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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (21 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Zohra llevó la mano hacia su frente. Con suavidad, él apartó de sí la mano y a ella al mismo tiempo.

—No, estoy bien. ¿Entiendo que vamos a cabalgar esta noche?

—Si te sientes capaz…

—Estoy bien —repitió con voz monótona—. Sólo un poco cansado. Creo que voy a tumbarme y dormir otro rato.

—Yo vendré…

—No, tú debes de tener cosas que preparar para el viaje. Ya no estoy enfermo y ya no necesito tus cuidados.

Volviéndose, se alejó de ella.

Confundida y herida por sus palabras, Zohra se quedó viéndolo marchar. El joven caminaba con sus delgados hombros hundidos y la cabeza gacha. Sin poder evitarlo, ella pensó que parecía alguien que encogía el cuerpo a la espera de un golpe.

Demasiado tarde: el golpe había caído. Y continuaría cayendo, repetidamente, aporreándolo hasta la desesperación.

—Ah, Ma-teo —murmuró Zohra, comenzando a ver, empezando a comprender—. Lo siento.

Inconscientemente, se hizo eco de las palabras de su marido.

—Lo siento.

Aquella noche abandonaron Serinda, a la que nunca habrían de regresar.

La ciudad muerta se quedó sola con su muerte.

EL LIBRO DE LOS INMORTALES
Capítulo 1

Durante todo el plazo de gracia de setenta y dos horas que Kaug había concedido a los djinn, éstos trabajaron con diligencia, si no con gran eficacia, para fortificar su posición. Cada djinn aseguraba conocer todo cuanto había por conocer sobre las artes de guerra y, entre erigir fantásticos torreones (que se elevaban hasta increíbles alturas y probablemente servirían para confundir a Kaug por el espacio de tiempo que dura una breve carcajada) y discutir estrategias tácticas recordadas de batallas libradas cuarenta siglos atrás, no se había hecho gran cosa que sirviese de mucho. Las fortificaciones que unos elevan eran celosamente derribadas por otros tan pronto como estaban terminadas. Estallaban constantes peleas, e incluso hubo una batalla que se prolongó durante dos días entre una facción de djinn que afirmaba que el notorio
batir
Durzi ibn Dughmi, quien había comandado diez mil caballos y cinco mil camellos en un ataque contra el sultán Muffaddhi el Shimt quinientos sesenta y tres años atrás, había derrotado al susodicho sultán, y otra facción de djinn que aseguraba que no lo había derrotado.

Escondida de toda mirada tras el rosal que trepaba por fuera de su ventana, Asrial contemplaba toda aquella batahola con una mezcla de sorpresa, exasperación y desespero. Como contraste, ella se imaginó la estricta y bien organizada disciplina de los ángeles, alineados en rígida formación para la batalla. ¿Cómo no pueden ver los djinn que se están derrotando a sí mismos? ¿Por qué no pueden organizarse?

Frustrada, miraba por la ventana con la cara enrojecida de ira y sus pequeños puños apretados. Pero, al parecer, ella no era la única en pensar de aquella manera, ya que de pronto oyó, con un sobresalto, una voz procedente de la habitación contigua a la suya haciendo exactamente las mismas preguntas en voz alta.

—¿Qué les ocurre a esos estúpidos? ¿Por qué luchan entre sí en lugar de prepararse para combatir a Kaug?

La voz, pese a toda su furia, era dulce y musical, y Asrial reconoció a su emisora como Nedjma. Lo cual no dejó ninguna duda sobre la identidad de la voz masculina que respondió.

—Tú sabes tan bien como yo por qué hacen esto, mi pajarito —contestó Sond en voz baja.

«¡
Yo
no lo sé!», pensó Asrial. Y, acercándose rápidamente a la pared, apretó la oreja contra un tapiz de terciopelo que representaba con vivos colores la magnífica boda de Fátima, la hija de Muffaddhi el Shimt, con Durzi ibn Dughmi. Pero las paredes del palacio eran gruesas, y el ángel no habría sido capaz de oír el resto de la conversación si a Sond y Nedjma no les hubiese dado por caminar hasta situarse de pie junto a la ventana de la habitación de esta última.

Se le ocurrió entonces a Asrial que Sond, al hallarse presente en el serrallo, debía de correr un considerable peligro, y se asombró no poco de que la pareja osara arriesgarse a ser observada desde el jardín, que se hallaba justo debajo de ellos. Entonces cayó en la cuenta el ángel de que no había visto a los eunucos desde el día anterior, el día en que Nedjma la había llevado allí. Tal vez estaban trabajando en las fortificaciones o, más probablemente, habrían sido requeridos con urgencia en servicio para guardar el cuerpo del anciano djinn (aunque, a su edad, no quedase ya de su cuerpo gran cosa que guardar).

—No, no conozco la razón —replicó Nedjma irritada, y Asrial la bendijo.

La djinniyeh añadió algo más que el ángel no pudo captar. Volviendo a su ventana, Asrial vio que la pareja había salido a un pequeño balcón adosado a las alcobas de Nedjma. El ángel podía verlos y oírlos perfectamente desde allí mientras ella permanecía oculta. Sus blancos hábitos y sus alas se entremezclaban con el blanco de las rosas.

Nedjma estaba de espaldas a Sond y con su delicada barbilla levantada bien alta en el aire. No llevaba puesto su velo; de hecho, pudo ver Asrial, llevaba muy poco encima, y cuanto de vestimenta tenía puesto parecía ingeniosamente diseñado para revelar más de lo que ocultaba. Era toda seda azul y reflejos dorados, destellos esmeralda y purísima piel blanca. Acercándose a la djinniyeh por detrás, Sond puso sus manos sobre los esbeltos hombros.

—No importa, Nedjma, mi flor —dijo con dulzura—. Hagamos lo que hagamos, nada detendrá a Kaug. ¿Crees que nos comportaríamos de este modo si hubiese alguna posibilidad? Si actuamos así es por pura rabia y frustración, y porque sabemos que mañana todo habrá terminado.

Mientras él hablaba, la barbilla de Nedjma fue bajando lentamente al tiempo que su pelo dorado caía hacia adelante, en torno a ella, como una lluvia resplandeciente.

—No llores, amor mío —murmuró Sond con ternura.

Recogiendo una masa de pelo dorado y retirándoselo de la mejilla, él se inclinó para enjugarle con un beso una brillante lágrima. Nedjma se llevó las manos a la cara y sus sollozos se volvieron casi convulsivos.

—No debería habértelo dicho —dijo Sond enderezándose y echándose para atrás—. No pretendía causarte aflicción. Sólo quería que supieses el poco tiempo que… —con la voz ahogada, se detuvo— el poco tiempo que… —repitió con voz enronquecida.

Nedjma se volvió hacia él como un remolino; la seda azul brilló en torno a ella como una nube bordeada de oro. Rápidamente se secó los ojos y, acercándose hasta él, descansó los brazos sobre su pecho.

—Mi vida —susurró—. No estoy llorando por lo que tú me has dicho. Eso no era novedad. Lo sabía ya, dentro de mi corazón. Lloraba porque es el fin.

Sus brazos se deslizaron en torno a él y la cabeza anidó contra su pecho.

—Puede que sea el fin —respondió Sond—. Pero, querida mía, ¡haremos que sea un fin glorioso!

Sus cabezas se inclinaron y sus labios se encontraron en un beso apasionado. La seda azul cayó al suelo del balcón y Asrial, con la cara escarlata y la mirada desorbitada, se retiró a toda prisa de la ventana. Apoyando sus ardientes mejillas contra el fresco muro de mármol, volvió a oír las palabras de Sond resonando una y otra vez en su cabeza.

«No importa… el poco tiempo que… el fin».

Él tenía razón. Lo mismo daba. Lo mismo daría también a los ángeles de Promenthas. Y lo mismo a los diablos y demonios de Astafás. Lo mismo daría para los djinn y djinniyeh de Akhran. Kaug se había vuelto demasiado poderoso. Ninguna arma era lo bastante fuerte para hacerlo caer, ninguna muralla lo bastante alta o gruesa para detenerlo. Era como intentar derribar una montaña con una flecha o tratar de detener un maremoto con un castillo de arena.

Y, lo mismo que Nedjma, Asrial también lo sabía, dentro de su corazón.

«El fin… un fin glorioso».

Una risa cantarina y jadeante entró flotando por la ventana con el perfume de las rosas. Asrial cerró la ventana de golpe. Parpadeando para impedir que las lágrimas aflorasen a sus ojos, se hallaba justo a punto de salir cuando alguien llamó a la puerta de su habitación.

Asrial vaciló, dudando si responder o no. Pero, antes de que pudiera decidirlo, la puerta se abrió y Pukah entró.

Al verla allí, de pie en el centro de la habitación, con las alas extendidas, la alegre expresión del djinn se fundió como un queso de cabra puesto al sol.

—¡Ibas a salir!

—¡Sí! —respondió ella con sus dedos tirando nerviosamente de las plumas de sus alas—. ¡Voy a volver con mi… mi gente, Pukah! Quiero estar… con ellos cuando… cuando…

La mirada se le fue hacia sus manos.

—Entiendo —dijo Pukah con calma—. ¿Y te ibas a ir sin decir adiós?

—¡Oh, Pukah! —Asrial se cogió con fuerza las manos, aferrándose a ellas como si temiese que pudieran hacer algo que ella no quería hacer, estirarse hacia alguien a quien ella sabía que no podía abrazar—. ¡No puedo ser lo que tú quieres que sea! No puedo ser una mujer para ti, como Nedjma es para Sond. Yo soy… yo soy un ángel.

Sus manos se liberaron justo lo bastante para levantar sus blancos hábitos.

—Debajo de esto no hay carne. Está mi esencia, mi ser, pero no es de carne, ni sangre, ni hueso. Intenté fingir que sí lo era, por mí y también por ti. Deseaba… —vaciló, tragando saliva—, parte de mí todavía desea esa… esa clase de amor. Pero no puede ser. Por eso… no iba a despedirme…

—Era muy amable de tu parte querer ahorrarme ese dolor —dijo Pukah con amargura.

—¡Pukah, no era a ti! ¡Era a mí a quien quería ahorrárselo! ¿Es que no lo entiendes?

Asrial se alejó de él. Sus alas se cerraron en torno a ella, envolviéndola como una concha de plumas.

El rostro de Pukah de pronto apareció iluminado por una luz interior. Su orgullosa y autosuficiente fachada se desmoronó. Corriendo hasta el ángel, separó con cuidado las blancas alas que la rodeaban y le cogió tiernamente las manos.

—Asrial, ¿quieres decir que me amas? —susurró, temeroso de pronunciar tan felices palabras en voz alta.

El ángel levantó la cabeza. Las lágrimas relucían en sus ojos azules pero, cuando respondió, su voz era firme y segura.

—Te amo, Pukah. Siempre te amaré —respondió, entrelazando sus dedos con los de él y agarrándolo con fuerza—. Creo que incluso en el Reino de los Muertos, una vez más sin forma ni figura, seguiré sintiendo este amor, y con él me sentiré bendecida.

Pukah cayó de rodillas mientras ella hablaba, e inclinó la cabeza como si recibiese una bendición. Después, cuando ella hubo terminado, él levantó lentamente la cabeza.

—Ya sé lo que soy —dijo con un tono triste y pensativo—. Soy engreído e irresponsable. Me preocupo demasiado de mí mismo y no lo bastante de los demás, incluido mi propio amo. He ocasionado toda suerte de problemas… sin proponérmelo, en realidad —añadió con remordimiento—, pero todo era por mi propia satisfacción. ¡Oh, si supieras! —y levantó una mano hasta los labios de ella, que estaba a punto de interrumpirlo—. ¡Si supieras el daño que he hecho! Yo tuve la culpa de que el amir creyera que mi pobre amo era un espía e intentara arrestarlo. También fui yo el causante de que el jeque Zeid avanzara en son de guerra contra nosotros en lugar de convertirse en nuestro aliado. Y de que Kaug secuestrase a Nedjma y se la llevara cautiva a Serinda. Y, hablando de Serinda —continuó el djinn sin permitirse el menor consuelo—,

fuiste el héroe, Asrial, no yo.

El djinn ofrecía un aspecto muy afligido y desdichado.

Doliéndole el corazón, Asrial se dejó caer de rodillas a su lado.

—No, mi querido Pukah, no seas tan duro contigo mismo. Como tú bien dices, tus intenciones eran buenas…

—Pero no lo hacía por los demás. Lo hacía sólo por mí —afirmó Pukah y, levantándose, ayudó a Asrial a ponerse en pie y la miró con una expresión inusitadamente seria y grave en su rostro—. Pero voy a compensar todo aquello. Y, no sólo eso —por un instante, el viejo centelleo zorruno apareció de nuevo en los ojos del djinn—, sino que
¡voy
a ser el héroe! ¡Un héroe cuyo nombre y sacrificio se recordarán por el resto de los siglos!

—¡Pukah! —exclamó Asrial mirándolo con alarma—. ¿Sacrificio? ¿Qué quieres decir?

—¡Adiós, mi ángel, mi precioso y encantador ángel! —dijo Pukah besándole las manos—. ¡Tu amor será la luz que brille en mi eterna oscuridad!

—¡Pukah, espera! —gritó Asrial.

Pero el djinn había desaparecido.

Capítulo 2

—¡Usti!

El redondo djinn sufrió un violento sobresalto que comenzó en su ancha espalda y se extendió formando fofas ondulaciones por todo su cuerpo. Dejando caer lo que quiera que tuviese en las manos, que fue a estrellarse ruidosamente contra el embaldosado suelo, Usti giró con toda la prisa posible para alguien de su tamaño, y se volvió hacia la puerta.

—La razón de que me encuentre aquí, en la despensa, es que estoy calculando la cantidad de comida que tenemos disponible en caso de que nos sitien —explicó el djinn con su habitual labia, apresurándose a limpiarse los vestigios de arroz que había en sus papadas.

En un esfuerzo por ver quién era la persona que lo estaba abordando, estrechó los ojos y escrutó entre las densas sombras que bailoteaban fuera del círculo luminoso arrojado por una lámpara que, junto con una cantidad de carnes ahumadas, hierbas secas y varios quesos grandes, colgaba del techo.

—Hay… estoo… veintisiete vasijas de vino —enumeró, todavía tratando de ver—, seis grandes sacos de arroz, dos de harina, treinta…

—¡Oh, Usti! No me importa nada de eso. ¿Has visto a Pukah? ¿Está aquí abajo?

—¿Pukah? —Los ojos de Usti se abrieron de par en par y, después, se estrecharon con desdén cuando la figura se adelantó hasta situarse dentro de la luz de su lámpara—. Oh, eres tú —murmuró—. El ángel del loco.

En cualquier otra ocasión, Asrial se habría enfurecido ante la apelación empleada con su protegido. Ahora, sin embargo, estaba demasiado preocupada. Arrojándose hacia el djinn, lo agarró por un brazo, lo cual se asemejó muchísimo a alguien metiendo la mano en un cuenco de masa de pan.

—¡Dime si está aquí, Usti! ¡Pukah, sé que estás aquí! —dijo, soltando al djinn, quien la estaba mirando con profunda indignación, y buscando a la vez con atención entre las danzarinas sombras—. ¡Pukah, por favor, sal y hablaremos…!

—Señora —declaró Usti con un tono glacial—, Pukah no está aquí. Y tú has interrumpido mi comida —añadió, mirando con desconsuelo el estropicio que había a sus pies—. Arruinado mi comida, diría yo con más exactitud.

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