Read El profeta de Akhran Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (29 page)

BOOK: El profeta de Akhran
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Loco, baja de ahí! —gritó Majiid, impaciente—. ¡No tenemos tiempo para esto…!

—¿No tenéis tiempo para la palabra de Akhran? —repuso Mateo con severidad.

La multitud murmuró. Las cabezas se acercaron unas a otras.

—Hacedlo bajar de ahí y prosigamos con el juicio —ordenó Zeid con un gesto de su mano a varios de sus hombres.

Al principio, Mateo pensó que éstos iban a negarse a obedecer, y también ellos parecieron creerlo, hasta que Zeid empezó a ponerse rojo de ira y a hincharse de indignación ante aquel desacato. Tres hombres comenzaron a ascender el Tel.

Mateo musitó una rápida oración a Promenthas y otra a Sul y, entonces, recitando las palabras que había escrito con tanto cuidado, arrojó uno de los rollos al suelo delante de él.

Una explosión envió fragmentos de roca y tierra disparados en todas las direcciones. Una nube de humo verde y purpúrea se elevó, ocultando al brujo de la vista de los presentes. Esforzándose por no toser (se acordó de contener la respiración en el último momento), Mateo intentó componerse de tal manera que, cuando el humo se aclarase, la muchedumbre viera a un mago con pleno poder de sí mismo y no a un muchacho con los ojos irritados por el humo, las lágrimas cayendo por sus mejillas y medio ahogado por el olor a azufre.

Pantomimas baratas, por supuesto. Pero funcionaba.

Los tres hombres que antes estaban trepando la colina, corrían ahora ladera abajo como si en ello les fuese la vida. Zeid se había quedado tan blanco como su turbante; los ojos de Majiid se salían de sus órbitas y Jaafar se había protegido la cabeza con las manos. Incluso Zohra, que sabía lo que él iba a hacer, parecía igualmente impresionada.

—¡No sólo he visto el rostro de Akhran, sino que he hablado con él! —gritó Mateo—. ¡Como podéis ver, él me ha dado este fuego! ¡Escuchad mis palabras o lo arrojaré entre vosotros!

—Habla, pues —rugió Majiid en un tono que claramente quería decir: «Sigámosle la corriente; luego podremos continuar con nuestro asunto».

Aquello era bastante desconcertante. Mateo no tenía elección; tenía que seguir adelante.

—No es mi intención negar lo que el djinn Fedj os dijo. Zohra y yo llevamos en efecto a este hombre —dijo señalando a Khardan, quien intentaba hacerle señas a Mateo de que guardara silencio— lejos de la batalla disfrazado de mujer.

«Pero —levantó Mateo la voz por encima de los murmullos de la multitud— no era un cuerpo vivo lo que transportábamos. ¡Era un cadáver! ¡Khardan, vuestro califa, estaba muerto!»

Tal como esperaba Mateo, esto llamó la atención del auditorio. Hubo una serie de susurros en que aquellos que habían estado hablando solicitaban la repetición de las palabras de Mateo por parte de aquellos que habían estado escuchando. Se hizo el silencio; el aire se tornó pesado y cargado como una nube de tormenta.

—¡Tú, su padre, sabes que es cierto! —continuó Mateo apuntando con un dedo a Majiid—. ¡Dentro de tu corazón, sabías que tu hijo estaba muerto! Tú les dijiste que estaba muerto, ¿no es cierto?

El dedo apuntador recorrió, describiendo un arco, a la tribu.

Sobrecogido, el jeque no pudo hacer otra cosa que mirar con ojos encendidos a Mateo mientras sus blancas cejas se erizaban de furia. Hubo asentimientos de cabeza por parte de los de su tribu y miradas estrechas y suspicaces por parte de los que no lo eran.

—¿Cuántos de vosotros habéis cabalgado con este hombre a la batalla? —El dedo de Mateo se fue ahora hacia Khardan—. ¿Cuántos de vosotros habéis comprobado su valor con vuestros propios ojos? ¿Cuántos debéis vuestra vida a su coraje?

Cabezas bajadas, miradas avergonzadas. Mateo sabía que los tenía, ahora.

—Y, a pesar de ello, ¿acusáis a este hombre de cobardía? ¡Yo os digo que Khardan estaba muerto antes de que el resto de vosotros se adentrara en el campo de batalla!

Mateo se apresuró a sacar provecho de su ventaja.

—La princesa Zohra y yo, tras habernos desembarazado de los soldados del amir que intentaron cogernos prisioneros como hicieron con el resto de las mujeres, vimos caer al califa mortalmente herido. Nos lo llevamos del campo para que los sucios
kafir
no profanaran su cuerpo.

»Y lo vestimos con ropas de mujer.

No se oía ni respirar; nadie se atrevía siquiera a moverse por miedo a perderse las siguientes palabras de Mateo.

—E hicimos esto, no para esconderlo de las tropas —dijo Mateo bajando la voz a sabiendas de que todos habrían de aguzar los oídos para seguirlo—. ¡Lo hicimos para ocultarlo de la Muerte!

Todos respiraron al unísono ahora, en una ráfaga de aire que fue como una brisa nocturna. Mateo aventuró una rápida mirada a Khardan. Sin fruncir ya el entrecejo, el califa estaba intentando mantener su cara lo más inexpresiva posible. Bien tenía ya alguna vislumbre de hacia dónde se encaminaba Mateo, o bien confiaba ahora en el joven tanto como para dejarse guiar hasta allí con los ojos vendados.

—La Muerte estaba registrando el campo en busca de víctimas de la batalla y, puesto que nosotros sabíamos que debía de estar buscando guerreros, vestimos a Khardan con ropas de mujer. Así la Muerte no lo encontró. Vuestro dios,
hazrat
Akhran, lo encontró.

»Huimos de la Muerte adentrándonos en el desierto. Y allí Akhran se nos apareció y nos dijo que Khardan debía vivir pero que, a cambio de su vida, debía ofrecer su ayuda al primer extraño que pasara. El califa volvió a respirar y abrió los ojos, y fue entonces cuando este hombre —dijo Mateo señalando a Auda, quien se erguía solo en medio de la multitud ya que nadie deseaba acercarse a él— vino hasta nosotros y nos pidió ayuda. Su dios, Zhakrin, se hallaba prisionero de Quar y él necesitaba que lo ayudásemos a liberarlo.

»Fiel al trato que había hecho con Akhran, Khardan aceptó; nos fuimos con el extranjero y liberamos a su dios. El extranjero es un caballero en su tierra, un hombre que ha hecho juramento de honor. Yo te pregunto, Auda ibn Jad, ¿es verdad lo que digo?

—Lo es —respondió Ibn Jad con voz fría y potente; y, sacando la daga de empuñadura de serpiente de su cinturón, la levantó bien alta en el aire—. Invoco a mi dios, Zhakrin, para que atestigüe mi promesa. ¡Que se hunda este cuchillo en mi corazón si estoy mintiendo!

Auda soltó el cuchillo. Éste, en lugar de caer, se quedó suspendido en el aire por encima de su pecho. La multitud elevó una sonora inhalación de asombro y respeto. Mateo recobró su voz (no se había esperado algo así) y, algo estremecido, continuó.

—Abandonamos la tierra de Ibn Jad y viajamos de regreso al desierto, pues Akhran había venido a nosotros una vez más y nos había dicho que su gente estaba en peligro y necesitaba a su califa. Cruzamos el Yunque del Sol…

—¡No! ¡Imposible!

Los nómadas, que podían tragarse como de común acuerdo un cuento de niños acerca de Khardan huyendo de la Muerte con un disfraz, bufaban de desdén ante la idea de alguien capaz de cruzar el
kavir
.

—¡Nosotros lo hicimos! —gritó Mateo, acallándolos—. Y así fue. Vuestro califa no es el único en haber recibido un don de Akhran. Éste también otorgó un don a vuestra princesa.

Sus vidas dependían ahora de Zohra. Los hombres de las tres tribus volvieron unos ojos recelosos y suspicaces hacia ella. Mateo casi cerró los suyos, temeroso de mirar, temeroso de que el conjuro no funcionase, de que, en su agitación, ella hubiese escrito otras cosas que no fueran acordes con el don de Sul.

Sacando la piel de cabra de entre los pliegues de su vestido, Zohra la sostuvo en alto y leyó las palabras con voz clara. Las letras comenzaron a serpentear y retorcerse y, una por una, se desprendieron de la piel y cayeron sobre la arena a sus pies. Aquellos que estaban cerca de ella comenzaron a gritar y lanzar exclamaciones y tropezaron unos con otros intentando retroceder, mientras que aquellos que no podían ver gritaban, preguntaban y empujaban hacia adelante. Mateo no podía ver la charca de agua azul que se estaba formando a los pies de la mujer; las blancas vestiduras de ésta, agitadas por el viento, le obstruían la vista. Pero él sabía que el agua debía de estar allí, por la reacción de quienes la rodeaban y por la orgullosa expresión que inundó el rostro de Khardan mientras la miraba.

—¡Khardan, un profeta de Akhran, ha regresado a vosotros! ¡Zohra, una profetisa de Akhran, ha regresado a vosotros! ¡Han regresado para conduciros a la guerra! ¿Vais a seguirlos?

Aquí es donde Mateo esperaba un clamor de vítores general. Pero éste no venía, y el joven se quedó mirando a la multitud con creciente aprensión.

—Todo eso está muy bien —dijo el jeque Zeid con frialdad dando un paso adelante—. Y hemos presenciado algunos trucos estupendos, trucos dignos del
souk
de Khandar, podría añadir. Pero ¿qué hay de los djinn?

—¡Eso, los djinn! —vino el grito de la multitud.

—Yo os digo —declaró Zeid volviéndose hacia la gente y levantando sus rollizos brazos en petición de silencio—, ¡yo os digo que llamaré a Khardan profeta y lo seguiré a la batalla y hasta al infierno de Sul, si el califa lo desea,
siempre que
él pueda devolvernos a nuestros djinn! ¡Sin duda —continuó Zeid extendiendo sus manos abiertas— es lo menos que Akhran puede hacer por su profeta!

La multitud aclamó. Majiid lanzó una sombría mirada a su hijo, que decía: «Te lo advertí». Jaafar examinaba a Zohra lleno de temor, como esperando que ésta fuese a convertir el desierto entero en un océano que los ahogara a todos. Zohra miraba con furia a la gente como si esta idea no estuviese muy lejos de su mente. Khardan lanzó a Mateo una mirada agradecida y resignada, dando gracias al joven por el vano intento.

¡No! ¡No sería en vano!

Mateo dio un paso adelante.

—¡Él traerá de nuevo a los djinn! —anunció—. Dentro de una semana…

—¡Esta noche! —exigió Zeid.

—¡Esta noche! —coreó la multitud.

—Esta noche —asintió Mateo con el corazón en la garganta—. Los djinn regresarán esta noche.

—Si no, él morirá —dijo tranquilamente Zeid—. Y la bruja con él.

No había nada más que decir y, con el clamor general, a Mateo no se lo habría podido oír aunque hubiese querido decir algo. Con la cabeza gacha, preguntándose cómo se las había apañado para perder el control de las cosas tan rápidamente, el joven brujo inició abatido su descenso del Tel. Cuando llegó a la base, Zohra puso un brazo consolador en torno a él.

—Lo siento… —comenzó a decir él cuando una voz lo interrumpió.

Delante de él, rodeado de guardias, estaba Khardan.

—Gracias, Ma-teo —dijo el califa en voz baja—. Has hecho cuanto has podido.

Mateo tuvo entonces la extraña sensación de ser envuelto en una manta de plumas.

—¡Los djinn volverán! —aseguró y, de repente, por alguna razón, creyó sus propias palabras—. ¡Volverán!

Khardan suspiró y sacudió la cabeza.

—Los djinn han desaparecido, Ma-teo. Y, en cuanto a Akhran, puede que él también haya sido derrotado ya, por lo que…

—¡No, mira! —Estirando el brazo hacia abajo, Mateo tocó uno de los feos cactus—. Dime cómo es que esto continúa vivo, cuando todo lo demás está muerto y ajado a su alrededor. ¡Es porque Akhran está vivo, por poco quizá, pero vive! Debes seguir teniendo fe, Khardan! ¡Debes tener fe!

—Estoy de acuerdo con Flor, hermano —dijo Auda inesperadamente, acercándose por detrás de ellos—. Fe en nuestros dioses y entre nosotros, es todo lo que nos queda ahora. Sólo la fe nos separa de la perdición.

Capítulo 7

—Fe. Debo tener fe —se repetía Mateo una y otra vez durante aquel día que duraba demasiado y parecía probable que terminase, sin embargo, con demasiada rapidez.

Los minutos se deslizaban uno tras otro como preciosas gotas de agua destilando de un
girba
pinchado. Mateo saboreaba cada minuto, lo tocaba, lo oía alejarse de él y desaparecer en la charca del tiempo. El menor ruido, fuese el ladrido de uno de los perros sarnosos del campamento o el movimiento de un guardia fuera de la tienda de Zohra, lo hacía ponerse en pie y mirar ansiosamente a través de la solapa de entrada.

Pero no era nada, nunca era nada.

El mediodía vino y se fue y el campamento se calló; todo el mundo descansaba durante el calor abrasador de la tarde. Mateo miraba con envidia a Zohra. Agotada por la noche de trabajo y la tensión de la mañana, se había quedado dormida. Se preguntó si Khardan estaría durmiendo también. ¿O estaría acostado en la oscuridad de las sombras, pensando que, si hubiese hablado él —como, por derecho, debería haber sido—, todo habría ido bien?

Suspirando con pesar, Mateo hundió su dolorida cabeza en las manos.

—Debería haberme mantenido al margen de esto —se reprobaba a sí mismo—. ¡Esta no es mi gente. Yo no los 5entiendo! Khardan podía haberlo manejado mejor. Debería haber confiado en él…

¡Había alguien en la tienda!

Mateo vio una sombra por el rabillo de su ojo pero, antes de que tuviera tiempo de tomar aire, una mano se aferró firmemente contra su boca.

—¡No hagas el más mínimo ruido, Flor —susurró una voz en su oído—, o alertarás a los guardias!

Con el corazón palpitándole de tal manera que veía estallidos de estrellas ante sus ojos, Mateo asintió con la cabeza. Auda retiró su mano e, indicando a Mateo con un gesto que despertase a Zohra, se volvió a sumergir en las sombras de la tienda.

Parecía una lástima despertarla. ¿Por qué no dejar que disfrutara de sus últimos momentos de paz antes de…?

Auda gesticuló perentoriamente; sus crueles ojos se estrecharon.

—¡Zohra! —llamó Mateo sacudiendo a la mujer con suavidad—. ¡Zohra, despierta!

Al instante, ella estaba despierta y alerta, sentada entre los cojines y observando a Mateo.

—¿Qué hay? ¿Ya han…?

—Chsss, no.

El joven señaló hacia Auda, apenas visible en la penumbra de la parte trasera de la tienda. El Paladín se había quitado su prenda facial y se llevó ahora los dedos contra sus labios, ordenando silencio.

Zohra se retrajo asustada cuando lo vio pero, después, pareció rehacerse y, poniéndose rígida, lo miró con vinos ojos feroces.

Moviéndose con sigilo, Auda se deslizó hasta ellos y, haciéndoles ademán de que se acercaran, dijo en un tono apenas audible:

—Flor, ¿qué magia mortífera podrías preparar?

Un frío mortal inundó a Mateo a pesar del calor abrasador. Los dedos se le entumecieron, el corazón dejó de funcionarle y no lograba tomar aliento. Incapaz de hablar, negó despacio con la cabeza.

BOOK: El profeta de Akhran
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Evadere by Sara V. Zook
The End of the Road by John Barth
StrongArmsoftheLaw by Cerise DeLand
Judgement By Fire by O'Connell, Glenys
Megan's Mark by Leigh, Lora
Curiosity by Gary Blackwood
Await Your Reply by Dan Chaon
Isabella's Last Request by Laura Lawrence
Lady Iona's Rebellion by Dorothy McFalls