—Bueno, no hay nada como la sinceridad —continuó, enderezando la cabeza de la yegua, que intentaba aproximarse a las tiendas—. Sólo tardaremos una hora más, o menos, en llegar a Katia. Llévame hasta allí y después volverás con tu amo.
No tenía duda de que la yegua le había entendido perfectamente bien. La vio mover sus pequeñas orejas una o dos veces y luego inclinarlas hacia delante, y después dar un curioso saltito para cambiar el paso y empezar a trotar. Dejaron atrás, a la derecha, la colina donde estaban las ruinas de Pelusio, y ahora tenían ante ellos una vasta extensión de arena dura de color pardo rojizo salpicada de pequeñas piedras planas. Entonces la yegua empezó a andar a galope, dando saltos extremadamente largos, y sus movimientos eran tan ágiles que parecía que llevaba encima un niño, y muy delgado, en vez de un corpulento capitán de navío con su magnífico uniforme y un montón de galones dorados. Pero esto no le impedía galopar. El muchacho hizo que su caballo adelantara a los demás, pero Jack notó que a la yegua no le gustó porque se puso tensa. Entonces dejó que hiciera lo que quisiera, y ella cambió el paso enseguida, como si la impulsaran. Pocos momentos después ya estaba al otro lado de la bahía, corriendo por la llanura velozmente, tan velozmente como Jack nunca había imaginado, y con los mismos movimientos ágiles y perfectos, saltando tan alto y tocando el suelo a intervalos tan largos que parecía volar. Jack sintió el viento golpearle la cara y atravesar su gruesa chaqueta, y su corazón se llenó de gozo. Nunca había sentido tanto placer cabalgando; nunca le había parecido que era tan buen jinete, y, verdaderamente, nunca había cabalgado tan bien.
Pero eso no podía durar. Refrenó la yegua despacio, diciendo:
—Vamos, cariño, este comportamiento no es prudente. Tenemos un largo camino que recorrer.
La yegua volvió a relinchar, y Jack notó con asombro que no estaba más sofocada que antes. Poco después los otros les dieron alcance (Hairabedian haciendo un gran esfuerzo por avanzar), y Jack preguntó cuál era su nombre.
—Yamina —respondió el muchacho.
«Si tenemos éxito, y si el dinero tienta al hombre más gordo del desierto, la llevaré conmigo y la meteré en mi cuadra. Los niños podrían aprender a montar en ella, y gracias a ella Sophie se reconciliaría con los caballos», pensó Jack.
Siguieron cabalgando, ahora a una velocidad más prudente, y Jack pensó en Murad. Por lo que le había ocurrido en Jonia, sabía que a menudo había una gran diferencia entre los objetivos del Sultán y los de los gobernantes locales turcos, y entre lo que ordenaba el uno y lo que hacían los otros. Ideó varias formas de tratar con él, pero las descartó y luego pensó: «Si es un turco honesto y franco, enseguida nos pondremos de acuerdo, pero si es un hombre tortuoso, tendré que averiguar cuáles son sus ideas. Y si no puedo ponerme de acuerdo con él, tendré que hacer el viaje solo, aunque ese será un mal comienzo».
Ahora que el hipotético plan se había convertido en una posibilidad, deseaba con ansia que tuviera éxito. Desde luego, uno de los motivos era el tesoro que, según decían, llevaba la galera a Mubara, pero no era el único. Desde hacía algún tiempo, estaba descontento consigo mismo, y aunque por haber sido enviado a Jonia, los franceses habían sido expulsados de Marga, sabía muy bien que eso se debió en gran parte a la suerte y al excelente comportamiento de sus aliados turcos y albaneses. También había hundido la
Torgud
, pero no en una batalla entre fuerzas equiparables, sino más bien en una matanza, y una matanza no podía acabar con su sentimiento de insatisfacción. Le parecía que la reputación que tenía en la Armada (teniendo en cuenta que él mismo era alguien que juzgaba los actos de Jack Aubrey desde cierta distancia y conociendo perfectamente su motivación) se debía a dos o tres victoriosas batallas navales que podía recordar con satisfacción, a pesar de que habían sido pequeñas. Pero pertenecían al pasado, habían ocurrido hacía mucho tiempo, y ahora había varios marinos a los cuales atribuían más valor aquellos cuya opinión a él le importaba. Por ejemplo, el joven Hoste había hecho grandes hazañas en el Adriático, y Hoste era un capitán de navío de menos antigüedad. Le parecía que participaba en una carrera, una carrera en la que había estado en un buen lugar durante un tiempo, después de haber avanzado lentamente al principio, pero en la que no había podido seguir en cabeza y había sido adelantado por algunos. Tal vez eso había ocurrido por falta de resolución, tal vez por falta de sensatez, tal vez por falta de una especial cualidad sin nombre que hacía que tuvieran éxito algunos hombres e impedía que lo tuvieran otros, aunque hicieran el mismo esfuerzo por conseguirlo. No podía decir con seguridad cuál había sido su error. Algunos días era capaz de afirmar con convicción que todo había sido obra de la fatalidad, el reverso de la buena suerte que le había acompañado desde que tenía veinte años hasta que tenía treinta y tantos, el restablecimiento del equilibrio; sin embargo, otros días le parecía que su sentimiento de insatisfacción era una prueba irrefutable de que había cometido un error, y que, a pesar que él no sabía cuál era, los demás sí, sobre todo los que estaban en el poder, lo que era obvio porque habían asignado los mejores barcos a otros hombres, no a él.
Jack levantó la cabeza. Se sentía tan bien cabalgando a ese ritmo casi perfecto que se había quedado absorto en sus meditaciones, y le sorprendió ver muy cerca de allí una pequeña ciudad. A la izquierda de la aldea había un grupo de palmeras datileras que parecían brotar de la arena, a la derecha había una mezquita con la cúpula azul, y entre ambos se alzaban casas de paredes blancas y techos planos. El camino que seguían ya se había unido a la ruta de las caravanas que iban a Siria, un camino ancho y recto como un cabo tenso que se extendía hacia el este, y mucho más delante de ellos se veía una caravana de camellos cargados que caminaban con paso lento en dirección a Palestina.
Cuando entraron en la ciudad, pasaron por el lado de un montón de basura que había justo al lado de los pozos, y una bandada de buitres que estaban encima salieron volando.
—¿Qué aves son esas? —preguntó Jack.
—Dice el muchacho que las de plumas blancas y negras son abantos —dijo Hairabedian—, y que a esas grandes de color pardo las llaman «
hijas de la basura».
—Espero que el doctor pueda verlas —dijo Jack—. Le gustan las aves raras, sean cuales sean.
«¡Dios mío! ¡Esto parece un horno!», pensó, pues ahora que cabalgaban muy despacio el aire no se movía, y el calor aumentaba por la luz que reverberaba en las murallas de la ciudad, y el sol, aunque ya estaba cerca del horizonte al oeste, seguía brillando con intensidad, y sus rayos le daban de lleno en la espalda.
Katia era una ciudad pequeña, pero tenía un elegante café. El muchacho les guió por las estrechas calles desiertas hasta su patio trasero y allí pidió la ayuda de algunos mozos de cuadra en tono autoritario. Jack se alegró de saber que los caballos eran conocidos allí y vio que a Yamina la trataban con un cuidado que le habría parecido exagerado si no hubiera cabalgado en ella.
Entraron en un amplio y oscuro local de techo alto con una fuente en el centro. Había un banco con cojines adosado a tres de las paredes, por debajo de las ventanas con celosías y sin cristales a las que daban sombra frondosos árboles. En el banco había dos o tres grupos de hombres sentados en cuclillas fumando pipas de agua, unos en silencio y otros conversando en voz muy baja. La conversación cesó cuando ellos entraron, pero continuó apenas un segundo después, en el mismo tono. El aire era muy fresco y producía una agradable sensación, y cuando el muchacho les condujo a un apartado rincón, Jack pensó: «Si me siento aquí sin moverme, tal vez me dejará de correr el sudor por la espalda enseguida».
—El muchacho ha ido a avisar al Bey que está usted aquí —dijo Hairabedian—. Dice que es el único que puede molestarle sin correr peligro. Además, dice que como somos cristianos, podemos comer si queremos.
Jack reprimió las palabras que acudieron a su mente y se limitó a decir en tono indiferente que prefería esperar. Pensó que era una descortesía comer y beber delante de aquellos barbudos caballeros que no podían hacerlo, y, además, que había la posibilidad de que el Bey entrara cuando él no había terminado todavía las pintas de sorbete que tanto deseaba tomar. Se quedó sentado allí, escuchando el agua de la fuente, y sintió frescor por todo el cuerpo. Mientras la luz del día disminuía, seguía pensando en la hermosa yegua con satisfacción, pero, al ver al muchacho regresar corriendo, sintió ansiedad. El muchacho había comido, pues estaba tragando algo y se sacudía migas de la boca mientras gritaba: «¡Ahí viene!».
Efectivamente, el Bey venía. Era un hombre bajo, con una pequeña barba y un bigote blancos, y llevaba un turbante y un uniforme sencillo, cuyo único detalle lujoso era un yatagán con la empuñadura de jade. Fue directamente adonde estaba Jack y le estrechó la mano a la manera europea, y Jack vio con agrado que parecía hermano de Sciahan, su anterior aliado, un turco honesto y franco.
—El Bey le da la bienvenida y dice con asombro que ya está usted aquí —dijo Hairabedian.
Jack se sintió como en su patria al oír esa exclamación típica de los soldados y respondió que allí estaba. Luego le dio las gracias por la bienvenida y dijo que se alegraba de verle.
—El Bey pregunta si quiere beber algo.
—Diga al Bey que me gustaría tomar un sorbete cuando él estime conveniente tomar uno.
—El Bey dice que estuvo en Acre con lord Smith cuando Bonaparte fue derrotado y que reconoció su uniforme enseguida. Quiere que venga al templete para que fume con él.
Se entrevistaron sentados alrededor de una pipa de agua, en un pequeño jardín privado, y hablaron con naturalidad y claramente, como Jack deseaba. Murad rogó al capitán Aubrey que esperara a que terminara el ramadán y hubiera luna nueva, pues a los jenízaros que llevaría de escolta, que observaban riguroso ayuno, les sería difícil recorrer grandes distancias en ayunas y con el terrible calor del día, y, además, faltaba poco para que llegara la fiesta de Sheker Baram, que se celebraba al final del ramadán, y ambos podrían comer juntos durante todo el día. Pero cuando Jack dijo con toda franqueza que tenía pensado hacer el viaje de noche porque no debía perder ni un minuto, ya que un retraso podría tener una influencia nefasta en la expedición, el Bey sonrió y dijo:
—Ustedes los jóvenes siempre están impacientes por pasar a la acción. Bueno, regresaré esta tarde con usted y daré orden de que le proporcionen una escolta. Le acompañará mi
odabashi
, que es un hombre estúpido, pero tan valiente como un oso, y obedece y sabe hacer obedecer a sus hombres. Además, creo que tiene nociones de bajo alemán. Escogerá tres o cuatro hombres que no tengan miedo a los espíritus ni a los demonios de la noche, si es que puede encontrarlos. El desierto está lleno de esos espíritus, ¿sabe? Pero soy un hombre viejo y he ayunado todo el día, así que necesito comer algo antes de emprender el viaje.
Jack dijo que esperaría con mucho gusto y rogó a Murad que entretanto le contara cómo había ocurrido el sitio de Acre.
—Conozco a sir Sidney Smith y tengo algunos amigos en el
Tigre
y el
Theseus
—dijo—, pero no he oído nunca la historia contada por un turco.
Ahora la oyó. Y Murad estaba haciendo un vivido relato del último y desesperado asalto, cuando la bandera francesa ondeaba todavía en una de las torres exteriores, los hombres luchaban furiosamente en la brecha y el pacha Jezzar estaba sentado en su silla detrás de él y repartía municiones y recompensaba a los que le traían cabezas de soldados franceses, cuando se oyó por todo el café y toda la ciudad un ruido confuso que indicaba que el largo día de ayuno se había acabado oficialmente y que los hombres podían comer y beber otra vez.
Ya había oscurecido cuando salieron del patio y avanzaron hacia la puerta de la ciudad seguidos por el sonido amortiguado de los cascos de los caballos al hundirse en la arena de los callejones, y los faroles que les acompañaban hacían que la oscuridad pareciera más profunda. Pero cuando llegaron a la ruta de las caravanas, después que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, notaron que la tenue luz de las estrellas bañaba el desierto. Venus se había puesto, Marte estaba tan bajo que parecía muy pequeño y su luz apenas se propagaba, y no se veían otros planetas en el cielo. No obstante, las estrellas, como lámparas colgadas en el cielo despejado, brillaban con bastante intensidad, y Jack podía distinguir las siluetas de todo lo que le rodeaba e incluso ver la barba de Murad moverse cuando hablaba.
Todavía Mural hablaba del sitio de Acre, y lo que contaba era muy interesante, pero a Jack le hubiera gustado que siguiera su relato más tarde. Uno de los motivos era que el Bey avanzaba más despacio cuando hablaba; otro era que Hairabedian tenía que ir entre ellos dos para traducir lo que decía del turco al inglés, y como era nervioso y no estaba acostumbrado a cabalgar en la oscuridad, avanzaba aún más despacio, tirando de la embocadura del caballo todo el tiempo; otro era que Yamina estaba ansiosa de regresar a su casa y él tenía que obligarla a que aminorara la marcha constantemente y ella había empezado a sentir antipatía hacia él; y otro era que estaba hambriento. El Bey, según la costumbre espartana de los jenízaros, no había comido más que un poco de cuajada, y le había invitado a comerla también, pero añadiendo que sería una lástima que se le quitara el apetito porque en la fortaleza habían asado un cordero y quería que lo compartiera con él, así que el capitán Aubrey se había limitado a tomarse un sorbete, y ahora lo lamentaba profundamente.
Cuando se dirigían a Katia, el desierto le había parecido estéril, y ahora, en cambio, veía que estaba habitado, aunque no podía decirse que estuviera lleno de vida. Tres o cuatro veces algunos animales pequeños habían cruzado el camino tan cerca de Yamina que la yegua había saltado y las había esquivado describiendo un semicírculo, y una vez algo parecido a una serpiente de dos yardas de largo la había hecho encabritarse, y él había estado a punto de caerse de la silla. Luego, cuando podía verse a la derecha la colina donde se encontraba Pelusio recortándose sobre el cielo estrellado, una manada de chacales que estaba cerca del camino empezaron a dar aullidos, aullidos tan fuertes que ahogaron la voz de Murad, y, después, cuando hicieron una pausa momentánea, se oyó algo más desagradable aún, el grito de una hiena, que terminó en una risa estentórea que estremeció el aire caliente e inmóvil.