-¿Y dice usted que nadie ha intentado jamás recorrer esta selva virgen? -era evidente que Max se interesaba cada vez más.
-¡Un momento! -John Cort intervino advirtiendo que aquello pasaba a mayores-. ¡No pensarás introducirte en semejante foresta! ¡Podemos considerarnos felices si alcanzamos a rodearla!
-¿No tienes interés en averiguar qué misterios se encierran entre esos troncos añosos?
-¿Qué quieres hallar, amigo mío? ¿Reinos desconocidos? ¿Ciudades encantadas? ¿Animales de especies desconocidas? ¿O acaso seres humanos con tres piernas en lugar de dos?
-¿Por qué no? ¡Todo puede ser!
Llanga escuchaba la conversación, con sus grandes ojos atentos a los movimientos de Max Huber, como si hubiera querido decirle que estaba dispuesto a seguirlo hasta el fin del mundo.
-En todo caso -prosiguió John -, puesto que Urdax no tiene intenciones de atravesar la selva para llegar a las costas del Ubangui. . .
-¡Eso sería muy peligroso! -terció el portugués-. ¡Nos expondríamos a no volver a salir!
-Ya ves, querido Max. Pero me parece que ya es hora de dormir. Aprovecha y sueña que entras en esa tierra misteriosa y la recorres… soñando.
-¡Ríete de mí! ¡Era lo único que me faltaba… provocar risa a mis amigos! Pero recuerda lo que dijo cierto poeta: «Huye hacia lo desconocido en busca de algo nuevo. » -¿Realmente dijo eso, Max? ¿Y cómo sigue?
-Lo he olvidado.
- ¡Pues olvídate también lo que sabes y vete a dormir!
El consejo era inmejorable. Los viajeros acostumbraban a pernoctar al aire libre siempre y cuando no amenazara lluvia. Así, pues, los dos amigos se envolvieron en las mantas que les llevó Llanga y cerraron los ojos.
Urdax y Khamis por su parte, antes de retirarse a descansar dieron una última vuelta por el campamento, para asegurarse que todo marchaba bien. Luego se acostaron también ellos, confiando en los centinelas.
Pero el silencio y la tranquilidad reinantes parecieron contagiar a los que estaban encargados de velar por la seguridad del campamento, y también se reclinaron bajo los árboles, quedando profundamente dormidos.
Por esta razón nadie pudo ver ciertos resplandores sospechosos que se desplazaban entre la foresta, a cierta distancia de su límite exterior.
El campamento estaba a dos kilómetros del lugar donde se producían aquellos fuegos misteriosos. Se trataba de luces rojizas, que saltaban, cambiaban de lugar y se movían, reuniéndose y alejándose. ¿Se trataría de una banda de indígenas acampados en aquel sitio durante la víspera? Esas luces no podían ser hogueras a causa de su movilidad, pero era de presumir que una docena de negros con antorchas producirían aquel extraño efecto, vistos desde cierta distancia.
Eran aproximadamente las veintidós y treinta, cuando el pequeño Llanga despertó. No cabe duda que hubiera vuelto a dormirse de no haberse dado vuelta precisamente en dirección del bosque. De inmediato sus ojos, cargados de sueño, se abrieron enormemente. Incorporándose a medias, se frotó el rostro con las manos y volvió a mirar, parpadeando. No cabía duda. No se engañaba: en el lindero de la selva se movían llamas que iluminaban débilmente.
De inmediato el niño pensó que la caravana estaba por ser atacada; esto fue instintivo en él, en relación con su amarga experiencia anterior.
Sin embargo, antes de despertar a sus dos amos blancos, se arrastró hacia el carretón sin hacer ruido y cuando estuvo junto al guía, lo llamó suavemente.
Khamis, que tenía sueño liviano, abrió los ojos y lo interrogó con la mirada. El pequeño, sin hablar, señaló hacia la jungla, donde danzaban aquellas misteriosas luces.
- ¡Urdax!- llamó el africano con voz firme.
El portugués era hombre acostumbrado a dormir con cuatro sentidos alerta. De un salto estuvo de pie, alerta y vigilante.
-¿Qué ocurre?
- ¡Mire!
El guía señaló hacia los fuegos que se multiplicaban en el sombrío borde de la foresta.
-¡Atención! -gritó el comerciante, con toda la fuerza de sus pulmones. Segundos después todo el campamento había despertado, y nadie pensó en recriminar a los centinelas por su falta de atención, pues el peligro parecía demasiado cercano para perder tiempo en tonterías.
Max Huber y John Cort se unieron al portugués y el guía.
Debe ser una gran reunión de nativos -dijo Urdax con acento preocupado-. Probablemente de esos Budjos, que viven en las costas del Congo y del Ubangui.
-Seguramente. Esas llamas no se han encendido solas… -asintió Khamis.
-Evidentemente alguien tiene que mover las antorchas de un lado para el otro - exclamó John Cort.
-Sin embargo, no se vislumbra el contorno de ningún cuerpo -afirmó Max, entrecerrando los ojos para ver mejor.
-Es que están detrás de los primeros árboles -observó el guía.
-Pero no se desplazan en una sola dirección… van y vuelven -prosiguió diciendo el francés.
-¿Qué piensa usted? -preguntó John al portugués.
-Creo que estamos a punto de ser atacados por una banda de nativos. Debemos prepararnos inmediatamente para la defensa.
-¿Pero por qué esos indígenas no cayeron sobre nosotros cuando dormíamos?
-Los africanos tienen extrañas costumbres pero en definitiva son peligrosos como panteras negras.
-¡Buen trabajo tendrán nuestros misioneros! -comentó Max fría-mente.
-Por eso mismo conviene que nos mantengamos alerta -insistió Urdax.
Sí. Había que estar preparado y defenderse hasta morir, pues las tribus ribereñas del Ubangui no eran misericordiosas con sus prisioneros.
Resultaba preferible caer con las armas en las manos a ser toma- dos prisioneros; ninguna crueldad era poca para las hordas de guerreros negros, de refinado salvajismo.
En un instante los tres blancos y el guía se proveyeron de rifles y revólveres, buscaron cartucheras llenas de municiones y armaron a una docena de portadores de reconocida fidelidad con el resto de los fusiles y carabinas.
Al mismo tiempo Urdax ordenó a sus hombres que se refugiaran tras de los grandes tamarindos de espeso follaje, para ampararse de las flechas, cuyas puntas estaban frecuentemente envenenadas.
Así preparados, esperaron. Ningún sonido llegaba desde el gran bosque. Los fuegos seguían mostrándose en constante movimiento, y por momentos se multiplicaban.
-Parecen antorchas resinosas paseadas por el borde de la selva -aventuró Urdax.
-Seguramente -asintió Max -, pero no alcanzo a comprender por qué no se quedan quietos y nos atacan. . .
-Y en caso de que no lo hagan, quisiera saber por qué se mantienen en ese sitio, sin marcharse ni acercarse -agregó John Cort.
Era inexplicable. Claro que tampoco había mucho de qué asombrarse, tratándose de los degradados habitantes del Ubangui.
Transcurrió otra media hora sin aportar cambio alguno a la situación.
El campamento se mantenía sobre ascuas. Las miradas de todos se dirigían hacia el este y el oeste, tratando de perforar las sombras. Mientras las antorchas saltarinas distraían a los guardias, era posible que se produjera un ataque por los flancos. Sin embargo tampoco esto ocurría, y los nervios de los expedicionarios estaban cada vez más resentidos.
Poco después, y eran ya las veintitrés, Max Huber se dirigió a sus compañeros con voz resuelta:
-Vamos a reconocer a nuestros enemigos.
-¿No convendría esperar a que amanezca? -inquirió John Cort, más práctico y prudente.
-Paciencia… paciencia… -exclamó el francés, moviendo las manos-.
¡Siempre haciéndonos esperar hasta el último momento!
-¿A usted qué le parece? -John se dirigió al comerciante portugués, más experimentado en semejantes lances.
-Puede que convenga prestar atención a la propuesta de Max. Naturalmente, procediendo con muchas precauciones.
-Si nadie se opone, yo iré en descubierta -se ofreció el francés.
-Y yo lo acompañaré -agregó el guía.
-Es lo mejor -aprobó el portugués.
-No… me parece que será mejor que vaya también yo -dijo John Cort, resueltamente.
-Sería demasiada gente. Alguien tiene que quedar en el campamento -lo interrumpió Max Huber - No iremos demasiado lejos, y si descubrimos actividades sospechosas, regresaremos de inmediato.
-Lleven las armas preparadas.
-Así lo haremos -repuso Khamis -, pero espero que no necesitemos utilizarlas para nada…
-Tienes razón. Lo esencial es que no sean descubiertos -agregó Urdax.
Max Huber y Khamis se alejaron, desapareciendo entre las espesas tinieblas apenas a un centenar de pasos de las hogueras del campamento.
Acababan de recorrer cincuenta metros más, cuando advirtieron que el pequeño Llanga los había seguido.
- ¡Eh! ¿Qué haces aquí? - preguntó el guía al niño.
-Yo… ir con señor Max -repuso aquél.
-Pero el señor John quedó en el campamento. Vete a acompañarlo. Tal vez te necesite. : .
-¿Señor Max correr peligro tal vez, sí? -exclamó vivamente en su pintoresco lenguaje el protegido de los dos amigos -. ¡Señor John, no!
- ¡No te necesitamos! -le dijo entonces Khamis con acento algo duro -. ¡Vuelve al campamento!
-Dejémoslo venir -intervino entonces el francés, enternecido por el afecto que le demostraba el chico -. Ya que ha llegado hasta aquí, bien puede acompañarnos. No creo que haya peligro alguno para él.
-¡Oh! ¡Yo ver mucho de noche! -le aseguró Llanga.
-Eso nos servirá. Abre los ojos.
Los tres siguieron avanzando. Media hora después estaban a mitad camino entre el campamento y la selva.
Los resplandores que produjeron aquel estado de alarma en los expedicionarios eran más vivos a causa de la menor distancia, pero pese a la aguada visión de Llanga y Khamis y a los binóculos de campaña utilizados por Max, nada se vislumbraba fuera de las luces mismas.
Esto confirmaba la opinión del portugués, que creía que los portadores de las antorchas se encontraban tras de los grandes árboles de la foresta. Tal vez esos nativos no pensaban salir de allí.
En verdad aquello era cada vez más inexplicable. Si se trataba de una mera reunión de negros que planeaban pernoctar pacíficamente y seguir viaje al otro día, ¿por qué iluminaban así la selva? ¿A qué ceremonia nocturna estaban dedicados?
-Me pregunto si saben que estamos acampados cerca de ellos -murmuró Max Huber.
-Supongo que sí. Aunque hayan llegado después de la puesta del sol, nuestras hogueras deben de haberles advertido. Mañana sabremos sus intenciones mejor…
-Si es que todavía estamos aquí después que haya amanecido. . .
La marcha fue reanudada en silencio. Por fin se encontraron a medio kilómetro del límite de la jungla.
Nada sospechoso se advertía en aquel sitio, iluminado por el reflejo de las antorchas. Pese a la luz, no se veía a ser humano alguno.
-¿Nos acercamos más? -inquirió Max a compañero, cuando se detuvieron por segunda vez.
-¿Para qué? -repuso Khamis -. ¿No resultaría imprudente? Quizá esos hombres no tengan intenciones belicosas y al vernos se despierten sus instintos guerreros.
-¡Sin embargo me hubiera gustado estar seguro! -murmuró el francés -. Esto es algo singular…
Nada más era necesario para despertar su viva imaginación. El guía, comprendiéndolo así, insistió:
-Regresemos al campamento. . . -pero ya Max habíase puesto nuevamente en marcha, forzando a sus dos compañeros a seguirlo.
Sin embargo habían recorrido un centenar de metros, cuando Khamis exclamó:
- ¡Ni un paso más!
¿Qué había descubierto aquel hombre acostumbrado a los bosques?
¿Un grupo de indígenas hostiles? Lo cierto era que se acababa de producir un brusco cambio en la disposición de las luces que brillaban entre los árboles.
Por un momento las llamas desaparecieron tras la cortina vegetal, y las tinieblas se tornaron profundas.
-¡Atentos! -exclamó Max.
-¡Retrocedamos! -repuso Khamis.
¿Convenía acaso batirse en retirada bajo la amenaza de una inmediata agresión? ¿No era mejor enfrentar a los posibles atacantes?
De pronto las luces volvieron a iluminar la noche. Pero esta vez no se trataba de resplandores a nivel del suelo, que podían tomarse por antorchas en movimiento. Ahora brillaban a una altura de treinta o cuarenta metros.
-¡Diablos! -comentó Max -. ¡Esto es extraordinario! ¿Serán fuegos fatuos?
Pero esta explicación no resultó plausible para Khamis, que sacudió la cabeza. Pero entonces… ¿significaba aquello que los indígenas acampados al pie de los árboles habían trepado a las ramas más elevadas?
¿Con qué fin?
-¡Sigamos avanzando! -insistió el francés.
-Sería inútil. Nuestro campamento se halla amenazado por ahora. No quisiera que pasen temores por nosotros. . . regresemos.
-Pero si averiguamos lo que ocurre podremos tranquilizar mejor a nuestros compañeros…
-No me convence su idea. No nos aventuremos más adelante…
estoy seguro que una tribu íntegra se ha reunido en las lindes de la selva. ¿Por qué encendieron esas antorchas? ¿Para qué han trepado a la copa de los árboles? ¿Por temor a las fieras?
-¿Qué fieras? No hemos oído ningún rugido… ¡el más mínimo grito que indicara la presencia de animales salvajes! ¡Yo quiero saber qué ocurre Khamis!
Y seguido por Llanga, Max Huber avanzó algunos pasos más, mientras el guía lo llamaba vanamente.
De pronto, el francés se detuvo. Las antorchas, como extinguidas por un soplo súbito, habían vuelto a apagarse. Una oscuridad profunda, sombría, cubrió todo.
Del extremo opuesto, un rumor lejano, irreconocible, se propagaba a través del espacio, verdadero concierto de mugidos prolongados, trompeteos nasales y estruendos crecientes.
¿Era acaso una tormenta ecuatorial que llegaba con la imprevista rapidez de aquellas latitudes?
¡No! Esos mugidos característicos traicionaban el origen animal de todo aquello. No se trataba de una tormenta sino de algo mucho más peligroso y terrible.
-¿Qué es eso, Khamis? -preguntó Max Huber.
-¡Volvamos al campamento! --repuso el guía.
-¿Qué? ¿Acaso…?
- ¡Sí! ¡Vamos pronto… antes de que sea demasiado tarde!
Max, Llanga y Khamis no tardaron más de quince minutos en franquear los dos kilómetros que los separaban del campamento. Corriendo, no se molestaron en volverse una sola vez para mirar hacia atrás, pues por parte de los indígenas subidos a las copas de los árboles reinaba una tranquilidad absoluta. El peligro llegaba de otra dirección.