El puerto de la traición (6 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El puerto de la traición
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—¡Arriba!

Ponto apoyó las patas en él y después la barbilla, y entonces Jack lo empujó con fuerza por las ancas y él se alejó de allí. Ahora Jack sólo podía ver el claro cielo y tres estrellas por la boca de la cisterna.

CAPÍTULO 2

En Malta se cotilleaba mucho, y el rumor de que el capitán Aubrey tenía relaciones con la señora Fielding se difundió con rapidez por Valletta e incluso por los pueblos aledaños, donde vivían algunos militares que habían sido destinados allí. Muchos oficiales envidiaban a Jack por su buena suerte, pero no le tenían mala voluntad. Muchas veces Jack notaba que le miraban con complacencia y que sonreían maliciosamente, pero no se explicaba por qué, pues, como solía ocurrir en esos casos, era una de las últimas personas que se enterarían de lo que decían de él. Pero el rumor le habría causado sorpresa, ya que consideraba sagradas a las esposas de sus compañeros, a no ser que ellas hicieran señales que le indujeran a pensar diferente.

Por tanto, Jack sólo conocía las desventajas de la situación: las palabras recriminatorias de algunos oficiales, las miradas furiosas y los gestos de enfado y de desprecio de algunas esposas de marinos que conocían a la señora Aubrey, y la ridícula persecución que había motivado el rumor.

Jack, acompañado por el doctor Maturin y seguido por Killick, iba caminando por la calle Real bajo la deslumbrante luz del sol, y de repente se puso serio.

—Por favor, Stephen, entremos aquí un momento —dijo a su amigo mientras le conducía a la tienda más cercana, una tienda donde se vendía cristal de Murano y que era propiedad de Moisés Maimónides. Pero era demasiado tarde. Jack todavía no había llegado al fondo de la tienda cuando Ponto se echó sobre él ladrando alegremente. Ponto era un perro grande y torpe, y ahora, con las botas de tela que le habían puesto para protegerle las patas heridas, era todavía más torpe. Cuando había entrado, había derribado dos filas de frascos, y ahora que estaba delante de Jack, con las patas delanteras apoyadas en sus hombros, lamiéndole la cara y moviendo la cola a un lado y a otro, estaba tumbando candelabros, bomboneras y campanas de cristal con la cola.

La escena era horrible, y se repetía, en ocasiones hasta tres veces al día, con una sola cosa diferente, la tienda, la taberna, el club o el restaurante donde Jack se refugiaba, y duraba lo suficiente para que provocara serios daños. Pero Jack, lógicamente, no podía amputar las patas al perro, y sólo una grave lesión sería efectiva, ya que Ponto era tan torpe de inteligencia como de movimientos. Al final, Killick y Maimónides hicieron salir a Ponto a la calle caminando hacia atrás, y al llegar allí, el perro condujo a Jack adonde estaba su dueña con orgullo, dando largos pasos y saltando torpemente de vez en cuando, y al verles reunidos mostró una gran satisfacción, que notaron muchos oficiales de marina, militares y civiles, y sus respectivas esposas.

—Espero que no le haya causado molestias —dijo la señora Fielding—. Le vio cuando estaba a cien yardas de usted y nada fue capaz de impedir que fuera a darle los buenos días otra vez. ¡Le está tan agradecido! Y yo también, desde luego —añadió, lanzándole una mirada afectuosa que hizo pensar a Jack que podría ser una de esas señales.

Esa mañana Jack era más propenso a pensar eso porque había desayunado una o dos libras de sardinas frescas, que producían el efecto de un afrodisíaco en las personas de complexión sanguínea.

—¡Oh, no, señora! —exclamó—. Me alegro mucho de verles a los dos una vez más.

En ese momento se oyeron las voces de Killick y el vendedor de objetos de cristal, que hablaban en tono áspero. En ocasiones como esa, Killick pagaba por los daños, pero no pagaba ni una sola moneda maltesa ni un décimo de penique más de lo que costaban, y ahora insistía en que quería ver todos los pedazos y encajarlos unos con otros, y en pagar el precio de venta al por mayor. Jack separó de allí a la señora Fielding para que no pudiera oírles.

—Me alegro mucho de verles —repitió—, pero le ruego que le sujete ahora, porque me están esperando en el astillero y la verdad es que no puedo perder tiempo. Estoy seguro que el doctor le ayudará con mucho gusto.

Le estaban esperando algunos carpinteros de barcos que estaban haciendo las costosas reparaciones del
Worcester
y otros que no hacían nada, pero que deberían estar haciendo las reparaciones de la
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, que ahora, completamente vacía y sin cañones, estaba apuntalada en un fétido lodazal. También le esperaba una parte de la tripulación de su barco. Había zarpado de Inglaterra en compañía de seiscientos hombres en el
Worcester
, y cuando le habían trasladado temporalmente a la
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, había llevado consigo a los doscientos mejores, y había pensado que regresaría con ellos a Inglaterra, después de este breve paréntesis en el Mediterráneo, para llevar a la base naval de Norteamérica una de las nuevas fragatas de gran potencia. Sin embargo, en la escuadra del Mediterráneo siempre había escasez de marineros, y los almirantes y los capitanes de más antigüedad no eran escrupulosos cuando intentaban conseguirlos, y puesto que la
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sufrió muchos daños en una batalla en el mar Jónico y había tenido que ser llevada al astillero, su tripulación había disminuido considerablemente, porque ellos, con un pretexto u otro, habían reclutado forzosamente a sus miembros, a tantos miembros que Jack había tenido que luchar muy duro para que su propio timonel y los hombres en quienes más confiaba se quedaran con él. Los tripulantes de la
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que quedaban estaban albergados en pestilentes barracas de madera pintadas de negro, que ahora eran todavía más pestilentes porque ellos habían tapado todos los agujeros con estopa y brea y en el interior había olor a humo de tabaco y aire viciado, como el que estaban acostumbrados a respirar en la entrecubierta de los barcos. Puesto que la fragata estaba en manos de los empleados del astillero, ellos podían dedicar gran parte de su tiempo a gastar dinero y debilitar su salud, y ambas cosas las hacían en compañía de un gran número de mujeres que se amontonaban en las puertas, algunas de ellas prostitutas veteranas, que ejercían su oficio desde el tiempo de los caballeros de la Orden de Malta, pero otras muchas extremadamente jóvenes, aunque todas eran mujeres muy bajas y gruesas, mujeres como las que se encontraban pocas veces en lugares que no fueran los alrededores de las barracas donde se albergaban los soldados y los marineros.

Este pequeño grupo de tripulantes sucios y malolientes que llevaban una vida disoluta estaba esperando a Jack mientras él, tan pacientemente como podía, escuchaba las falsas excusas de los que deberían haber estado reparando la fragata y, sin embargo, no la estaban reparando. Los marineros se habían colocado como habitualmente lo hacían para pasar revista en el barco, con la punta de los pies pegada a las líneas dibujadas con arcilla blanca que representaban las juntas de la cubierta de la
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, detrás de los guardiamarinas y oficiales al mando de la brigada a la que pertenecían. Los infantes de marina que iban en la fragata habían ido a sus barracas en cuanto la embarcación había sido llevada al astillero, por tanto, no quedaba ningún chaqueta roja allí y no hubo la ritual presentación de armas con sus gritos y sus chasquidos cuando Jack se acercó al grupo. En ese momento William Mowett, su primer oficial, dio un paso adelante, se quitó el sombrero y, en tono conversacional y con voz muy distinta al vozarrón de los oficiales, con la voz propia de un hombre con un terrible dolor de cabeza, dijo:

—Todos presentes y sobrios, señor, con su permiso.

Podía decirse que estaban sobrios si se tenían en cuenta las borracheras que los marineros solían coger, pero algunos se tambaleaban y la mayoría apestaban a alcohol. «Puede decirse que están sobrios, pero es innegable que están sucios y andrajosos», pensó Jack mientras pasaba revista a los tripulantes. Conocía a todos, a algunos desde que había tenido el mando de un barco por primera vez o incluso antes, y casi todos tenían la cara más pálida, más hinchada y con más pústulas que nunca. Cuando Jack navegaba por el mar Jónico en la
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, había capturado una corbeta francesa que tenía a bordo algunos cofres con monedas de plata, y en vez de esperar largo tiempo a que el tribunal competente decidiera cómo distribuir el botín, había ordenado repartirlo inmediatamente. Ese reparto no era estrictamente legal, y él tenía la obligación de reponer todo el botín en caso de que la corbeta no fuera considerada una presa de ley, pero estaba convencido de que por tener ese rasgo pirático que era la inmediatez, había animado más a los tripulantes que la promesa de una cantidad de dinero mucho mayor en un futuro lejano. Cada tripulante había recibido en el cabrestante el equivalente a la cuarta parte de su paga anual en coronas, y todos habían sentido una gran satisfacción, pero esa suma, naturalmente, no les había durado mucho (los marineros estaban tan ávidos de divertirse en tierra que ninguna suma les duraba mucho), y era evidente que algunos vendían su ropa. Jack sabía muy bien que si ahora mismo daba la orden «¡Vaciar las bolsas!», vería que los tripulantes de la
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no eran marineros con buena ropa y cierta cantidad de dinero, sino pobres con ropa raída que no tenían más prendas decentes que las que usaban para bajar a tierra (que nunca se ponían en el barco) y algunas compradas al contador que sólo les servían para protegerse del clima poco riguroso del Mediterráneo. Había hecho lo posible para mantenerles ocupados, pero aparte de ordenar a todos hacer prácticas de tiro con armas ligeras y quitar la herrumbre de las balas de cañón, no podía mandarles a muchas más tareas navales.

Y aunque les servían de diversión el críquet y las excursiones a la isla frente a la cual había naufragado san Pablo, cuando su barco fue empujado hacia la costa a sotavento por el gregal, ninguna de las dos cosas podía compararse con las diversiones de la ciudad.

—¡Atajo de libertinos y despilfarradores! —murmuró mientras pasaba por delante de la fila de marineros con el ceño fruncido.

Pero los oficiales no estaban en condiciones mucho mejores. A Mowett y a Rowan, el otro teniente, les habían visto en el baile de Sappers, y era obvio que el uno había competido con el otro por ser el que más bebía, del mismo modo que competía en el barco por ser el mejor poeta, y ambos sufrían ahora las consecuencias. Adams, el contador, y los dos ayudantes del oficial de derrota, Honey y Maitland, habían estado en la misma fiesta y, al igual que los tenientes, tenían aspecto de estar cansados; mientras que Gill, el oficial de derrota, tenía tal expresión que parecía que estaba a punto de ahorcarse, aunque esa era su expresión habitual. Las únicas personas alegres y atentas de toda la tripulación eran los dos guardiamarinas que quedaban, Williamson y Calamy, dos muchachos inútiles pero simpáticos y, cuando prestaban atención, cumplidores de su deber. Pullings tenía una expresión más bien triste, pero aunque estaba presente no contaba, porque ya no pertenecía a la tripulación de la
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y estaba allí como visitante, como espectador. A pesar de que era obvio que sentía satisfacción por llevar las charreteras, un buen observador podía notar tras ella la nostalgia y la angustia. Parecía que el capitán Pullings, un capitán sin barco y con pocas probabilidades de conseguirlo, se había dado cuenta de que un viaje con esperanzas podía ser mejor que la llegada, que nada ocurría como uno esperaba, y que las viejas costumbres, el viejo barco y los viejos amigos de uno tenían mucho valor.

—Muy bien, señor Mowett —dijo el capitán Aubrey cuando la revista terminó, y luego, decepcionando a todos, añadió—: ¡Todos los marineros irán a Gozo en las lanchas inmediatamente!

Entonces advirtió que Pullings estaba afligido y desconcertado, y agregó:

—Capitán Pullings, si tiene tiempo libre, le agradecería que tomara el mando de la lancha grande.

«Esto les hará desperezarse», pensó Jack con satisfacción cuando las lanchas doblaron el cabo San Telmo y los tripulantes de todas (de la falúa, la lancha grande, el esquife, los dos cúteres y el chinchorro) empezaron a remar con mucha fuerza porque tenían que navegar contra la corriente y contra el moderado viento del noroeste sin esperanza de izar ninguna vela a lo largo de las trece millas que les separaban de Gozo. Los marineros pensaban que el capitán estaba de tan mal humor que, cuando llegaran allí, podría ordenarles dar una vuelta alrededor de Gozo, Comino, Cominetto y los demás islotes que rodeaban Malta. Los que iban en la falúa, desde cuya popa les miraba atentamente el capitán, que estaba sentado entre su timonel y un guardiamarina, no podían expresar su opinión más que con una mirada reprobatoria, y los remeros de las otras lanchas, sobre todo los que iban en la popa, tampoco podían expresar sus sentimientos. Pero las lanchas estaban abarrotadas y los remeros se relevaban cada media hora, y los marineros de las lanchas que estaban bajo el mando de Pullings y los dos tenientes lograron hablar mucho, aunque muy bajo, del capitán, y siempre irrespetuosamente, mientras que los que iban a bordo de los cúteres y del chinchorro, que estaban bajo el mando de los guardiamarinas, parecían estar promoviendo un motín, y, a intervalos, se oía al señor Calamy gritar: «¡Silencio de proa a popa! ¡Silencio! ¡Apuntaré el nombre de todos los que están a bordo!», y su voz iba subiendo de tono a medida que lo repetía.

Pero aproximadamente al cabo de una hora, el mal humor de los marineros desapareció, y cuando llegaron a las tranquilas aguas que rodeaban Comino, empezaron a perseguir una
speronara
[2]
y, dando gritos de alegría y gastando en vano sus energías, la persiguieron hasta la misma bahía de Megiarro, donde estaba el puerto de Gozo. Allí desembarcaron, y muchos gritaron frases jocosas a los tripulantes de las últimas lanchas que llegaron a la orilla. Entonces se enteraron de que el capitán había encargado refrescos para ellos en una larga bolera cubierta por un emparrado que estaba cerca de la playa, y volvieron a mirarle con el afecto de siempre.

Los oficiales fueron al club Mocenigo, donde encontraron a otros oficiales de la Armada que habían ido a allí a disfrutar del hermoso día o a visitar a sus amigos del islote. También había algunos chaquetas rojas, pero, por lo general, los militares y los marinos se mantenían separados. Los primeros se sentaban en la parte más próxima a la fortaleza y los últimos, en las terrazas que daban al mar, y en las más altas se reunían los capitanes. Jack guió a Pullings por la escalera y luego le presentó a Ball y Hanmer, dos capitanes de navío, y a Meares, un capitán de corbeta. Se le ocurrió un juego de palabras con ese apellido, pero
no
lo dijo, porque poco tiempo antes, al enterarse de que el padre de un oficial era un canónigo de Windsor, había dicho que nadie podía ser mejor recibido en un barco en que se diera importancia a la artillería que el hijo de un
canón
, y el oficial había sonreído forzadamente.

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