El prisma negro (87 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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Escoltado por la Guardia Negra, Gavin hundió los talones en los flancos de su caballo. Pero no se dirigió a la brecha. Un boquete en el muro era un trofeo, naturalmente, pero enseguida atraería a los defensores, y quizá no fuera bastante para permitir el acceso de todo un ejército. Podría convertirse en un callejón sin salida, un matadero. Era preferible aprovechar la distracción causada por esa brecha para abrir una puerta en otra parte.

Gavin envió mensajeros a la Puerta de la Vieja y a la Puerta de la Amante, y puso rumbo a la Puerta de la Madre. En lo alto de la muralla se tropezó con el general Corvan Danavis y su séquito. Sin duda Corvan se disponía a dirigir personalmente la defensa de la brecha del muro.

Corvan se detuvo lo necesario para informar:

—Están conteniendo a sus trazadores y sus engendros de los colores. No sé por qué. Pero si perdemos una puerta en los próximos veinte minutos, no llegaremos al mediodía. —Ese era Corvan, condensando la información en lo absolutamente crucial.

—Si cae —dijo Gavin—, dirígete a los barcos una hora antes de mediodía.

Corvan asintió con la cabeza. Nada de luchar hasta la muerte. Gavin le dio una palmada en el hombro y el general prosiguió su camino.

Desde lo alto de la puerta, Gavin observó la masa enfervorizada del otro lado. Prácticamente nadie seguía disparando contra los invasores desde las almenas, pero el ejército embestía como una bestia ciega, extendiendo sus negras zarpas hacia la pared.

Muchos de los hogares del exterior de la muralla habían sido demolidos en apenas unas horas, pero entre los que quedaban en pie, el ejército había encontrado aquellos que se podían escalar más fácilmente. En media docena de puntos, un reguero constante de hombres se encaramaban al muro y se trababan con los defensores recién incorporados.

A lo lejos, los hombres del rey Garadul estaban emplazando sus morteros. Demasiado tarde, en realidad. No tenía ningún sentido que bombardearan la ciudad ahora, cuando probablemente tan solo conseguirían matar a tantos de los suyos como defensores. Sin embargo, ya estaban cargando los morteros. Gavin había descubierto que a muchas personas les gustaba mantenerse a una distancia prudencial de la batalla, pero también les gustaba poder decir que habían participado en ella. Esos cretinos dispararían unas cuantas andanadas y después se jactarían de haber sido los verdaderos artífices de la victoria.

Era agradable ver que también el rey Garadul padecía problemas de disciplina.

¿Dónde estaba el monarca, por cierto?

Desde el punto más elevado de la puerta, Gavin se giró hacia la ciudad y escudriñó entre las nieblas. El rey Garadul se había adentrado en el corazón de la ciudad. ¡Idiota! Vale, Gavin había hecho lo mismo más de una vez, pero estaba armado como pocos. La presencia de Gavin en el campo de batalla no constituía un simple incentivo para la moral. El rey Garadul comandaba el ataque, rodeado tal vez por un centenar de Hombres Espejo. Cuando Gavin lo divisó, vio al monarca encararse con un mensajero, gesticulando furiosamente.

Quiere ver a sus trazadores.

¿Y por qué no están ahí con él?

Gavin se desplazó al frente de la lanza de la Madre y oteó la colina, a unos quinientos pasos de distancia. Varios estandartes y un nutrido grupo de gente coronaban el cerro. Trazó unas lentes, ajustó la distancia necesaria entre ambas para mejorar el enfoque y estudió la imagen sobre la niebla baja. Una figura multicolor estaba levantando un mosquete, apuntando directamente hacia él. Qué disparate. Ningún mosquete podría disparar tan…

El mosquete rugió. La carga era enorme, a juzgar por la nube de humo negro. Gavin no pudo oír el disparo por encima del resto de los sonidos de la batalla, por supuesto. Uno de los morteros disparó a su vez. Gavin continuó observando al hombre. Trazó las dos lentes juntas para reafirmar la imagen. Un engendro policromo. Probablemente un policromo completo, o que fingía serlo, a juzgar por todos los colores que había trazado en su cuerpo. Curioso. El hombre también estaba observándolo.

Alrededor de lord Omnícromo se daban cita, no solo el complemento habitual de generales y lacayos, sino también docenas de trazadores. Era evidente que no tenían prisa por ir a ningún sitio.

Alguien le devolvió el mosquete a lord Omnícromo, que apuntó sin preámbulo y disparó. Un segundo después, algo golpeó la lanza de la Madre dos pasos por encima de la cabeza de Gavin y explotó, arrancando un pedazo de roca. ¿Proyectiles de luxina? ¿Desde una distancia de quinientos pasos? Gavin seguía estando sumido en sus cavilaciones cuando los Guardias Negros lo condujeron a rastras al otro lado de la lanza.

Lord Omnícromo quería ver muerto al rey Garadul. Así de sencillo, y así de arriesgado. Probablemente había azuzado incluso al monarca ante la Muralla de Agua Brillante, retándolo a actuar como un prómaco y consiguiendo que el joven rey se situara al frente de sus fuerzas, a la espera de que pereciera en combate.

Si tu enemigo quiere algo, niégaselo.

Gavin trazó una tablilla amarilla con el mensaje: «Garadul preso, no muerto. A toda costa». La recubrió de luxina azul y amarilla líquida y la lanzó en la dirección que creía que había tomado Corvan.

Pero la intuición de Gavin le decía que el asalto principal se iba a producir en otro lugar, mientras los defensores concentraban sus esfuerzos allí.

—A la Puerta de la Vieja —ordenó a sus Guardias Negros—. ¡Deprisa!

87

Karris recogió una segunda espada de manos de un hombre que estaba tendido en el suelo, desangrándose por la herida que tenía en el estómago. No sabía para qué bando combatía, ni le importaba. La ciudad olía a pólvora, a cloaca, a sudor, era la clase de hedor que se adhiere a las armaduras de cuero y no se va nunca. Mientras corría, trazó una fina pátina de luxina verde sobre las espadas, la selló, la recubrió de luxina roja y selló esta a su vez.

Toda la zona era un entramado de callejones. Los edificios se encontraban distribuidos al azar, con la aparente intención de fastidiar a los vecinos, e imposibilitaban ver nada en línea recta. La buena noticia era que eso impediría que el rey Garadul amasara allí a sus hombres en gran número.

La mala noticia era que… ¡ay, mierda! Karris dobló una esquina y estuvo a punto de estamparse contra tres Hombres Espejo, perdidos, asomándose a los distintos callejones y aparentemente a punto de iniciar una discusión sobre qué camino seguir. Karris los embistió antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar. Lanzó todo su peso contra el más bajito, que tenía los pies plantados con firmeza en el suelo, y consiguió frenarse y hacerle perder el equilibrio. Se giró mientras trazaba un arco escarlata con la espada que empuñaba en la mano izquierda.

El segundo Hombre Espejo intentó levantar la espada para protegerse, pero demasiado lento, sin la menor posibilidad. La hoja de Karris traspasó su guardia y se enterró en su cuello por encima del gorjal. El corte no era muy profundo, pero sí lo suficiente, y letal. La luxina roja salpicó el exterior de su armadura, y cuando Karris retiró el arma de un tirón, el interior se salpicó de sangre roja a juego. Permaneció en pie, pero para Karris ya estaba muerto.

Entre la colisión con el primer Hombre Espejo y el degollamiento del segundo, Karris había perdido de vista al último. Giró sobre los talones, agazapada, bloqueando con ambas espadas, la izquierda abajo, la derecha arriba en una presa invertida. La estocada habría traspasado directamente la débil guardia de su mano derecha si antes no se hubiera agachado. En vez de eso, el canto de su propia arma le pegó un golpe en el hombro. No sabía si se había cortado. ¿Qué clase de imbécil se mete en una pelea sin armadura?

Se levantó con una maniobra agresiva, pero el Hombre Espejo detuvo su ataque. A continuación, abrió los ojos de par en par. Una lenta oleada de luz roja los bañó a ambos. Su espada había arrancado chispas de la de Karris, inflamando la luxina roja… y no solo en su espada. Allí donde los dos filos habían chocado, la espada del Hombre Espejo había raspado también la luxina roja, y las mismas chispas le habían prendido fuego. Karris se había propuesto reservar las llamas para más tarde, pero también podía sacarles partido ahora.

Karris giró la muñeca, imprimió una veloz trayectoria curva a la espada llameante y apuñaló al Hombre Espejo en la cara con la que empuñaba en la zurda.

Si te vas a poner una armadura pesada, no dejes nunca la visera abierta mientras dure la batalla.

Le dio una patada para separarlo de su arma en una rociada de dientes rotos y sangre exhalada, giró de nuevo, y vio que el Hombre Espejo con el que había chocado se arrastraba por el suelo en busca de su espada. Le pisoteó la mano extendida y hundió su filo en la armadura de espejos. Hacía falta un golpe fuerte y directo para traspasar esa coraza, pero lo había ensayado mil veces con la Guardia Negra, que entrenaba asumiendo que los asesinos partirían con ventaja, armaduras de espejos incluidas.

Tras liberar la hoja de nuevo, enjugó los restos de luxina roja inflamada de la espada con el manto de uno de los hombres y aplicó una capa nueva. Se quemaría sola como no tuviera cuidado. Recogió el arco recio y la aljaba medio vacía que portaba uno de los cadáveres.

Y ahora, ¿dónde diablos estaba? ¿Y dónde estaba Kip?

Karris había tomado un atajo, o eso creía. Sabía que había un mercado en la zona sur de la ciudad y le parecía recordar aproximadamente su ubicación. Había enviado a Kip en pos del rey Garadul con la esperanza de que el muchacho sembrara algo de caos en el proceso, lo que le permitiría a ella acercarse al monarca por la espalda y asesinarlo.

Quizá no hubiera sido la decisión más inteligente. Por Orholam, había abandonado a Kip. Un trazador en pañales.

Como si hubiera podido hacer gran cosa por ayudarle. En la Cromería llamaban gólem verde a lo que había hecho Kip. Hubo un tiempo en que se enseñaba como magia de guerra. Ya no.

Crear un gólem verde planteaba tres problemas. Para empezar, no se podía sellar la luxina. Si lo hacías, no podías moverte. Algunos trazadores lo resolvían creando grandes placas selladas y soldando las juntas con luxina verde abierta. Lo que estaba haciendo Kip era mucho más difícil. Estaba sosteniendo toda la magia a la vez. Requería una concentración inmensa, y la armadura solo sería tan resistente como su fuerza de voluntad. Si alguien rompía su concentración perdería la armadura instantáneamente. Segundo, usar tanta luxina verde consumía enseguida a los trazadores. En la Guerra del Falso Prisma, Karris había oído hablar de trazadores verdes que rompían el halo tras crear un gólem verde tan solo tres o cuatro veces. Tercero, había que ser fuerte como un toro. El traje (la armadura, el gólem, lo que fuera) pesaba. Para el trazador era menos porque su voluntad aguantaba una parte del peso, pero aun así seguían teniendo que desplazar una enorme mole de luxina. Dicho lo cual, emplear luxina verde abierta en las piernas implicaba que un trazador experimentado sería capaz de dar grandes saltos, y cuando se ponían en marcha, eran prácticamente imparables.

Todo eso significaba que lo más probable era que Kip consiguiera que lo matasen. Y Karris lo había abandonado. Maldición. ¿Qué clase de mujer abandona a un niño?

Karris comprobó la posición del sol desde las sombras. El astro aún estaba bajo en el firmamento, y estos callejones estaban envueltos en sombras y niebla. Al levantar la cabeza se sorprendió. Los tejados se alzaban entre la bruma como lejanas cumbres cuadradas reinando sobre las nubes. Entonces vio las bengalas que señalaban la retirada. Eran del color que supuestamente debían usar Gavin o los Guardias Negros, y estaba segura de que eso era lo que indicaban. Pero ¿retirarse adónde?

Los muelles. Sabían que iban a perder la ciudad. Tan solo intentaban que el rey Garadul pagara el precio más alto posible. Karris no disponía de mucho tiempo para cerciorarse de que pagara el precio definitivo.

Entró corriendo en una casa vacía; estaba segura de que allí todas las casas estaban vacías. Tras abrirse paso entre los excrementos de gallina y varios perros, más una vaca esquelética (muchas personas metían a los animales en casa para pasar la noche, tanto por su seguridad como para caldear el interior), encontró las escaleras, subió a las habitaciones de la familia, que se habían vaciado apresuradamente, y llegó a la escalerilla que conducía a la azotea.

Todas las casas de Garriston, cuadradas y achatadas, tenían estos tejados llanos. La azotea se convertía en una tercera habitación para muchas familias. Un lugar idóneo para refrescarse durante las largas y calurosas noches de verano, la única oportunidad que tenían los plebeyos de disfrutar de la brisa procedente del mar Cerúleo. Los edificios se apiñaban unos contra otros, pero en absoluto constituían un conjunto homogéneo. No todos los edificios tenían tres plantas, e incluso en aquellos que sí, los pisos eran de distintas alturas.

Aun así, cuando Karris llegó al tejado, la belleza de la escena la dejó sin respiración por unos instantes. Los tejados encalados, pequeños cuadrados y rectángulos, reluciendo al sol, con la niebla arremolinándose en cada vértice, las iglesias y las contadas mansiones elevándose como montañas entre las nubes, y el Palacio de Travertino dominándolo todo. Más al sur se podía ver la Muralla de Agua Brillante, como un cinturón dorado que ciñera la ciudad. Más cerca, una negra columna de humo se elevaba de la muralla de la ciudad, fogonazos de magia de las puertas.

Se concentró. Encontró el mercado que estaba buscando. La niebla le impedía ver lo suficiente para saber si su intuición había sido acertada.

Ya que has apostado la vida de Kip en esta mano, qué menos que acercarte a ver si has ganado.

Maldiciéndose por estúpida, Karris trazó un arnés verde para las armas, enfundó las dos espadas a su espalda, se entretuvo unos segundos ajustando las correas para acomodar la aljaba y el arco, maldijo las mangas de su vestido, ceñidas y rotas, maldijo sus hombros musculosos y se arrancó las mangas. Respiró hondo. Corrió hasta el borde de la azotea y saltó.

Las casas estaban tan próximas entre sí que el salto no entrañaba dificultad. Algunos hogares estaban unidos por tablas, incluso, para que los vecinos pudieran visitarse. Mientras no tuviera que cruzar la calle, sería un juego de niños. Corrió tan deprisa como le era posible. Una calle a salvar, después otro bloque de casas, después el mercado. Su mirada no dejaba de saltar de un lado a otro mientras se acercaba al desafío de cruzar la calle que se abría ante ella.

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