Stephen avanzó por el sendero. Por alguna razón, estaba seguro de que Laura Fielding no estaba allí. Cuando llegó a la puerta del jardín, vio que, en efecto, estaba cerrada, y cuando tocó con los nudillos no oyó dentro los habituales ladridos y resoplidos. La puerta se cerraba automáticamente, y como Laura se había quedado tantas
veces
fuera de la casa porque se había cerrado, tenía una copia de la llave escondida entre dos piedras de la tapia. Stephen la buscó a tientas y logró entrar.
El jardín olía a lluvia, a tierra mojada y a hojas de limonero magulladas por el granizo, y todavía se oía el agua caer en la cisterna al otro lado de la arcada. Junto a la pared de la derecha, parte del pavimento había sido quitado, y un rayo de luna permitió ver a Stephen que ahora había allí un montículo, probablemente un nuevo arriate, y sobre él muchas flores aplastadas por la tormenta. Todo lo demás estaba igual. En el soportal, cerca de la hornacina donde estaba San Telmo, todavía ardía una pequeña lámpara, a la que no habían llegado ni el granizo ni la lluvia, y la puerta de la casa, como era habitual, no estaba cerrada con llave. En el dormitorio de Laura, entre el retrato del señor Fielding y la imagen de Nuestra Señora del Consuelo, había otra lámpara encendida, pero daba una luz azul. El lugar estaba vacío pero en orden. Parecía que ella se había ido hacía una hora más o menos, pues en un jarrón que estaba junto a la lámpara había un ramo de delicadas jaras y todavía no se había caído ningún pétalo. Stephen se sentó y sintió un alivio tan grande que la propia relajación le debilitó.
No encendió ninguna luz porque el yesquero de Laura fallaba y porque podía ver bastante bien, ya que sus ojos se habían acostumbrado a la tenue luz azul. Desde donde estaba sentado podía ver el retrato, y contempló durante un rato a aquel hombre temible, apasionado y triste. «Laura es la única que puede llevarse bien con él», pensó cuando varios relámpagos sucesivos iluminaron el cuadro, de tal modo que parecía que Fielding salía de él acompañado de truenos tan fuertes como una salva hecha por la escuadra del Mediterráneo entera. La lluvia empezó a caer otra vez, y Stephen fue hasta la ventana de la salita y se puso a mirar cómo caía entre los intermitentes relámpagos. Notó que el montículo se estaba desmoronando y que el agua arrastraba la tierra y las maltrechas flores hacia la puerta. «Parece una tumba», pensó, y fue a sentarse al piano de Laura. Tocaba las teclas distraídamente, pensando que era inútil decidir lo que iban a hacer hasta que Laura regresara y él se enterara de cuál era la situación; sin embargo, al final pensó en varias posibles acciones hasta que, durante un intervalo de la lluvia, oyó el bronco sonido de la pequeña campana de la iglesia de los franciscanos tocando a completas más allá de la amalgama de oscuros tejados.
Mecánicamente al principio e intencionadamente después, rezó la oración en que se imploraba protección durante la oscura noche y luego empezó a tocar la versión del primer salmo en modo dórico, pero no siguió porque no tocaba bien y el piano no era un instrumento adecuado para el canto gregoriano. Permaneció allí sentado, completamente relajado y en silencio, durante mucho rato. La lluvia seguía cayendo, unas veces violentamente y otras suavemente, y la cisterna ya se había llenado hasta el borde y no hacía ruido. Lo único que se oía en el solitario jardín era el ruido de la lluvia al caer, y en un intervalo en que el ruido era muy débil, Stephen oyó un sonido metálico. Entonces miró por la ventana y vio luz por debajo del dintel de la puerta del jardín. El sonido se repitió tres veces. Era un sonido débil y poco común, pero él lo había oído anteriormente: una persona trataba de forzar la cerradura. Esa persona no intentaba abrir la puerta con una palanca sino forzando la cerradura.
Esperó a que se abriera la puerta (fue abierta con mucho cuidado, lentamente, de modo que no hizo los habituales chirridos) y vio a dos hombres, uno alto y el otro bajo, antes de que cubrieran con una funda su farol. Los hombres vacilaron un momento y después atravesaron el anegado jardín corriendo de puntillas. Stephen fue silenciosamente hasta el dormitorio de Laura y se sentó en el asiento adosado a la ventana. Ambos lados estaban cubiertos en parte por las cortinas descorridas, y Stephen sabía por experiencia que casi nadie pensaba que eran escondites.
Los hombres se acercaron silenciosamente al dormitorio y entraron moviendo el farol a su alrededor.
—Todavía no ha vuelto —dijo uno en francés, alumbrando la cama que aún estaba cubierta por la colcha.
—Vaya a ver si está en la cocina —dijo el otro.
—No está —dijo el primero, al regresar—. No ha vuelto todavía. Sin embargo, la fiesta tiene que haber terminado hace horas.
—Seguro que la lluvia le ha impedido irse.
—¿Vamos a esperarla?
El hombre más bajo, que estaba sentado en el sofá, quitó por completo la funda del farol y lo puso sobre la mesita de latón, y entonces miró su reloj.
—No podemos faltar a la cita con Andreotti. Si no vuelve antes de la hora en que él llega a la iglesia de Saint James, mandaremos a un par de hombres fiables a las tres o las cuatro de la madrugada. A esa hora tiene que estar forzosamente aquí. No es posible que se quede toda la noche en casa del
commendatore.
Ahora que la luz era más intensa, Stephen reconoció a Lesueur gracias a la descripción que de él habían hecho Graham y Laura, y pensó que era realmente un hombre duro. Luego vio con asombro que el compañero de Lesueur era Boulay, un funcionario que ocupaba un puesto importante y estaba a las órdenes del señor Hildebrand. Desechó la idea de matar a Lesueur con la pistola y a Boulay con el bisturí, porque Boulay era demasiado valioso para ser eliminado enseguida. Debía dejarle vivir, a menos que las cosas se complicaran.
—¿A Beppo y a El Árabe? —sugirió Boulay.
—No, a Beppo no —respondió Lesueur, exasperado—, porque disfruta demasiado haciéndolo. Como le dije, quiero que lo hagan rápida y limpiamente, y sin alboroto.
—Puede hacerlo Paolo. Es muy serio, concienzudo y fuerte como un toro, y fue ayudante de un carnicero.
Lesueur tardó algún tiempo en responder. Stephen se dio cuenta de que no le gustaba el asunto en absoluto.
—Lo ideal hubiera sido encontrarla dormida —dijo al fin.
Durante una larga pausa los tres permanecieron allí sentados escuchando la lluvia. Luego Boulay y Lesueur tuvieron una extraña conversación, y Stephen llegó a saber menos cosas de las que esperaba. Se enteró de que un tal Luigi malversaba los fondos que eran enviados a Palermo y que había varios planes para sorprenderle, pero los dos hablaban sin convicción y no tenían interés en la conversación, sino que dedicaban nueve décimas partes de su atención a la puerta del jardín porque suponían que se abriría de un momento a otro. También llegó a saber que Boulay había nacido en una isla del Canal y tenía parientes en Fécamp, que Lesueur tenía hemorroides, que estaban representadas en Malta otras dos organizaciones, una cooperadora y otra hostil, pero las dos poco importantes, y que ambos hombres habían llegado de Città Vecchia hacía poco, cuando había empezado la tormenta, lo que explicaba que no supieran que la fragata había regresado y que no sospecharan que él estaba en Valletta.
En Valletta había ahora una extraña situación, pues no era un almirante quien estaba al frente de la comandancia del puerto. El oficial de marina a quien Jack tuvo que dar su informe era un viejo capitán de navío llamado Fellowes, un oficial serio y circunspecto que había ocupado cargos en tierra durante la mayoría de sus años de servicio en la Armada. Casi no se conocían y su entrevista fue muy formal.
—Es una lástima que la
Surprise
no haya llegado dos días antes —dijo Fellowes—. El comandante general —dijo, haciendo una inclinación de cabeza en señal de respeto— retrasó su partida hasta la noche con la esperanza de verle, pero al final me encargó que le diera estas órdenes, que respondiera lo mejor que pudiera a sus preguntas y que le diera algunas instrucciones verbalmente. Creo que sería conveniente que las leyera ahora.
—Con su permiso, señor —dijo, cogiendo el documento que le ofrecía y leyó: «Para el capitán J. Aubrey, capitán de la Surprise, fragata de Su Majestad, de sir Francis Ives, vicealmirante de la Escuadra Roja. El señor Eliot, el cónsul británico en Zambra, me ha informado que Su Alteza el dey de Mascara ha hecho peticiones absurdas, inapropiadas e inadmisibles al Gobierno de Gran Bretaña, acompañadas de insultos y de la amenaza de realizar actos de hostilidad contra nuestro país si no se le entregan a principios del mes próximo las sumas que reclama. Por la presente se le exige ir a Zambra, conseguir entrevistarse con el señor Eliot y decidir qué hacer para resolver la situación: ya sea pedir audiencia al Dey y decirle que sus peticiones son disparatadas y que se expone a que su flota y su comercio sean aniquilados si tiene la osadía de realizar algún acto de hostilidad contra los súbditos de Su Majestad o daña sus propiedades, y también informarle de las acciones y las intrigas de los agentes franceses y los comerciantes judíos que manejan el comercio de Mascara y Zambra; ya sea subir a bordo de su fragata al señor Eliot, a su séquito y su equipaje, así como a todos los súbditos británicos que deseen irse y sus posesiones. Cuando sea recibido por el Dey, es absolutamente necesario que no pierda la serenidad, aunque se ponga furioso y le haga graves ofensas, pero no acepte las condiciones que probablemente pondrá ni admita que en alguna ocasión los barcos de Su Majestad han dejado de respetar la neutralidad. Si todas las reconvenciones resultan inútiles y Su Alteza insiste en sus exorbitantes peticiones y cumple las amenazas que ha hecho por medio del señor Eliot, ya sea porque agravie a la Armada real, ya sea porque viole los tratados firmados por los dos gobiernos, deberá decir a Su Alteza que en el momento en que se cometa un acto de hostilidad por orden suya, Gran Bretaña le declarará la guerra a Mascara y que usted tiene instrucciones de castigar su injusticia y su temeridad con el apresamiento, el hundimiento, la quema o la destrucción por cualquier medio de todos los barcos que lleven la bandera de Mascara, con el bloqueo de todos los puertos del país y con la interrupción de su comercio con otros países y la navegación entre sus puertos y los puertos de otros países. Cuando haya llevado a cabo la misión, deberá ir a Gibraltar sin perder un minuto para darme un informe sobre ella».
—¿Tiene alguna pregunta? —inquirió Fellowes.
—No, señor —respondió Jack—. Me parece que la misión está clara.
—Entonces tengo que añadir que debe consultar al doctor Maturin sobre las cuestiones políticas y debe ir a Zambra en compañía del
Pollux
, en el que viaja el almirante Harte. El almirante no debe tomar parte en las negociaciones, entre otras razones porque la participación de un almirante provocaría que el Dey y los otros gobernantes se atribuyeran mayor importancia de la que tienen, lo que traería malas consecuencias, aunque la presencia del buque de un almirante en esas aguas sería conveniente. Además, puesto que es probable que algunos barcos franceses hayan salido de Tolón durante la reciente tempestad, tal vez necesiten ayudarse mutuamente.
—¿El almirante Harte sabe que sólo el capitán de la
Surprise
debe entablar las negociaciones?
Los dos se miraron significativamente, pues sabían que el almirante solía interferir en los asuntos de la Armada y que ahora, por haber heredado una gran fortuna, estaba totalmente convencido de que sabía más que los demás.
—Creo que sí —respondió Fellowes y, después de una elocuente pausa, continuó—: En este escrito el señor Pocock informa al doctor Maturin sobre la situación de Mascara. ¿Tiene usted el informe sobre el estado de la fragata?
—Sí, señor —respondió Jack, cogiendo el escrito y entregándole el documento en que aparecía el número de tripulantes de la
Surprise
en ese momento, en qué condiciones estaba la fragata para navegar y qué cantidad de pólvora, balas, pertrechos y provisiones de todo tipo había en ella.
—Le falta agua —dijo Fellowes.
—Sí, señor —dijo Jack—. Tuvimos que arrojar por la borda los toneles de la fila superior para capturar la presa. Pero si quiere que zarpemos enseguida, podemos completar la aguada en Zambra. Eso no será difícil, pues allí se puede coger agua con facilidad.
—Tal vez sea esa la mejor solución, porque el
Pollux
zarpará por la mañana temprano. Por lo que veo, conoce usted Zambra, Aubrey.
—¡Oh, sí, señor! Yo era tercero de a bordo del
Eurotas
cuando encalló en The Brothers, en el interior de la bahía. Tardamos mucho tiempo en desencallarlo y luego tuvimos que esperar a que llegaran suministros de Mahón, así que mientras estuvimos sin trabajar, el oficial de derrota y yo reconocimos toda la zona norte, hasta la última pulgada, y buena parte del resto. El manantial de donde se coge el agua está situado en un lugar accesible, al pie de un acantilado y justo a la orilla de una playa, y las lanchas pueden aproximarse mucho a él.
—Muy bien. Así se hará. Veo que también le faltan tripulantes. Sir Francis me encargó especialmente que recuperara algunos de los marineros que fueron sacados de la tripulación mientras la
Surprise
era reparada.
—Se lo agradezco mucho, señor —dijo Jack, a quien esto le habría parecido una bendición si no hubiera estado obligado a separarse de la fragata y de los tripulantes al cabo de pocas semanas.
—No tiene importancia. Esos hombres subirán a bordo mañana a primera hora. La fragata está en el muelle Thompson, ¿verdad? ¡Dios mío, cuánto llueve! —dijo en un tono conversacional cuando la lluvia empezó a golpear fuertemente el cristal de la ventana—. ¿Quiere quedarse a cenar conmigo y con mi hija, Aubrey? En una noche así no es bueno salir a la calle.
Al fin Lesueur dijo que no podían esperar más tiempo.
—Tendrá que hacerlo Paolo. En parte, lo siento. Debes insistir en que lo haga rápido, rápido como el rayo, usando un medio eficaz e indoloro.
Las puertas se cerraron tras ellos, y Stephen desmontó la pistola y metió el bisturí en su funda. Laura llegó pocos minutos después, tan pocos que podría haberse encontrado en la calle con ellos. Stephen oyó la puerta hacer los habituales chirridos, vio la luz del farol iluminar la puerta y luego a Laura, que se despidió de las personas que la habían acompañado y después, sosteniendo una capa sobre su cabeza, atravesó el jardín.