El que habla con los muertos (48 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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Cuando los dos hombres que habían salido de la casa se dirigieron hacia el río, Dragosani dio una última calada al cigarrillo, haciendo pantalla con las manos para que no se viera el resplandor, y luego lo arrojó al suelo y lo apagó con el taco del zapato. Batu dejó de flexionar los brazos, y los dos, inmóviles como estatuas, observaron la obra que se representaba ante ellos.

Cuando llegaron a la orilla del río, las dos figuras se quitaron los abrigos, los dejaron en el suelo y se agacharon para ponerse los patines. Intercambiaron algunas palabras, pero hablaban en voz baja, y el viento no dejaba oír lo que decían. Pero Dragosani advirtió que la voz de Shukshin sonaba agresiva y amenazadora, y se preguntó por qué Keogh no se asustaba, o al menos mostraba sentir algún recelo. Pero no, la voz del joven sonaba serena y despreocupada, y él y Shukshin comenzaron a deslizarse sobre sus patines.

Al principio iban de un lado a otro juntos, casi a la par, pero luego la figura más delgada tomó la delantera, y patinando con bastante habilidad cobró velocidad y se dirigió río arriba hacia el lugar donde estaban escondidos los observadores. Dragosani y Batu se agacharon un poco más, pero en el último momento, y antes de llegar a donde estaban ellos, Keogh describió una amplia curva y cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto.

Shukshin, que iba detrás de Harry, casi se había detenido cuando el joven emprendió su rápida carrera. El ruso se deslizaba con menos seguridad, y comparado con Harry, parecía incluso torpe, pero cuando Keogh vino hacia él, se dio la vuelta para patinar en la misma dirección. Lo hizo para estorbar al otro. Keogh se inclinó en un
slalom
, y sus patines levantaron una nube de hielo y nieve cuando pasó a poquísimos centímetros de Shukshin; después se inclinó hacia el otro lado en un ángulo similar al del
slalom
para no perder el equilibrio y seguir la carrera. Sus patines arañaron el hielo a menos de treinta centímetros del círculo que Shukshin había ahuecado horas antes, y que el frágil hielo recién formado disimulaba.

Shukshin iba tan cerca de Harry que él también tuvo que desviarse bruscamente para no caer en su propia trampa.

—¡Ten cuidado, padrastro! —le gritó Harry por encima del hombro—. Casi choco contigo.

Dragosani y Batu lo oyeron, y Batu dijo:

—El jovencito tiene suerte… por el momento.

Dragosani, por su parte, no estaba tan seguro de que la suerte tuviera algo que ver con el desarrollo de los acontecimientos.

Shukshin no sabía cuál era el talento específico de Keogh. Quizás era un telépata, y tenía el poder de leer los pensamientos de su padrastro.

—Me parece que las cosas se le ponen difíciles a nuestro chantajista —observó Dragosani.

Shukshin se había detenido, y observaba a Keogh que continuaba patinando. Los hombros del ruso y su pecho se alzaban y caían de manera espasmódica, y su cuerpo se estremecía como si sufriera un dolor intenso, o una gran perturbación emocional.

—¡Por aquí, Harry, por aquí! Creo que eres demasiado bueno para mí, y no puedo seguirte.

Keogh dio la vuelta y comenzó a describir círculos alrededor de Shukshin. Y con cada vuelta sus patines estaban más cerca de la catástrofe. Shukshin extendió los brazos y Harry lo cogió de las manos y lo hizo girar sobre sí mismo.

—¡Y ahora, el
coup de gráce!
—le dijo muy bajo Max Batu a Dragosani.

De repente, Shukshin dejó de dar vueltas, y pareció que tropezaba y caía contra Keogh. Éste torció el cuerpo para evitarlo; aún tenían las manos entrelazadas. Uno de los patines de Keogh se hundió en una capa de nieve en polvo y se deslizó en la ranura del disco mortal cavada por Shukshin. El joven se paró bruscamente, y sólo las manos de Shukshin, que lo cogían por las muñecas, impidieron que cayera sobre el frágil disco de hielo.

Shukshin soltó entonces una carcajada enloquecida, y soltó a Keogh dándole un empujón… ¡un empujón hacia la muerte!

Pero Keogh se aferró a las mangas de la chaqueta de Shukshin, y lo arrastró consigo. Shukshin perdió el equilibrio y cayó hacia adelante; Keogh se dobló hacia un costado y lo arrojó sobre su cadera… pero cuando soltó a Shukshin, el ruso se agarró a él. Con un grito de furia, Shukshin cayó dentro de su propio círculo y arrastró a Keogh.

Los dos hombres cayeron juntos en un nudo, y enseguida el hielo comenzó a resquebrajarse bajo sus cuerpos. El borde del círculo se acabó de quebrar con una serie de ruidos como disparos, y saltaron chorros negros de agua cuando el mismo disco se rompió en dos mitades. Shukshin lanzó un grito de horror —un aullido extraño y enloquecido, como el de una bestia herida— cuando el semicírculo de hielo que los sostenía se dio la vuelta y los arrojó a las heladas y revueltas aguas.

—¡Deprisa, Max! —urgió Dragosani a su compañero—. No podemos dejar que mueran los dos —y salió de su escondite tras las coníferas, mientras Batu lo seguía.

—¿Ya quién prefiere salvar? —preguntó Batu cuando saltaron sobre la helada superficie del río.

—A Keogh —respondió Dragosani sin dudar ni un segundo—, si es posible. Seguro que sabe más sobre la organización británica que Shukshin. Y tiene un talento especial, aunque no sepamos todavía cuál es.

Mientras hablaba, a Dragosani se le ocurrió una idea fantástica, algo que nunca se le había pasado por la cabeza hasta ese momento. Si había sido capaz de «aprende» nigromancia de la criatura no-muerta, y apoderarse así de los secretos de los muertos, ¿no podría también apoderarse de sus talentos? En el
château
Bronnitsy todos los agentes eran compañeros, que trabajaban del mismo lado y con un objetivo común, pero en Inglaterra los PES eran enemigos. ¿Por qué no robar el todavía desconocido talento de Keogh y utilizarlo para sus propios fines?

Cuando Batu y Dragosani se acercaron al agujero en el río, oyeron gemidos y gritos sofocados, pero cuando con cautela se aproximaron al borde mismo, sólo se oía el borboteo del agua que corría por debajo del hielo. Durante un instante una mano chorreante intentó aferrarse al borde de hielo, pero antes de que pudieran cogerla el agua ya la había tragado.

—¡Por aquí! —gritó Dragosani—. ¡Siga la corriente del río!

—¿Cree que tenemos alguna posibilidad de salvarlo? —preguntó Batu, que, evidentemente, no pensaba que fuera posible.

—Quizá —respondió Dragosani.

Y bajo la luna silenciosa, los dos hombres corrieron sobre el hielo tan aprisa como pudieron.

Debajo del hielo, y arrastrado por la corriente, Harry Keogh consiguió quitarse la chaqueta. Llevaba bajo la camisa un traje de goma isotérmico, pero aun así el frío era terrible. Seguro que acabaría con Shukshin, que no tenía protección alguna.

Harry comenzó a nadar; mantenía la cabeza de costado, con la cara contra el hielo, y encontró algunos lugares donde había pequeñas bolsas de aire. Harry nadó hacia su madre, siguiendo la corriente de angustiados pensamientos de ella tal como lo había hecho dos horas antes con los ojos cerrados. Con una diferencia: entonces no le había faltado el aire, ni había tenido tanto frío.

El pánico hizo presa en él durante un instante, pero lo alejó de su mente. Su madre estaba cerca… ¡y allí iba! Comenzó a nadar con renovado vigor, y algo le cogió los pies, se agarró a sus piernas. ¡Shukshin! El río los arrastraba en tándem, y la ley de gravedad los mantenía pegados el uno al otro.

Harry nadó aún con mayor desesperación, con los brazos, con una sola pierna. Nadó como nunca lo había hecho antes, los pulmones a punto de estallar, el corazón como una gran campana que repicaba en su pecho. Y Shukshin aferrado a su cuerpo, sus manos como las pinzas de un gran cangrejo que quisiera hacerlo pedazos.

Pero ya no podía nadar más; el agua era la negra sangre de un monstruoso gigante en cuyas venas habían inyectado a Harry, y Shukshin era un anticuerpo empeñado en destruirlo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ayúdame! —gritó mentalmente Harry mientras intentaba respirar, pero sólo conseguía aspirar agua helada que le llenó la boca y la nariz.

—¡Harry! —respondió ella de inmediato, muy cerca, y su voz sonó frenética en la mente del joven—. ¡Harry, estás aquí!

Harry dio de patadas, golpeó furioso con sus pies a Shukshin y se lanzó hacia arriba; su cabeza y su espalda chocaron con la cubierta de hielo que, gracias a Dios, se rompió en pequeños trozos y le permitió salir a respirar.

Y de repente el agua se aquietó, y los pies de Harry tocaron el fondo lodoso del río, que allí tenía un metro y medio de profundidad. Harry supo entonces que lo había conseguido. Hizo acopio de sus últimas fuerzas, se cogió de las raíces que sobresalían del terraplén y comenzó a trepar la empinada ribera.

A su lado el agua se arremolinó y borboteó como agitada por una perturbación interior. Harry se volvió y una expresión de terror apareció en su rostro cuando la enloquecida cara de Shukshin salió a la superficie, tosiendo y escupiendo agua. El demente lo vio y aullando de furia le echó las manos al cuello, unas manos que parecían garfios de acero.

Harry le pegó un rodillazo en la ingle; se quebraron algunos huesos, pero Shukshin no lo soltó, y babeante, siguió arrastrándolo inexorablemente hacia abajo. Durante un instante Harry pensó que quería morderlo, destrozarlo como si fuera un perro rabioso. El joven luchó con Shukshin, le golpeó una y otra vez la cara con los puños, pero todo era inútil. El demente iba a ganar. Harry ya no podía resistir más…

Trató de sujetarse otra vez a las raíces de la orilla, pero las manos de Shukshin en la garganta le impedían respirar, le estaban quitando la vida.

—Mamá —llamó Harry en silencio—. Tenías razón, debería haberte escuchado. Lo siento, mamá.

—¡No! —gritó ella, negando la derrota—. ¡No! —Shukshin la había asesinado, pero ella no iba a permitir que hiciera lo mismo con su hijo.

Y el agua, más turbia que nunca, borboteó y se arremolinó otra vez.

Dragosani se detuvo a menos de cuatro metros de la escena, cogió a Batu e hizo que él también se parara. Y ambos, jadeando, contemplaron boquiabiertos la escena. Dos hombres habían caído por un agujero, habían sido arrastrados por la corriente bajo el hielo, habían salido a la superficie metros más lejos, y hasta hace un instante luchaban junto a la orilla. Pero ahora había tres figuras en el agua, y la tercera era más terrible que cualquier cosa que Dragosani pudiera haber imaginado o visto en sus más horribles pesadillas.

No era un ser viviente, pero tenía la autoridad, la movilidad de la vida. Y tenía un propósito. Se agarró a Shukshin, lo envolvió con sus brazos de lodo y huesos, acercó su calavera a la cara del ruso. No tenía ojos, pero un resplandor pútrido iluminaba las cuencas vacías en un remedo de visión. Y Shukshin, que antes había aullado y reído como un demente, ahora se volvió total y completamente loco.

Aullaba sin cesar mientras luchaba con la horrible criatura, y eran los aullidos más demenciales que Dragosani y Batu habían oído jamás. Al final, justamente cuando aquel horror lo arrastró hacia abajo, los petrificados espectadores pudieron comprender lo que Shukshin decía.

—¡Tú no! —balbuceaba—. ¡Por Dios, no, tú no!

Y luego desapareció, y con él desapareció también la criatura de lodo, huesos, algas y muerte.

Y Harry Keogh pudo trepar en paz la orilla del río.

Batu quizás hubiera ido a su encuentro sin detenerse a pensarlo, pero Dragosani aún lo tenía cogido del brazo. Batu comenzó a adoptar su característica postura de ataque, medio agachado, pero Dragosani lo contuvo.

—No, Max —murmuró Dragosani—, es mejor que seamos prudentes. Hemos visto una muestra de lo que es capaz de hacer, pero no sabemos si posee otros talentos.

Batu comprendió, se tranquilizó y adoptó una postura normal. Harry Keogh, en la orilla, advirtió la presencia de los dos hombres. Se dio la vuelta y los miró; durante un instante pareció que iba a hablarles, pero no dijo nada. Los tres se miraron, y luego Keogh volvió la vista hacia el pozo de aguas negras. «Gracias, mamá», fue lo único que dijo.

Dragosani y Batu lo vieron darse la vuelta, dar unos pasos inseguros y luego salir corriendo hacia la casa de Shukshin. Lo miraron marchar y no intentaron seguirlo. No, todavía no. Cuando el joven hubo desaparecido de la vista, Batu susurró:

—Eso que salió del agua, camarada Dragosani, no era humano; es imposible que lo fuera. ¿Qué era, pues?

—No lo sé con seguridad —respondió Dragosani, que creía saber qué era aquella criatura, pero no deseaba comprometerse—. Pero antes fue un ser humano. Lo único seguro es que cuando Keogh necesitó ayuda, ese ser se la prestó. Ése es su talento, Max: los muertos responden a su llamada.

Dragosani se volvió para mirar a Batu, los ojos muy oscuros hundidos en sus órbitas.

—Ellos responden a su llamada, Max. Y los muertos son mucho más numerosos que los vivos.

Capítulo trece

El jueves por la mañana Harry volvió al río, al lugar donde su madre yacía otra vez entre el lodo y las algas. Pero ahora eran dos los muertos que descansaban allí, y él no quería hablar con su madre sino con Viktor Shukshin. Harry cogió un cojín del coche y lo llevó hasta la orilla del río; allí lo puso sobre la nieve y luego se sentó. Un poco más abajo, donde había abierto el agujero para escapar, el agua había vuelto a congelarse y luego la nieve se había acumulado sobre el hielo, de modo que sólo se advertía una marca muy tenue.

Después de permanecer un rato sentado en silencio, Harry dijo:

—Padrastro, ¿me oyes?

—Sí —le respondieron tras unos instantes—. Sí, te oigo, Harry Keogh. ¡Te oigo, y percibo tu presencia! ¿Por qué no te marchas y me dejas en paz?

—¡Ten cuidado, padrastro! Puede que la mía sea la única voz que oigas en toda la eternidad. Si me marcho y te dejo en paz, ¿con quién hablarás?

—¿De modo que ése es tu talento, Harry? Hablas con los muertos. ¡No eres más que un agitador de cadáveres! Bueno, quiero que sepas que eso me hace daño, del mismo modo que me hiere todo tipo de poder extrasensorial. Pero anoche, por primera vez en muchos años, me he tendido en mi helada cama y he dormido profundamente, sin sufrimiento. Dices que si no hablo contigo, nadie me hablará. Mejor, no quiero que nadie me hable. Sólo quiero paz.

—¿Qué significa que te hago daño? ¿Cómo puede ser que mi mera presencia haga daño a nadie?

Shukshin se lo explicó.

—¿Y por eso mataste a mi madre?

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