y el príncipe se percató que el rey no levantaba los ojos para no ver a su hija desnuda.
—Me llevaré a Bella para que preste servidumbre —afirmó el príncipe—. Ahora ella es mía. —Con su largo cuchillo de plata cortó el caliente y suculenta asado de cerdo y dispuso varios pedazos en su propio plato. Los sirvientes competían entre ellos para aproximarle más bandejas.
Bella estaba sentada con las manos de nuevo sobre los pechos; tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas y temblaba levemente.
—Como deseéis —dijo el rey—. Estoy en deuda con vos.
—Habéis recuperado vuestra vida y vuestro reino —continuó el príncipe—. Y yo tengo a vuestra hija. Pasaré aquí la noche y mañana partiremos hacia el otro lado de las montañas para convertirla en mi princesa.
Se había servido algo de fruta y más pedazos de asado. A continuación, con un suave chasquido de los dedos, le dijo a Bella en un susurro que se acercara a él.
Advirtió la vergüenza que sentía ella ante los sirvientes.
Pero aun así le quitó la mano de su sexo. —No volváis a taparos de este modo, nunca más —dijo. Pronunció estas palabras casi con ternura, al tiempo que le retiraba el pelo de la cara. —Sí, mi príncipe—susurró ella. Tenía una vocecita encantadora—. Pero es tan difícil.
—Por supuesto que lo es —sonrió él—. Pero lo haréis por mí.
Entonces la cogió y la sentó sobre el regazo, abrigándola con su brazo izquierdo.
—Besadme —dijo, y al experimentar de nuevo la cálida boca sobre la suya, sintió que el deseo le invadía de nuevo, demasiado pronto para su gusto, pero decidió saborear este leve tormento.
—Podéis marcharon —le dijo al rey—.Ordenad a vuestros criados que tengan mi caballo preparado por la mañana. No necesitaré caballo para Bella. Sin duda habréis encontrado a mis soldados a las puertas de vuestro castillo —el príncipe se rió—. Les daba miedo entrar conmigo. Decidles que estén dispuestos al amanecer, entonces podréis despediros de vuestra hija, Bella.
El rey alzó la vista breve y rápidamente para acatar las órdenes del príncipe y con una cortesía inagotable retrocedió hasta salir por la puerta.
El príncipe centró toda su atención en Bella. Levantó una servilleta y le enjugó las lágrimas. Ella mantenía obedientemente las manos sobre los muslos, mostrando su sexo, y él observó con aprobación que no intentaba esconder sus endurecidos pezones rosados con los brazos.
—A ver, no os asustéis —le dijo con dulzura mientras le acercaba un poco de comida a su boca temblorosa. Luego le palmeó los pechos que vibraron ligeramente—. Podría haber sido viejo y feo.
—Pero entonces yo podría sentir lástima por vos—dijo con voz dulce, tímida.
Él se rió:
—Voy a castigaron por esto —le dijo con ternura—. Aunque de vez en cuando alguna pequeña impertinencia femenina resulta divertida.
Ella se sonrojó fuertemente y se mordió el labio.
—¿Tenéis hambre, hermosa? —le preguntó él. Advirtió que le daba miedo responder. — Cuando os pregunte diréis, «Sólo si os place, mi príncipe», y sabré que la respuesta es sí. O, =no, a menos que así os plazca, mi príncipe», y entenderé que la respuesta es no. ¿Me entendéis?
—Sí, mi príncipe —contestó ella—. Tengo hambre sólo si os place, mi príncipe.
—Muy bien, muy bien—dijo con sincera emoción. Cogió un pequeño racimo de brillantes uvas púrpuras y se las llevó a la boca una a una, sacando a continuación las pepitas y dejándolas a un lado.
Luego observó con evidente placer cómo ella bebía a grandes tragos de la copa de vino que le sostenía en los labios. Después le enjugó la boca y la besó.
Los ojos de Bella centelleaban pero había dejado de llorar. El príncipe palpó la suave carne de su espalda y sus pechos tina vez más.
—Excelente —susurró—. ¿Así que antes estabais terriblemente consentida y os concedían todo lo que deseabais?
Ella, confundida, volvió a sonrojarse y luego asintió con cierra vergüenza.
—Sí, mi príncipe, creo que quizás...
—No tengáis miedo de contestarme con muchas palabras—le instó—siempre que sean respetuosas. No habléis nunca a menos que yo os hable antes, y aseguraos cuidadosamente de tener en cuenta qué es lo que me complace. ¿Estabais muy malcriada y os lo concedían todo, pero ¿erais testaruda?
—No, mi príncipe, creo que no lo era ——dijo—. Intentaba ser una alegría para mis padres.
—Y seréis una alegría para mí, querida mía —dijo cariñosamente.
Sin dejar de rodearla firmemente con el brazo izquierdo, el príncipe siguió cenando.
Comía con entusiasmo: cerdo, ave, algo de fruta y varias copas devino. Luego les dijo a los sirvientes que lo retiraran todo y que salieran.
Habían puesto sábanas y colchas limpias sobre la cama, almohadas mullidas, rosas en un jarro próximo, y también varios candelabros.
—Y bien—dijo el príncipe mientras se levantaba y la colocaba ante él—. Tenemos que acostarnos puesto que mañana se presenta una larga jornada. Y aún tengo que castigaron por la impertinencia de antes.
Las lágrimas asomaron de inmediato a los ojos de Bella, que imploró al príncipe con su mirada. Casi alargó los brazos para cubrirse los pechos y el sexo, pero recordó las instrucciones anteriores y apretó con impotencia los pequeños puños a ambos lados del cuerpo.
—No os castigaré mucho —dijo él con ternura, levantándole la barbilla—. No fue más que una pequeña falta y, al fin y al cabo, la primera. Pero,
Bella, para ser sinceros, os diré que me encantará castigaron.
Ella se mordía el labio y el príncipe se percató de que quería hablar; el esfuerzo por controlar la lengua y las manos era casi excesivo para ella.
—Está bien, preciosidad, ¿qué queréis decir? —preguntó.
—Por favor, mi príncipe —rogó—. Me dais tanto miedo.
—Descubriréis que soy más tolerante de lo que pensáis—le dijo.
Se quitó el largo manto, lo arrojó sobre una silla y echó el cerrojo a la puerta. Luego apagó casi todas las luces, a excepción de unas pocas velas.
Iba a dormir con la ropa puesta, como hacía la mayoría de noches que pasaba en los bosques, en las posadas del campo o en las casas de esos humildes campesinos en las que se detenía en ocasiones, puesto que eso no era un gran inconveniente para él.
Al acercarse a ella pensó que debía ser clemente y llevar a cabo el castigo con rapidez. Se sentó a un lado de la cama, se estiró para alcanzarla y, sujetándole las muñecas con la mano izquierda, atrajo su cuerpo desnudo y lo tumbó sobre su regazo de modo que las piernas pendían inútilmente sin tocar del suelo.
—Preciosa, preciosísima—dijo mientras recorría lánguidamente con su mano derecha las redondas nalgas, obligándolas a separarse ligeramente cada vez un poquito más.
Bella lloraba a viva voz pero amortiguaba el llanto contra la cama, con las manos sujetas ante sí por el largo brazo izquierdo del príncipe.
Entonces él, con la mano derecha, le dio un azote en el trasero y comprobó cómo el llanto subía de volumen. La verdad, no había sido un palmetazo tan fuerte, pero dejó una marca roja sobre la piel. Él volvió a zurrarle, sintió cómo la princesa se retorcía contra él, notó el calor y la humedad de su sexo contra la pierna y, una vez más, le propinó otro azote.
—Creo que sollozáis más por la humillación que por el dolor—le regañó con voz suave.
Ella forcejeaba por amortiguar el sonido de sus quejas.
El príncipe abrió la palma derecha y, al sentir el calor de las nalgas enrojecidas, volvió a alzar la mano y soltó otra serie de palmetazos sonoros, fuertes, sonriendo mientras ella se resistía.
Podría haberla zurrado con mucha más fuerza, sólo para placer propio y sin hacerle demasiado daño. Pero se lo pensó mejor. Tenía tantas noches por delante para estos deleites...
Entonces la levantó para dejarla de pie ante él. —Retiraos el pelo de la cara—le ordenó. El rostro manchado de lágrimas era de una belleza indescriptible. Los labios vibraban temblorosos, los ojos azules destellaban con la humedad de las lágrimas. Ella obedeció de inmediato.
—No creo que estuvierais tan mimada —dijo—. Me parecéis muy obediente y dispuesta a complacer, y esto es algo que me hace muy feliz.
Advirtió que ella se tranquilizaba.
—Ahora, unid las manos detrás del cuello —ordenó—, por debajo del pelo. Así es, muy bien —volvió a levantarle la barbilla—. Tenéis el hábito modesto de bajar la mirada con sumo encanto. Pero ahora quiero que me miréis directamente a la cara.
Ella obedeció tímidamente, con aire desdichado. En aquel instante, al mirarlo a él, sintió que era más consciente de su propia desnudez e indefensión. Tenía unas pestañas tupidas y oscuras, y sus ojos azules eran más grandes de lo que él había pensado.
—¿Me encontráis guapo? —le preguntó—. Ah, pero antes de contestarme, debéis saber que lo que me gustaría conocer es vuestra sincera opinión, no lo que vos creáis que desearía oír, o lo que os convendría contestar, ¿me entendéis? —Sí, mi príncipe—susurró. Parecía más sosegada.
Él alargó la mano, le friccionó ligeramente el pecho derecho y luego le acarició las axilas vellosas, palpando la pequeña curvatura que formaba allí el músculo, bajo el menudo mechón de pelo dorado; y a continuación le acarició ese vello tupido y húmedo, entre las piernas, lo que obligó a la joven a suspirar y temblar.
—Y bien—dijo él—, responded a mi pregunta y describid lo que veis. Describidme como si me acabarais de conocer y estuvierais hablando confidencialmente con vuestra doncella.
Ella volvió a morderse el labio, lo que a él le encantaba, y luego, con voz un poco apagada por la incertidumbre, dijo:
—Sois muy apuesto, mi príncipe, nadie podría negarlo. Y para ser... para ser...
—Continuad —dijo. La atrajo un poco más hacia él de manera que el sexo de ella se apretara contra su rodilla. La rodeó con el brazo derecho, le meció el pecho con la izquierda y rozó con los labios la mejilla de la princesa.
—Y para ser tan joven sois muy dominante —dijo ella—, no es lo que cabría esperar.
—Y decidme, ¿cómo se detecta eso en mí, aparte de por mis actos?
—Vuestro talante, mi príncipe—dijo, su voz iba cobrando un poco de firmeza—. La mirada de vuestros ojos, tan oscuros... vuestro rostro. No exhibe ninguna de las dudas de la juventud.
Él sonrió y le besó la oreja. Se preguntaba por qué estaba tan caliente la pequeña y húmeda hendidura entre sus piernas. Sus dedos no podían dejar de tocarla. Aquel día ya la había poseído dos veces, y volvería a poseerla, pero estaba pensando que convendría actuar con más lentitud.
—¿Os gustaría si fuera más viejo?—le susurró. —Había pensado —dijo ella— que sería más fácil. Recibir órdenes de alguien tan joven —siguió— significa sentir el propio desamparo.
—Sus lágrimas habían vuelto a brotar y se derramaban por sus mejillas, así que el príncipe la empujó cuidadosamente hacia atrás para poder verle los ojos.
—Querida mía, os he despenado del sueño de todo un siglo y he restaurado el reino de vuestro padre. Sois mía. No os resultaré un amo tan duro, sólo un amo muy concienzudo. Cuando logréis pensar únicamente en complacerme, noche y día, y a cada momento, las cosas serán muy fáciles para vos.
Mientras ella trataba esforzadamente de no apartar la mirada, el príncipe apreció de nuevo cierto alivio en su rostro, y también que su persona le infundía un temor absoluto.
—Y ahora —dijo, y metió los dedos de la mano izquierda entre sus piernas, al tiempo que la atraía otra vez hacia él haciéndole soltar un pequeño jadeo que ella fue incapaz de contener—, quiero de vos más de lo que he tenido antes. ¿Sabéis a que me refiero, mi Bella Durmiente?
Ella sacudió la cabeza; en aquel momento estaba aterrorizada.
ÉI la levantó en brazos y, llevándosela hasta la cama, la tumbó allí.
Las velas desprendían una luz cálida, casi rosada, que iluminaba el cuerpo desnudo y el cabello que caía a ambos lados de la cama. Bella estaba a punto de ponerse a gritar, pero se esforzaban por mantener las manos quietas a los costados.
—Querida mía, hay una dignidad en vos que os escuda de mí, tanto como este precioso cabello dorado que os cubre y os ampara. Ahora quiero que os rindáis a mí. Lo comprenderéis y os sorprenderá haber llorado la primera vez que os lo he sugerido.
El príncipe se inclinó sobre ella. Le separó las piernas. Notaba cuánto le costaba no cubrirse con las manos o volverse a un lado. Le acarició los muslos. Luego, con el índice y el pulgar, exploró el sedoso vello húmedo, palpó aquellos pequeños labios tiernos e hizo que se separaran ampliamente.
Un terrible estremecimiento sacudió todo el cuerpo de Bella. Con la mano izquierda, él le tapó la boca y ella sollozó suavemente. Él pensó que al parecer le resultaba más fácil con la boca así tapada, de modo que, por el momento, aquello ya estaba bien. Habría que enseñarle todo a su debido tiempo.
Con los dedos de la mano derecha encontró aquel nódulo de carne entre los tiernos labios inferiores, y lo friccionó hacia delante y atrás hasta que ella levantó las caderas, arqueando la espalda a pesar suyo. Su carita, bajo la mano del príncipe, era el vivo retrato de la angustia. Él sonrió para sus adentros.
Pero mientras sonreía, sintió por primera vez el fluido caliente entre las piernas de la joven, el verdadero fluido que antes no había aparecido con su sangre virginal.
—Eso es, eso es, querida mía —dijo—. No debéis resistiros a vuestro amo y señor, ¿verdad? Entonces se abrió la ropa y extrajo su sexo erecto, ansioso y, subiéndose sobre ella, lo posó en su cadera mientras continuaba acariciándola y friccionándola.