El campamento, cuando los dos hombres y el niño llegaron, estaba dominado por un terrible temor, completamente justificado frente a un peligro contra el que nada valían el valor, la habilidad y la inteligencia.
¿Enfrentarlo? Imposible. ¿Huir? ¿Es que acaso tenían tiempo de huir?
Max y Khamis se unieron inmediatamente a John Cort y Urdax, que estaban cincuenta pasos más allá del campamento.
-¡Una manada de elefantes asustados! -gritó el guía.
-Sí -repuso el portugués -, ¡y dentro de quince minutos estarán aquí!
-Vayamos al bosque --sugirió John.
-No se detendrán -afirmó el guía.
-¿Qué ocurrió con los indígenas que estaban allí? -quiso saber John.
-No pudimos saberlo -explicó Max.
-¡Pero no pueden haberse marchado tan pronto!
-Naturalmente que no.
A lo lejos, a unos dos mil quinientos metros, se divisaba una ancha línea oscura y ondulante, que se desplazaba a regular velocidad. El sonido se hacía cada vez más fuerte, semejante a un trueno que crecía de volumen, mezclado con trompeteos amenazadores. Los viajeros del África Central han comparado justamente este sonido al ruido que hace una batería de cañones en movimiento sobre una carretera de empedrado irregular. A esto debe agregarse el sonido desgarrador de las trompetas tocadas con toda fuerza. Es de imaginar el terror de la caravana, amenazada por la horda de furiosos elefantes…
Si Urdax había podido preparar una defensa contra el posible ataque de indígenas hostiles… ¿estaría en condiciones de idear algo para proteger al campamento de las moles irracionales que lo amenazaban?
Parecía difícil.
-¡No podemos perder tiempo! -gritaba Khamis -. ¡Tenemos que huir de inmediato!
-¡Huir! -repitió el portugués, comprendiendo que en aquella palabra se encerraba su ruina, pues se vería forzado a abandonar todo lo recogido durante la expedición. Por lo demás, permanecer en el campamento sería un verdadero suicidio.
Max y su amigo esperaron a que el portugués y el guía adoptaran una resolución para seguirla de inmediato. Entretanto, los elefantes se aproximaban; el tumulto era tan fuerte que ya nada podía oírse.
El guía repitió su consejo: era necesario alejarse de inmediato.
-¿En qué dirección? -preguntó Max.
-Rumbo a la selva.
-¿Y los indígenas?
-El peligro es menor allá que aquí -repuso sencillamente Khamis.
¿Quién podía afirmar algo en contra? Por lo menos existía la certeza de que, no era saludable permanecer en aquel sitio.
Todos esperaban una orden de Urdax, virtual jefe de la expedición. Por fin, el portugués, agobiado por sus preocupaciones preguntó:
-¿Y el carretón?
-¡Habrá que abandonarlo! ¡Es demasiado tarde! -repuso Khamis.
En efecto, tras romper sus ataduras, los bueyes habían echado a correr enloquecidos, dirigiéndose en su pánico hacia la masa de elefantes, que los aplastaría como moscas. Al ver lo que ocurría, Urdax trató de recurrir al personal de la caravana.
-¡A ver! ¡Los portadores! ¡Aquí! -gritó.
Pero los negros, cargando bultos y colmillos de elefantes sobre sus cabezas, corrían hacia el oeste abandonando a sus amos.
-¡Cobardes! -exclamó John Cort, enojado.
Pronto en el campamento quedaron tan sólo los tres blancos, el guía y el pequeño Llanga.
- ¡El carretón! … ¡El carretón!… -repetía Urdax con desesperación, empujando el vehículo hacia el macizo de tamarindos en la esperanza de salvarlo. Khamis se encogió de hombros y fue a ayudarlo. Por fin, gracias a la colaboración de John Cort y Max Huber, el carretón quedó junto a los árboles. Si la manada de elefantes no seguía en línea recta, aún existía una posibilidad de salvarlo.
Pero esta tarea duró algunos minutos, y cuando estuvo concluida, ya era demasiado tarde para intentar llegar hasta el bosque. Los elefantes estaban demasiado cerca.
Khamis, que conocía muy bien la extraordinaria velocidad que pueden alcanzar esos animales, calculó la distancia y gritó:
- ¡A los árboles!
Aquella era la única posibilidad de salvación que tenían: trepar a los colosos de la selva y esperar que la manada se apartara al llegar ante aquel obstáculo.
Antes de hacerlo Max y John entraron en el carretón y se cargaron con todos los paquetes de municiones que había, en tanto que Khamis buscaba el hacha y un machete.
En el largo camino que les faltaba por recorrer, necesitarían todo aquello…
John Cort, con una sangre fría a toda prueba, verificó la hora a la luz de un fósforo. Max, más nervioso, miró hacia la enorme masa ondulante que se acercaba.
-¡Se necesitaría artillería pesada! -murmuro.
Khamis, por su parte, aguardaba con el aire impertérrito de africano de sangre árabe. Dos revólveres en la cintura, el fusil cruzado en bandolera, hacha y machete colgando del cinturón, se había cruzado de brazos.
En cuanto al portugués, incapaz de ocultar sus sentimientos, se quejaba más por las pérdidas materiales que aquella situación le reporta- ría, que por los peligros físicos que iba a correr. Así, gemía, maldecía y juraba volublemente.
Llanga se había pegado a Max y John, sin demostrar miedo alguno.
En su alma de niño creía firmemente que bastaba la presencia de sus protectores para que todo saliera bien.
Ya había llegado el momento de trepar a los árboles. Tal vez la manada pasaría sin haber visto a aquellos intrusos.
Los tamarindos se alzaban hasta treinta o cuarenta metros de altura, y estaban suficientemente cerca el uno del otro como para que sus ramas superiores se tocaran, llegando a entrelazarse.
El guía se apresuró a arrojar varias cuerdas de cuero de rinoceronte trenzado, utilizadas para mantener juntos a los bueyes, y pasarlas por las ramas superiores de los tamarindos para poder trepar mejor. Así pronto los dos blancos y el pequeño Llanga estuvieron en un árbol y el portugués con el guía en otro vecino.
La manada de elefantes había llegado a trescientos metros de distancia del campamento; un par de minutos más y los animales alcanzarían el macizo de tamarindos.
-¿Qué tal, amigo mío? -inquirió John Cort irónicamente-. ¿Estás satisfecho?
-En lo más mínimo. Esto es algo ordinario. . . común.
-No creas, Max. Si llegamos a salir con vida de este lance, será una aventura realmente excepcional. Lo común resultaría que muriéramos todos.
- ¡Caramba! ¡Me parece que después de todo tienes razón! Creo que sería preferible que los elefantes tomaran otro rumbo en lugar de venirnos a amenazar con sus enormes trompas, patas y colmillos…
-Por una vez estamos en un todo de acuerdo, Max. . .
La respuesta del francés quedó ahogada por el estruendo horroroso de los elefantes avanzando hacia el campamento. Al mismo tiempo resonaron mugidos de dolor que hicieron estremecer a todos.
Apartando el follaje, Urdax y Khamis miraron. A un centenar de pasos del macizo los bueyes que huyeran despavoridos habían chocado contra aquella muralla en movimiento, siendo arrollados por las poderosas patas de los paquidermos. Uno solo consiguió cambiar de dirección y huyó en dirección de los tamarindos. Los elefantes, enardecidos, persiguieron a la pobre bestia, llegando bajo las copas de los dos árboles donde estaban refugiados los expedicionarios, terminando así con cualquier esperanza que éstos se hubieran forjado de verlos alejarse.
En un instante la carreta quedó aplastada, reducida a verdaderas astillas, en tanto que el desdichado buey, falto de aliento, caía también bajo las patas de aquellos poderosos señores de la selva virgen, desapareciendo de la vista de los hombres que estaban refugiados en lo alto de los tamarindos.
El portugués comenzó a maldecir en alta voz, pero ningún sonido alcanzó a escucharse, tanto era el ruido que hacían los elefantes enloquecidos.
Ni siquiera pudo oírse el disparo del rifle del desesperado comerciante, que comenzó a descargar sus armas sobre los rugosos lomos de los paquidermos.
Max y John se miraron consternados. Admitiendo que cada bala aniquilara a un elefante, lo que era prácticamente imposible, hubiera resultado igualmente imposible terminar con aquella manada, integrada por un millar de animales.
-Esto se complica -comentó el norteamericano.
-Digamos que empeora -lo corrigió su amigo. Luego miró al niño negro y le preguntó-: ¿No tienes miedo, Llanga?
-Estando con ustedes Llanga no teme a nada -fue la valiente res-puesta.
- Entretanto no cabía duda que los elefantes habían descubierto a los hombres refugiados en lo alto de los tamarindos. Mientras los que estaban en las últimas filas empujaban a los de las primeras, el círculo se estrechaba. Una docena de animales procuraba arrancar de raíz los árboles, en tanto que otros trataban de enlazar con la trompa las ramas bajas para atraerlas hacia ellos. Por fortuna los tamarindos eran fuertes y parecían capaces de resistir la carga de los colosos. Desgraciadamente, llevados por la desesperación, los expedicionarios dispararon al unísono sus armas contra aquellos rugosos lomos que se movían como las olas de un mar embravecido. De inmediato se alzó un coro de barritos impresionantes, pese a que ningún paquidermo se desplomó.
Entonces un nuevo choque sacudió con mayor violencia a los fuertes tamarindos, que crujieron peligrosamente.
Otros dos tiros resonaron de inmediato. Eran el portugués y el guía que disparaban sus rifles; Max y John se limitaron a aferrarse con mayor ahínco a sus ramas, convencidos de la inutilidad de hacer fuego contra aquella horda de colosos imposibles de derrotar.
-Reservemos nuestras municiones -sintetizó Max-. No sabemos si podemos llegar a necesitar hasta el último cartucho.
-Siempre y cuando salgamos de aquí con vida -agregó John.
Entretanto, el tamarindo en que estaban refugiados Urdax y Khamis volvió a ser sacudido con tanta violencia que pareció a punto de resquebrajarse de arriba a abajo.
Evidentemente sus raíces resistían, pero no seguirían haciéndolo por mucho tiempo. Permanecer en la copa de ese árbol era un verdadero suicidio.
-¡Debemos pasar a otro árbol! -gritó Khamis a Urdax.
El portugués había perdido la cabeza y no respondió, limitándose a disparar primero su rifle y luego los revólveres contra los enfurecidos elefantes.
-¡Vamos! -repitió el guía. En ese momento el tamarindo recibió una segunda y más violenta sacudida. Khamis, sin dudar más, saltó hacia una rama del árbol donde estaban refugiados Max y su amigo, con el pequeño Llanga.
-¿Y Urdax? -gritó John Cort.
-No ha querido seguirme. . . -jadeó el guía-. Está enloquecido…
-¡En tal caso hay que ir a buscarlo! -exclamó el norteamericano.
-Sí. De lo contrario caerá a tierra -agregó Max.
-¡Demasiado tarde! -gimió entonces Khamis.
En efecto. Era demasiado tarde. Arrastrado una última y violenta carga, el tamarindo cayó estrepitosamente.
Ninguno de los hombres que estaban en el segundo tamarindo supo con certeza lo que le ocurrió a Urdax. Sus gritos indicaron que se debatía entre las patas de los elefantes, pero casi de inmediato cesaron.
Todo había concluido para el desdichado.
-¡Pobre hombre! -murmuró entristecido John Cort.
-Ahora nos toca a nosotros -repuso Khamis.
-Eso sería también muy lamentable -observó fríamente Max.
-Una vez más estoy de acuerdo contigo -dijo John.
¿Qué hacer? Los elefantes habían comenzado a sacudir los otros árboles, agitados como si hubieran sido sometidos a la acción desencadenada de los elementos furiosos. ¿Acaso el horrible fin de Urdax estaba reservado también a los demás? ¿Tendrían tan sólo algunos minutos más de vida? ¿Les sería posible abandonar su refugio arbóreo y buscar otro lugar más seguro? Pero si llegaban a descender en procura del abrigo que ofrecía la selva próxima… ¿podrían alcanzarla?
El árbol continuaba oscilando, en forma cada vez más brusca y acentuada; pronto los hombres se vieron forzados a aferrarse con fuerza para no caer, en tanto que Llanga hubiera sido víctima de los furiosos paquidermos de no haberlo sostenido Max con su fuerte mano izquierda, mientras mantenía su derecha cerrada sobre una gruesa rama.
Pero aquello no podía prolongarse. De un momento a otro las raíces cederían o el árbol se quebraría en la base.
Los embates prosiguieron y el tamarindo se dobló peligrosamente.
-¡Corramos al bosque! -gritó Khamis angustiado.
Los elefantes se habían alineado en un solo frente para poder atacar mejor al árbol. Del otro lado no había ningún paquidermo; esto favoreció a Max y sus compañeros. Primero se descolgó el guía, y tras él saltaron velozmente a tierra los dos amigos con el niño.
Luego echaron a correr con toda la velocidad que les resultó posible.
Max cargaba al niño en brazos y John se mantenía a su lado, con el rifle listo para entrar en acción. Khamis por su parte abría la marcha.
Acababan de recorrer medio kilómetro cuando una docena de elefantes advirtió la fuga lanzándose a toda marcha tras ellos.
-¡Animo! -gritó el guía-. ¡Mantengamos nuestra ventaja y llegaremos! Llanga advirtió que el generoso Max se fatigaba más que los otros.
-Déjame, amigo Max -rogóle-. ¡Déjame, que Llanga tener buenas piernas!
Pero el francés no se molestó en contestarle y siguió corriendo llevándolo en sus brazos.
Un kilómetro quedó atrás sin que los paquidermos hubieran conseguido sacar ventaja alguna. Por desgracia la velocidad de los fugitivos iba disminuyendo. Todos jadeaban, fatigados por aquella carrera enloquecedora a través de un terreno absolutamente irregular.
La selva no estaba ya a más de doscientos metros de distancia y todos se convencieron que su espesura era el único obstáculo que podría detener a los monstruosos paquidermos.
-¡Rápido! ¡Rápido! -insistió el guía-. Deme a Llanga, señor Huber.
-No. ¡Lo llevaré hasta el fin!
Uno de los elefantes estaba a menos de doce metros de ellos y se acercaba cada vez más. Ya se sentía hasta el calor del aliento que surgía de la extendida trompa. Un minuto más, y Max Huber con el niño caerían bajo las patas del coloso.
Entonces John Cort dio una demostración de su extraordinaria pericia y sangre fría. Deteniéndose apoyó una rodilla en tierra, apuntó un instante hacia el paquidermo, y disparó.