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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (30 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Qué? ¿No tienes ninguna? —insistió Auda, con sus oscuros ojos centelleando.

Mateo vaciló. Eso es lo que respondería, que no conocía ninguna. El Paladín Negro tendría que aceptarlo. Las palabras estaban en sus labios pero, entonces, vio que había esperado demasiado. La mentira se vería con transparencia en sus ojos. Tembló como si sintiese un escalofrío y dijo con una voz tirante:

—No mataré.

—¡Ma-teo! —exclamó Zohra hundiendo los dedos en su brazo—. ¿De verdad puedes hacerlo… magia para matar?

—Puede
hacerlo —afirmó Auda con tono calmado—. Pero no quiere, eso es todo. Antes dejará que os maten a ti y a Khardan.

Mateo se sonrojó.

—¡Creía que tú eras el que aconsejaba tener fe!

—Fe en una mano —respondió Auda adelantando su mano izquierda cerrada en forma de puño—. Esto en la otra —y, metiendo su mano derecha dentro de sus hábitos, sacó la daga de cabeza de serpiente—. Así ha sobrevivido mi gente.

—¡Hemos regresado al Tel para salvar a vuestra propia gente! —dijo Mateo mirando a Zohra—. ¿Y ahora quieres aniquilarlos?

Zohra se pasó la lengua por los labios; su cara estaba pálida y sus ojos bien abiertos y ardiendo con un enfurecido fuego interno de esperanza que poco a poco se iba apagando.

—No… no sé… —murmuró confusa.

—¡Hacemos lo que debemos! Esta —declaró el Paladín señalando hacia afuera de la tienda— no es toda vuestra gente.

La voz de Ibn Jad era suave y letal. Podría haber sido la daga de cabeza de serpiente la que hablaba.

—Las mujeres y niños y los jóvenes están prisioneros en Kich. Podemos salvarlos, ¡pero sólo si tú y Khardan estáis vivos! Si morís…

—Tiene razón, Ma-teo.

—Mi dios prohíbe quitar la vida… —comenzó a decir Mateo.

—¿No hay guerras en tu tierra? —interrogó Auda fríamente—. ¿No luchan los magos?

—¡Yo no lucho! —gritó Mateo, olvidando dónde estaba.

Los guardias se movieron afuera. Ibn Jad se puso en pie, con un peligroso centelleo en los ojos. Un rayo del ardiente sol que se filtraba a través de la tienda se reflejó en la hoja del cuchillo que llevaba en la mano.

Mateo se puso tenso; el sudor descendió por todo su cuerpo. Los guardias no entraron, y a Mateo se le ocurrió que estarían medio atontados por el calor.

Agachándose al lado de Mateo, Auda lo cogió del brazo y se lo apretó dolorosamente. Su respiración quemaba la piel del joven.

—Tú ya has visto a un hombre decapitado, ¿no es verdad, Flor? Rápida y limpiamente, un solo golpe transversal de sable al pescuezo.

Mateo se estremeció; su cuerpo se quedó fláccido bajo el cruel asimiento del hombre. Una vez más vio a Juan arrodillado en la arena, vio al
goum
levantar la espada, vio el resplandor del acero a la evanescente luz del sol.

Auda apretó la mano con que lo agarraba y tiró de él hacia sí.

—Así es como Khardan morirá. No es una mala muerte. Un instante de dolor y, después, nada. Pero no Zohra. ¿Has visto alguna vez a alguien lapidado hasta morir, Flor? Una piedra lo golpea en la cabeza. La víctima, sangrando y aturdida por la conmoción y el dolor, trata desesperadamente de esquivar la siguiente. Ésta golpea en el brazo con un crujido. Los huesos se rompen. De nuevo, ella se vuelve, intentando huir, pero no hay adónde escapar. Otra piedra se estrella con un ruido sordo contra su espalda. Ella cae al suelo. La sangre se le mete en los ojos. No puede ver, y el terror aumenta, el dolor es terrible…

—¡No!

Angustiado, Mateo apretó los puños por detrás de la cabeza, tapándose los oídos con unos brazos temblorosos.

Auda lo soltó. Volviendo a sentarse, el Paladín lo miró con satisfacción.

—Nos ayudarás, entonces.

—Sí —dijo Mateo con labios temblorosos.

No podía mirar a Zohra. La había visto por el ojo de su mente, yaciendo inerte, sin vida, sobre la arena salpicada de sangre, con su blanco vestido teñido de carmesí y su negro cabello pegado con un engrudo de sangre y arena.

—El conjuro que lancé esta mañana —dijo, y tragó saliva, tratando de mantener su voz—. Mas poderoso…, mucho más poderoso…

—Tú utilizarás la magia de Sul. Yo invocaré la ira de mi dios —dijo Auda—. Aquellos a quienes no logremos detener estarán demasiado aterrorizados como para perseguirnos. Yo tendré los camellos preparados. Podremos viajar hasta Kich. ¿Qué componentes necesitas para tu conjuro, Flor? Supongo que éste no puede lanzarse empleando una piel de cabra.

—Salitre —murmuró Mateo—. Es una sustancia química. Tal vez, el residuo de la orina de los caballos…

—¡Me niego! —exclamó una sufrida voz de repente—. Ya es bastante malo tener que ordenar la tienda tras los ataques «destroza-cojines» de la señora. Y también es bastante malo no tener nunca un momento de paz en el que poder tomar un bocado tranquilo sin que se te ordene constantemente «ve allí», «trae aquello», «haz esto»… ¡Pero yo me niego! —un bucle de humo brotó de uno de los anillos de Zohra y comenzó a tomar forma en el centro de la tienda—. ¡Absolutamente me niego —dijo un djinn gordinflón con gran dignidad— a recoger pis de caballo!

Nadie habló ni se movió. Todos se quedaron mirando al djinn embobados.

Entonces, Zohra saltó hacia adelante.

—¡Usti! —gritó.

—¡No, señora! ¡No! —El djinn se protegió la cabeza con sus fofos brazos—. ¡No, por favor! ¡Te lo ruego! ¿Dónde están los caballos? ¡Dejadme un cubo! ¡Pero no me hagas daño! ¡Señora! ¡Por favor! ¡Que eres una mujer casada!

Con la cara al rojo vivo, el escandalizado djinn trataba de quitarse de encima a Zohra, quien no dejaba de abrazarlo y besarlo y reírse sin control.

—¿Qué está pasando ahí dentro? —inquirió un guardia.

Auda se deslizó fuera de la tienda y desapareció tan rápida y silenciosamente como si se tratara de otro djinn.

—¿Dónde están Sond y Pukah? —preguntó de improviso Zohra—. ¡Respóndeme! —insistió, zarandeando al obeso djinn hasta que los dientes le castañetearon en la cabeza.

—¡Ah! E… e… esto ya m… me suena más… s… s —consiguió decir a golpes Usti—. S… si la s… señora m… me suelta, yo 1… le…

—¡Los djinn! —exclamó un guardia entrando precipitadamente en la tienda y mirando con temor reverencial a Usti—. ¡Los djinn han vuelto! ¡Jeque Jaafar!

El guardia se volvió y salió corriendo, y Mateo podía oírlo gritar mientras corría.

—¡Jaafar, sidi! ¡Los djinn han vuelto! ¡El loco dijo la verdad! ¡Khardan es un profeta! ¡Él nos guiará a derrotar a los
kafir
! ¡Nuestro pueblo está salvado!

El alivio desheló a Mateo y derritió su angustia. Corriendo fuera de la tienda, el joven vio a Khardan emerger de la suya en compañía de Sond, Fedj y un enorme djinn de piel negra al que el joven brujo no reconoció.

«Pero ¿dónde está el djinn de Khardan? —se preguntó Mateo—. ¿Dónde está Pukah?»

Los jeques acudieron corriendo. La redonda cara de Zeid estaba roja de placer y contento. De inmediato declaró a todos cuantos lo quisieron escuchar que él siempre había sabido que Khardan era un profeta y que él, Zeid al Saban, había sido el responsable de demostrarlo. Jaafar miraba atónito, boquiabierto. Quiso empezar a hablar, pero inhaló una gran cantidad de polvo levantado por la creciente multitud que se estaba congregando con vítores y aclamaciones, y habría terminado asfixiándose si Fedj no hubiese acudido solícito a dar a su amo unos golpes en la espalda.

Majiid no dijo nada. El anciano corrió derecho hasta su hijo y, echándole los brazos alrededor, lloró las primeras lágrimas que había derramado desde hacía más de cincuenta años. Khardan abrazó a su padre también con lágrimas en los ojos, y los hombres de las tres tribus se unieron en un enloquecido clamor de alegría.

Cuando Zohra salió de su tienda, todos la vitorearon, y Jaafar se fue disparado hasta ella para apretar encarecidamente a su hija contra su pecho pero, intimidado por el fuego de sus ojos y acordándose de ciertas declaraciones que había hecho respecto a ella, decidió darle unas prudentes palmaditas en el brazo. Después, el jeque se apresuró a esconderse tras el musculoso Fedj.

Irguiéndose bien alto y derecho, y con un brazo rodeando los hombros de su hijo, Majiid se volvió hacia la danzarina y cantarina multitud y, algo tardíamente, se dispuso a llamar a celebración. Zohra, al mismo tiempo, estaba caminando hacia ellos para situarse al lado de su esposo cuando cierta perturbación en la parte trasera de la multitud hizo que los que estaban delante se volvieran, al tiempo que los gritos iban extinguiéndose en sus labios.

Un jinete se aproximaba. Viniendo desde el este, la figura a caballo iba embozada hasta los ojos y a nadie se le ocurría quién o qué podía ser. Iba sola, por lo que nadie sacó ninguna arma.

Cubierto de polvo y sudor y goteando espuma por la boca, el caballo entró como una flecha en el campamento. Los hombres se retiraron de su camino. El jinete detuvo bruscamente su enloquecida carrera y se puso a escudriñar los rostros como si buscara a alguien en particular.

Encontrada la persona a quien buscaba, el jinete dirigió su agotado animal hacia Khardan.

Cuando llegó ante él, el jinete descorrió un velo que le cubría la cabeza, revelando una masa de cabello dorado que brillaba luminosamente al sol. Tendiendo sus manos hacia Khardan, Meryem exclamó su nombre y cayó, desmayada, del caballo encima de sus brazos.

Capítulo 8

—Y así —concluyó solemnemente su relato Sond— Pukah se sacrificó, engatusando al terrible Kaug para que fuese con él hasta la montaña de hierro y engañándolo para que entrase en ella mientras la inmortal Asrial, el ángel guardián del loco… Te ruego me disculpes, efendi —se corrigió Sond inclinándose ante Mateo—… Asrial, el ángel guardián de este gran y poderoso mago, cerró las puertas de la montaña y, ahora, tanto Kaug como Pukah se encuentran sellados para siempre dentro de ella. Y, puesto que ya no está el
'efreet
para crear discordia entre los inmortales, muchos de nosotros nos hemos agrupado y, ahora, casi todos los pertenecientes al plano inmortal se han unido para luchar contra Quar.

Los hombres que se congregaban dentro y en torno a la tienda asintieron gravemente con la cabeza y murmuraron entre sí, haciendo ruido con sus espadas y significando, con sus acciones, que ya era hora de que marchasen hacia la batalla.

—¿Puedo hablar, mi señor? —dijo Meryem con timidez desde su asiento al lado del califa.

—Naturalmente, señora —respondió Khardan lanzándole una cariñosa mirada.

Al lado de Mateo, Zohra rugió en lo más profundo de su garganta, como una leona hambrienta. Mateo cerró su mano sobre la de ella, deseoso de oír lo que Meryem tenía que decir.

—Es muy noble por parte del califa, haber sacrificado su djinn por el bien de su gente, y es maravilloso que el malvado Kaug se encuentre al fin imposibilitado para hacer daño, pero me temo que esto, en lugar de ayudar a vuestra gente de Kich, los haya puesto en el más terrible peligro.

—¿Qué quieres decir, mujer? —preguntó el jeque Zeid con tono imperioso.

Consciente de que todas las miradas estaban puestas en ella, Meryem se puso apropiadamente pálida y adoptó un tono aún más tímido que antes. Cogiéndole la mano entre las suyas, Khardan trató de infundirle valor. Ella se ruborizó y, dirigiéndole una mirada agradecida, continuó.

—El imán regresa a Kich dentro de dos semanas. Ha proclamado que, si vuestra gente no se ha convertido a Quar para entonces, pasará a todos por la espada sin excepción.

—¿Es posible? —preguntó Khardan, alarmado.

—Me temo que sí, califa —contestó Zeid—. Ya lo ha hecho anteriormente, en Meda y en Bastine y en otras ciudades. Yo mismo he oído también esa misma amenaza. Si, como dicen los djinn, Quar se encuentra verdaderamente desesperado ahora…

El jeque hizo un gesto de impotencia.

—Debemos rescatarlos, entonces —declaró Khardan con firmeza—. Pero, no podemos atacar Kich…

—Yo conozco una vía secreta para entrar en la ciudad —dijo Meryem con los ojos brillando de ansia—. ¡Yo puedo guiaros!

Zohra se puso de pie y salió con paso furioso de la tienda. Khardan la vio marchar y pareció que iba a decir algo pero, entonces, sacudió ligeramente la cabeza y volvió a la conversación que se desarrollaba en torno a él. Mateo, lanzando una mirada exasperada al califa, se apresuró a alcanzar a Zohra.

—¡Debemos decírselo! —le dijo él con urgencia.

—¡No! —contestó ella, sacudiéndose enojada la mano de Mateo de su brazo—. ¡Dejemos que haga el ridículo con la hurí!

—Pero, si él supiese que ella intentó asesinarte…

—¡Tú le contaste lo del conjuro que ella arrojó sobre él! —replicó Zhora dándose la vuelta para mirar a Mateo—. ¿Te escuchó? ¿Te creyó? ¡Bah!

Volviéndose, continuó caminando y entró como un vendaval en su tienda.

Mateo dio uno o dos pasos tras ella y se detuvo. Luego se volvió y dio otro paso hacia la tienda del califa, y otra vez se detuvo. Confundido, irritado y sin saber qué hacer, el joven brujo dirigió sus pasos hacia el abierto desierto, hacia el frescor del oasis. Aunque la noche había caído, la arena irradiaba tanto calor almacenado durante el día que aún pasaría un buen rato hasta que la temperatura se volviese soportable.

«Le conté lo del conjuro que Meryem había arrojado sobre él. Le dije que ella había intentado capturarlo y llevárselo al amir. Es obvio que no me creyó, o tal vez se sintió halagado pensando en lo mucho que ella se preocupaba por él. ¿Por qué está tan ciego? —se decía furioso Mateo—. ¡El hombre es inteligente para todo lo demás! ¿Por qué en este punto en particular se muestra tan estúpidamente ciego?»

Si Mateo hubiese estado más experimentado en los dulces tormentos del amor, jamás se habría hecho esta pregunta ni, por descontado, tampoco habría sido capaz de encontrar una respuesta. Pero no lo estaba, y caviló, y juró y se paseó de arriba abajo y de abajo arriba hasta que terminó impregnándose de un sudor febril que se secó sobre su cuerpo y lo hizo empezar a tiritar a medida que el frío de la noche aumentaba.

Cuando, al fin, se hizo consciente de que el murmullo de voces había cesado, cayó en la cuenta de que era tarde, muy tarde y de noche. La reunión se había terminado y los hombres regresaban tambaleándose a sus tiendas. El cansancio se apoderó del joven. Al volver al campamento que estaba ya vacío y silencioso, descubrió que por la noche todas las tiendas parecían iguales. Adormilado e irritado, tropezó primero en esta dirección, después en aquélla, esperando encontrar a algún paseante tardío que pudiera guiarlo. Captando cierto movimiento, se dirigió hacia la persona con el ruego de ayuda en sus labios. Sus palabras murieron antes de ser pronunciadas, y Mateo, súbitamente desvelado, retrocedió a toda prisa y se escondió en la sombra de una tienda, fuera de la luz arrojada por la media luna y las estrellas.

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