—Nada de lo humano me es ajeno —dije, y después le expliqué que aquello era tina cita de un escritor ruso pero que no recordaba de cuál.
—Ah —dijo.
Comenzó su relato de cómo habían arreglado las cuentas las madres de su calle a un traficante de drogas. Le habían advertido que se marchara de la calle, pero él les dijo que tenía que buscarse la vida y que se fueran al infierno. Una noche lo cogieron entre seis madres y se lo llevaron a un solar. Clarence no podía decir lo que le hicieron allí, aunque corrían rumores. Aunque se lo permitieran, no era capaz de referir los rumores, y el lenguaje sería demasiado crudo para los alumnos del Stuyvesant. Lo único que podía decir era que una de las madres llamó a la ambulancia para que el tipo no se muriera en el solar. Vinieron los polis, claro, pero nadie sabía nada, y los polis comprendieron. Así eran las cosas en la calle de Clarence.
Silencio. Uaus, sonoras aclamaciones, aplausos. Clarence se reclinó en su silla y miró a David, que era quien aplaudía con más entusiasmo. David no dijo «ay, porras». Sabía que aquél era el momento de Clarence.
Me preguntaron quién era aquel tipo raro que estaba a la puerta del aula.
Estaba blanco como la cal, cadavérico y colocado. Podría haberme llamado Frank, pero demostró su respeto hacia el profesor diciendo: «Buenas tardes, señor McCourt».
Salí al pasillo para mantener una de las breves conversaciones que teníamos de cuando en cuando, en la que me explicó que estaba casualmente por el barrio y se había acordado de mi y quería saber cómo me encontraba. Además, se daba la circunstancia de que se encontraba algo corto de fondos y se preguntaba si yo llevaba encima algo de calderilla. Me agradecía mis atenciones anteriores, y aunque no veía mucha posibilidad de reintegrármelas, siempre me recordaría con afecto. Era un gran placer visitarme aquí y ver a la juventud, a esos muchachos tan hermosos, en manos tan capaces y generosas. Me dio las gracias y dijo que podría verme pronto en el bar Montero de Brooklyn, a pocas manzanas de su apartamento. A los pocos minutos, los diez dólares que le había dado pasarían a manos de un vendedor de drogas de la plaza Stuyvesant.
—Es Huncke —les dije—. Tomad cualquier historia de la literatura norteamericana contemporánea o de la generación
beat,
y encontraréis en el índice onomástico el nombre de Huncke, Herbert.
No es que su droga sea el alcohol, pero te consiente que le invites a una copa en el Montero. Tiene una voz profunda, delicada y musical. Nunca olvida sus modales, y es raro que lo recuerdes como Huncke
el Yonqui.
Respeta la ley, aunque no la obedece para nada.
Ha estado en la cárcel por carterista, robo a mano armada, posesión de drogas, venta de drogas. Es buscavidas, estafador, chape—ro, encantador, escritor. Se le ha atribuido la creación del término
generación beat.
Se aprovecha de las personas hasta que a éstas se les agota la paciencia y el dinero y le dicen: «Basta, Huncke. Vete, vete ya». Lo entiende, y nunca guarda rencor. A él le da todo lo mismo. Sé que se está aprovechando de mí, pero conoció a todo el mundo del movimiento beat, y me gusta oírle hablar de Burroughs, Corso, Kerouac, Allen Ginsberg. R'lene Dahlberg me dijo que Ginsberg había comparado una vez a Huncke con San Francisco de Asís. Sí, es un delincuente, vive fuera de la ley, pero sólo roba para alimentar su drogadicción y no obtiene beneficios de sus actividades. Además, es sensible a la hora de coger las cosas. Nunca coge una joya que tenga aspecto de recuerdo de familia. Sabe que si deja una cosa que la víctima valora mucho, será un mensaje de buena voluntad y le aliviará el dolor de haber perdido las otras cosas. Además, también le da buena suerte. Reconoce haber cometido todos los delitos, salvo el asesinato; hasta intentó suicidarse una vez en casa de R'lene, en Mallorca. Al darle diez dólares de cuando en cuando, me cubro en cierto modo de que me robe en mi apartamento, aunque me dice que últimamente está algo fondón para hacer trabajos en segundos pisos y suele tener que contratar a un ayudante si se entera de que hay un buen botín. En el Lower East Side no faltan chicos dispuestos. Se acabó el trepar por las escaleras de incendios y los desagües para Herbert Huncke. Hay otras maneras de irrumpir en los cotos cerrados de los opulentos, dice.
—¿Como cuáles?
—No te creerías cuántos porteros y trabajadores de mantenimiento maricas hay en Park Avenue y en la Quinta Avenida. Si hacía el trato adecuado, acordando que el cuerpo tal se reuniría con el cuerpo cual, me dejaban pasar, y prácticamente podía echarme la siesta en algunos de esos apartamentos. Antiguamente, cuando era joven, me ofrecía a mí mismo y me iba muy bien, gracias. Una vez me sorprendió un alto ejecutivo de seguros, y ya me veía pasando un año en la cárcel, pero él se asomó al pasillo a llamar a su mujer, que trajo unos martinis, y acabamos en la cama haciendo un trío muy agradable. Ah, qué tiempos aquellos. Entonces no éramos gays, sólo maricas.
Al día siguente me encuentro en mi mesa una nota de protesta firmada por «Una madre». No quiere dar su nombre para que yo no la pague con su hija, que al volver a casa había hablado a la familia de ese ser despreciable, Honky, que, por lo que le había contado su hija, no es precisamente un personaje como para inspirar a la juventud. La madre se da cuenta de que esa persona vive al margen de la sociedad; y ¿no podía buscar yo otras figuras más dignas para presentarlas como ejemplos de «lo bueno y lo veraz»? A personas como Elinor Glynn o John P. Marquand.
No puedo responder a esta nota, ni siquiera puedo hablar de ella en clase por miedo a avergonzar a la hija. Comprendo los temores de la madre, pero si ésta es una clase de Creación Literaria, con atención a la literatura, ¿dónde están los límites para el profesor? Si un chico o una chica escribe un relato que trata del sexo, ¿he de permitir que se lea en clase? Después de pasar años con miles de adolescentes, de escucharles y leer sus obras, sé que sus padres tienen ideas exageradas acerca de su inocencia. Me lo han enseñado esos miles de alumnos.
Toco el tema sin citar a Huncke.
—Mirad las vidas de Marlowe, Nash, Swift, Villon, Baudelaire, Rimbaud, por no mencionar a personajes tan ignominiosos como Byron y Shelley, hasta llegar a las malas costumbres de Hemingway con las mujeres y el vino, y a Faulkner, que se mató de tanto beber allí abajo, en Oxford, Mississippi. Podríais acordaros de Arme Sexton, que se suicidó, de Sylvia Plath, que hizo otro tanto, y de John Berryman, que se tiró de un puente.
Ah, qué bien conozco las cosas oscuras.
En nombre del cielo, McCourt, deja de molestar a los chicos. Afloja un poco. Déjalos en paz y ya volverán ellos a casa, y si no van meneando las colitas será por el efecto paralizador de las divagaciones de un profesor de Lengua Inglesa.
Los alumnos más serios levantan la mano y preguntan cómo los evaluaré para la nota final. Al fin y al cabo, no les pongo los exámenes habituales tipo test: ni preguntas de respuesta múltiple, ni hacer corresponder las palabras de una columna con las de otra, ni llenar los espacios en blanco, ni verdadero o falso. Los padres más inquietos están haciendo preguntas.
Digo a los alumnos más serios:
—Evaluaos vosotros mismos.¿Qué? ¿Cómo nos vamos a evaluar nosotros mismos?
—Lo hacéis constantemente. Todos lo hacemos. Un proceso constante de autoevaluación. Examen de conciencia, chicos y chicas. Decíos a vosotros mismos, con sinceridad: «¿He aprendido algo de leer recetas como si fueran poesía, de debatir
La pequeña Bo Pip
como si fuera una estrofa de T. S. Elliot, de analizar
El vals de mi papá,
de oír a James y Daniel contar los detalles íntimos de sus cenas, de celebrar un banquete en la plaza Stuyvesant, de leer a Mimi Sheraton? Yo os digo que si no habéis aprendido nada con lo citado, eso quiere decir que estabais dormidos durante la impresionante interpretación de Michael al violín y durante la oda épica de Pam al pato, o bien, y esto puede ser, amigos, yo soy un pésimo profesor.
—Sí, eso es. Es un pésimo profesor —exclaman todos alegremente, y nos reímos, porque es verdad en parte y porque tienen la libertad de decirlo y porque soy capaz de aceptar la broma.
Los alumnos más serios no se quedan satisfechos. Alegan que en otras clases el profesor les dice qué deben saber. El profesor lo enseña, y tú tienes que aprenderlo. Luego, el profesor te pone un examen y tú recibes la nota que te mereces.
Los alumnos más serios dicen que resulta tranquilizador saber por adelantado qué debes saber, para poder ponerte a aprenderlo. Dicen que en esta clase nunca sabes qué debes saber, así que ¿cómo vas a poder estudiarlo, y cómo vas a poder evaluarte a ti mismo? En esta clase nunca sabes lo que va a pasar de un día para otro. La gran pregunta al final del curso es: ¿cómo decide la nota el profesor?
—Os diré cómo decido la nota. En primer lugar, ¿qué tal ha sido tu asistencia? Aunque te hayas quedado al fondo, callado, pensando en los debates y las lecturas, seguramente habrás aprendido algo. En segundo lugar, ¿has participado? ¿Has salido a leer los viernes? Cualquier cosa. Relatos, redacciones, poesía, teatro. En tercer lugar, ¿has comentado los trabajos de tus compañeros? En cuarto lugar, y esto depende de vosotros, ¿puedes reflexionar sobre esta experiencia y preguntarte a ti mismo qué has aprendido? En quinto lugar, ¿te has quedado ahí sentado, soñando? Si ha sido así, súbete la nota.
Aquí es donde el profesor se pone serio y hace la Gran Pregunta:
—¿Qué es la educación, en todo caso? ¿Qué estamos haciendo en este instituto? Vosotros podréis decir que queréis graduaros para ir a la universidad y prepararos para una carrera profesional. Pero, compañeros estudiantes, es algo más que eso. Yo he tenido que preguntarme a mí mismo qué demonios estoy haciendo en el aula. He llegado a expresarlo con una ecuación.
Escribo a un lado de la pizarra una M mayúscula, a la derecha una L mayúscula, y trazo una flecha de izquierda a derecha, que va del MIEDO a la LIBERTAD.
—No creo que nadie alcance la libertad completa, pero lo que intento hacer con vosotros es conseguir que el miedo se refugie en un rincón.
El carro alado del tiempo se acerca a toda prisa, seguido de cerca por el perro celestial. Te estás haciendo viejo, y vaya irlandesito hipócrita y cuentista que estás hecho, animando e incitando a los chicos a escribir cuando sabes que tu propio sueño como escritor se está muriendo. Consuélate con esto: un día, uno de tus estudiantes más dotados ganará el Premio Nacional del Libro o un Pulitzer y te invitará al acto, y en el transcurso de su brillante discurso de agradecimiento reconocerá que todo te lo debe a ti. Te pedirán que te pongas de pie. Agradecerás las aclamaciones de la multitud. Ése será tu momento de gloria, tu recompensa por las miles de clases impartidas, por los millones de palabras leídas. Tu premiado te abraza, y luego te pierdes por las calles de Nueva York, un pequeño mister Chips anciano que sube trabajosamente las escaleras de su edificio de apartamentos, con un mendrugo de pan en la despensa, una jarra de agua en la nevera, una bombilla de pocos vatios colgando sobre el lecho célibe.
El gran drama es el choque de la adolescencia con la edad madura. Mis hormonas me están suplicando un lugar despejado y tranquilo en el bosque, las suyas son estridentes, palpitantes, exigentes.
Hoy no quieren que les molesten los profesores ni los padres.
Tampoco quiero que me molesten ellos a mí. No quiero verlos ni oírlos. He derrochado mis mejores años en compañía de adolescentes chillones. En el tiempo que he pasado en las aulas podría haber leído miles de libros. Podría haberme recorrido la Biblioteca de la calle Cuarenta y dos, subiendo por un lado y bajando por el otro. Quisiera que los chicos se perdieran de vista. No estoy de humor.
Otros días estoy desesperado por entrar en el aula, espero con impaciencia en el pasillo, piafando. Vamos, señor Ritterman. Dese prisa. Termine su condenada lección de matemáticas. Quiero decir ciertas cosas a esta clase.
Una joven profesora suplente se sentó a mi lado en el comedor de profesores. Iba a emprender su carrera profesional como fija en septiembre, y me preguntó si podía darle algún consejo.
—Descubre qué es lo que te gusta, y céntrate en ello. A eso se reduce todo. Reconozco que no siempre me gustó enseñar. Estaba perdido. En el aula estás solo, un hombre o mujer ante cinco clases todos los días, cinco clases de adolescentes. Una unidad de energía contra ciento setenta y cinco unidades de energía, contra ciento setenta y cinco bombas de relojería, y tienes que buscarte modos de salvar la vida. Puede que te aprecien, incluso que te quieran, pero son jóvenes, y los jóvenes tienen el deber de expulsar del planeta a los viejos. Sé que estoy exagerando, pero es como cuando sube un boxeador al ring o como cuando sale un torero al ruedo. Pueden dejarte K. O. o darte una cornada, y allí acabará tu carrera profesional en la enseñanza. Pero si aguantas, aprendes los trucos. Es difícil, pero tienes que ponerte cómodo en el aula. Tienes que ser egoísta. Las líneas aéreas te dicen que, si falta el oxígeno, lo primero que debes hacer es ponerte tu mascarilla, aunque tu instinto te mueva a salvar primero al niño.
»El aula es un lugar de gran dramatismo. Nunca sabes lo que has hecho para o por los centenares de alumnos que llegan y se van. Los ves salir del aula: soñadores, apagados, burlones, con admiración, sonrientes, desconcertados. Al cabo de unos años desarrollas unas antenas. Te das cuenta de si les has llegado o si los has hecho apartarse de ti. Es una química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras ser profesor, no tienes escapatoria. No esperes ayuda por parte de los que han huido del aula, de los de arriba. Están demasiado ocupados yendo a almorzar y absortos en pensamientos elevados. Estás solo con los chicos. Bien, ya suena el timbre. Nos vemos más tarde. Descubre qué es lo que te gusta, y céntrate en ello.
Corría el mes de abril y era un día soleado, y yo me preguntaba cuántos abriles me quedaban, cuántos días de sol. Empezaba a tener la sensación de que no me quedaba nada que decir a los estudiantes de secundaria de Nueva York, sobre la creación literaria o sobre cualquier otra cosa. Empezaba a faltarme la voz. Pensé que quería salir al mundo antes de salir de este mundo. ¿Quién era yo para hablar de creación literaria si nunca había escrito un libro, mucho menos publicado? Todo lo que había hablado, todo lo que había garabateado en cuadernos, había quedado en nada. Y ¿no les extrañaba? ¿No decían: «Cómo habla tanto de creación literaria si él no ha escrito nunca»?