El prisma negro (83 page)

Read El prisma negro Online

Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Soy un mensajero! —exclamó el hombre.

—Ahora eres un soldado —replicó el sargento Delelo, ajeno o indiferente a la lluvia de fuego de mosquete que caía a su alrededor, levantando pequeños penachos de tierra—. ¡En marcha!

El hombre soltó la saca de mensajero, agarró el mosquete de Kip y emprendió la carga, junto con todos los demás.

Kip se quedó tendido en el suelo, rodeado de cadáveres. Cuando recuperó el aliento, se tocó la cara. Sangre, pedazos rojos y grises de… No quería pensar en ello. Lo importante era que volvía a ser libre. Al menos hasta que apareciera el próximo oficial al frente de los cobardes que volverían a llenar el canal.

No disponía de mucho tiempo. Si Kip se entretenía demasiado dándole vueltas a la cabeza, no se movería, y tenía que ponerse en marcha cuanto antes. El sargento primero estaba en lo cierto, la acequia no estaba lejos de la línea de fuego. Si Kip se demoraba, conseguiría que lo mataran.

Quería ver mejor la batalla, trazar un buen plan. Pero no sabía hasta qué punto podría juzgar lo que fuera que viese, y ni siquiera sabía en qué dirección echar a correr.

Recogió la saca del mensajero y se la echó al hombro. Vio los restos de una carreta algo más atrás, lejos de la muralla.

¿Hemos pasado corriendo al lado de eso? Kip ni siquiera se había percatado. En cualquier caso, los bueyes que tiraban de la carreta estaban muertos o agonizaban, mugiendo de dolor, cubiertos de sangre. Kip corrió en su dirección.

Se agachó a la sombra de la carreta y se encontró con dos hombres que habían llegado antes que él. Lo miraron con los ojos abiertos de par en par, aterrados.

—¡Moveos! —gritó Kip.

Se encaramó a lo alto de la carreta destrozada y oteó la llanura. Al principio, solo vio cadáveres. Varios cientos, tal vez. Era difícil distinguir la sangre, por lo que parecía que estuviera contemplando a un montón de personas durmiendo a pierna suelta en el suelo. El castigo no era excesivo, habida cuenta del tamaño del ejército, pensó Kip, pero el espectáculo de tantos cadáveres no era algo que pudiera racionalizarse sin más. Esas personas estaban muertas. Él podría haber sido una de ellas. Aún podía serlo.

Apartó la mirada, intentó encontrar algo útil. Los hombres del rey Garadul habían conseguido llegar a lo alto de la muralla. Desde unos cuantos lugares, defensores y atacantes por igual se precipitaban al vacío, forcejeando. Los mosquetes y las pistolas escupían nubes de humo negro por doquier.

A la izquierda de Kip se elevaba una pequeña loma, lejos del alcance de los mosquetes de la muralla. La rodeaban varios cientos de jinetes y trazadores. Enfrente del cerro, los trazadores estaban creando un puente sobre el canal de riego. Kip vio entonces que el puente original había quedado arrasado durante la retirada de los ocupantes de Garriston. Eso había frenado el avance del rey Garadul, probablemente porque se habían detenido a hablar de ello en vez de limitarse a cargar con sus caballos hasta el otro lado.

En lo más alto de la loma, Kip divisó varios portaestandartes y una figura que podría ser el rey Garadul en persona. Estaba gritando, gesticulando exageradamente en dirección a lord Omnícromo, quien resultaba inconfundible porque resplandecía a la luz del amanecer.

Kip no supo que había tomado una decisión hasta que se descubrió cruzando la llanura a la carrera. Recogió un mosquete del suelo, tirado junto a una mujer encogida en posición fetal, gimiendo, y reanudó la marcha. Su venganza estaba muy cerca.

Mientras Kip se acercaba al cerro, este se cubrió de movimiento y las cornetas empezaron a impartir órdenes. Segundos después, Kip vio que los caballos se ponían en movimiento. El rey Garadul se disponía a atacar la muralla en persona, a la altura de la Puerta de la Madre. ¿Esperaba que sus hombres abrieran la puerta antes de que llegara él, o era sencillamente un estúpido?

Kip se encontraba a medio camino de lo alto de la loma cuando vio a una mujer cuya figura le resultaba familiar. Se detuvo.

Karris Roble Blanco había llamado por señas a uno de los jinetes que galopaban tras el rey Garadul. El hombre aminoró la marcha por ella, y Karris montó en la silla a su espalda con una agilidad asombrosa. El hombre se giró para preguntarle algo y se desplomó. Kip distinguió el destello fugaz de una daga, envainada rápidamente a continuación mientras Karris clavaba los tacones en los ijares del caballo y partía a gran velocidad en pos del monarca. Estaba sola, y aún tenía puestas las fundas oculares. No podía trazar, pero aun así iba a intentar matarlo. Aunque lo consiguiera, sería un suicidio.

He jurado salvarla. Y he jurado matarlo.

Kip era un jinete espantoso, pero sería imposible darles alcance sin una montura. Al ver un grupo de caballos amarrados cerca de lo alto de la loma encaminó sus pasos directamente hacia ellos.

—… por la Puerta de la Amante. Tendrás que nadar. Únete a los refugiados. Se…

Kip rodeó una tienda a tiempo de ver al joven trazador, Zymun, montar en el caballo. Estaba recibiendo órdenes de lord Omnícromo en persona. El corazón le dio un vuelco. Estaban a menos de veinte pasos de distancia.

—¿Te hace falta un caballo? —preguntó alguien, justo a su lado.

Kip estuvo a punto de dar un respingo. Se quedó pestañeando rápidamente, embobado delante del mozo de cuadra.

—Menuda tienen montada ahí fuera, ¿eh?

—¡Mensaje! —exclamó Kip, acordándose de la saca que llevaba colgada al hombro—. ¡Un mensaje para el rey! ¡Sí, un caballo! Necesito un caballo.

—Me lo figuraba —dijo el mozo. Se fue a buscar un bruto que fuera lo bastante grande.

Kip volvió a mirar en dirección a lord Omnícromo y Zymun. Se había perdido el resto de la conversación, pero vio que lord Omnícromo entregaba una caja al trazador montado.

Esa caja. Kip no podía creérselo.

Esa caja era suya. El mismo tamaño. La misma forma. Esa era su herencia. Lo único que su madre le había dado nunca. Y obraba en poder de Zymun.

El joven trazador hizo una reverencia ante lord Omnícromo. Kip se escondió mientras el caballo de Zymun daba la vuelta y partía al galope hacia el este. Lord Omnícromo regresó a lo alto del cerro con paso decidido. El mozo de cuadra le trajo un caballo a Kip, le ayudó a montar y guardó el mosquete en una funda adosada al costado de la silla.

Kip titubeó. Lord Omnícromo se alejaba colina arriba, donde lo aguardaba su séquito. Él era el meollo de todo esto, Kip lo sabía. Debería matarlo. Por Orholam, la oportunidad se le estaba escurriendo entre los dedos. Pero hacia el sur, Karris cargaba a galope tendido hacia la muerte, y al este, esa serpiente de Zymun estaba robándole el único recuerdo que conservaba de su madre. Matar a lord Omnícromo y poner fin a la guerra. Matar a Zymun y recuperar el cuchillo. O salvar a Karris y probar suerte con el rey Garadul. No podía tenerlo todo.

Kip había hecho promesas a los vivos y a los muertos. Apretó los dientes, convencido de estar tomando la decisión equivocada… pero tomándola de todas formas. Hay que anteponer la vida de los inocentes a la muerte de los culpables. Gavin amaba a Karris, y se merecía otra oportunidad de ser feliz. Kip cabalgó en pos de la trazadora.

83

Karris nunca había participado en una batalla a gran escala, pero había sido testigo de varias en compañía de Lobo Veloz, uno de los generales de Gavin. En otra época, lo habrían reverenciado como a un gran líder. En vez de eso, se había enfrentado a Corvan Danavis, y hasta en tres ocasiones había sido derrotado por fuerzas menos numerosas pero comandadas por el genio bigotudo. En cualquier caso, se trataba de un caballero mayor y galante que sentía debilidad por Karris, a la que le gustaba explicarle lo que veía cuando los ejércitos chocaban en la distancia. A menudo estaba demasiado ocupado como para contarle gran cosa, por supuesto, pero a veces parecía que pensar en voz alta le ayudara a ordenar las ideas. De modo que ahora, mientras Karris galopaba colina abajo en dirección a la refriega, pudo encajar mejor las piezas que se desplegaban ante sus ojos.

Los edificios que se apoyaban en las dos caras del muro (y que tarde o temprano serían los culpables de su caída, a Karris no le cabía la menor duda) en realidad estaban ayudando a corto plazo. Eran como un talud de escarpa, lo suficientemente ancho como para dificultar el empleo de escaleras de asalto, demasiado impredecible como para que los hombres cargaran de frente por cualquier otro sitio. Tarde o temprano los soldados del rey Garadul descubrirían qué partes eran más estables y cuánto peso eran capaces de sostener, pero hasta entonces los edificios decrépitos obstaculizaban y provocaban la muerte de quienes embestían la muralla.

Mientras Karris cabalgaba, las almenas se poblaron de trazadores por primera vez. La muralla no era muy alta, pero sí lo bastante ancha como para que sus defensores maniobraran de un lado a otro del adarve a gran velocidad, y habían visto que la caballería del rey Garadul se dirigía hacia allí.

Rojos y subrojos trabajaban en equipos en las almenas, los unos arrojando viscosa luxina incendiaria sobre los atacantes, y los otros prendiéndole fuego. El rey Garadul tenía una línea de trazadores al frente, azules y verdes que intentaban desviar la melaza incendiaria en pleno vuelo y estrellarla contra la muralla. Los rojos disparaban su propia luxina contra los defensores, aunque a los equipos de Garadul no se les daba tan bien encenderla y no siempre lo conseguían. Los mosqueteros de ambos bandos se esforzaban al máximo por abatir a los trazadores enemigos.

Los defensores partían con ventaja, pero el número de atacantes era tan desproporcionado que Karris no se explicaba cómo podían resistir tanto tiempo. ¿Y por qué el rey Garadul había llevado su caballería allí ahora? Directamente contra la pared, su capacidad de maniobra se veía mermada y constituía un blanco fácil para los trazadores azules de lo alto de la muralla, que salían de detrás de las almenas, disparaban unas cuantas dagas de luxina y volvían a parapetarse.

Lo único que debía hacer Karris era abrirse paso entre la multitud (algo que no resultaba difícil cuando se iba a caballo), robar un mosquete, sobrevivir el tiempo suficiente para acercarse al rey Garadul y volarle la tapa de los sesos. En medio del fragor, la intensidad, la carnicería, la confusión y el estruendo de la batalla, cabía dentro de lo posible que nadie se percatase siquiera de que el disparo asesino se había producido detrás del monarca.

Karris oyó un grito a su espalda, de alguna manera distinto del resto de voces. Giró la cabeza, agachada aún sobre su caballo lanzado al galope. Una docena de Hombres Espejo la perseguían a lomos de sus gigantescos corceles de guerra. Se le encogió el corazón.

Se acabaron las sutilezas.

Volvió a tirar de las fundas oculares. Se le estaba desgarrando la piel alrededor de los ojos, pero seguía sin estar más cerca de conseguir arrancarse los condenados chismes. Si pudiera trazar, tendría una oportunidad. Reprimió con esfuerzo la inesperada oleada de furia asesina que amenazaba con poseerla.

A ochenta pasos de distancia vio una línea de mosqueteros que estaban recargando. Escudriñó la muchedumbre en busca de alguien que tuviera un arma de pedernal; las de mecha no servirían para lo que se proponía. A continuación, frenando su caballo para aguardar el momento oportuno, pasó como una exhalación mientras uno de los oficiales terminaba de recargar y se acercaba la culata del mosquete al hombro. Karris se lo arrebató de las manos.

El comandante Puño de Hierro la había amonestado a menudo por sus acrobacias a caballo, por practicar cosas que ambos sabían que no tenían ninguna utilidad aparte de impresionar a los nuevos reclutas de la Guardia Negra. La imagen del gigante sacudiendo la cabeza, dándose por vencido con una sonrisa, cruzó sus pensamientos mientras encajaba el mosquete cargado en la funda de la silla. Seguía llevando puesto el mismo condenado vestido que la dejaba semidesnuda a la vez que le impedía los movimientos. No lo conseguiría. Karris sacó los pies de los estribos, giró la muñeca a su espalda para asir con firmeza el arzón trasero, afianzó las riendas entre el caballo y el pomo de delante, y desmontó mientras el animal continuaba trotando. Golpeó el suelo e inmediatamente dio un salto, sintiendo cómo se desgarraban las mangas de su vestido. Siempre había practicado esto con un arzón mejor, pero también con caballos más altos, y estuvo a punto de pasarse la silla de largo cuando ascendió. Tardó un instante, pero se acomodó en la silla, de espaldas. Desenfundó el mosquete, apuntó, intentando absorber con las rodillas la mayor parte de las sacudidas producidas por el movimiento del caballo, intentando calcular cuánto tiempo pasaría desde que disparara hasta que sonara la detonación. Apuntó al Hombre Espejo que encabezaba la persecución, a cuarenta pasos de distancia, y apretó el gatillo.

Había apuntado a la perfección, había calculado el momento adecuado, pero el mosquete no disparó. Amartilló el percutor una vez más, comprobó el mecanismo. No vio el pedernal por ninguna parte. Se había caído, probablemente durante su impresionante demostración de acrobacia. ¡Diablos!

Karris arrojó el mosquete lejos de sí, cambió la posición de las manos, giró la cabeza por encima del hombro para cerciorarse de que iba a rebotar en terreno llano y desmontó. Desmontar y volver a montar de espaldas en realidad era mucho más complicado que el truco original, pero lo ejecutó a la perfección, golpeando el suelo con ambos pies, impulsándose con ellos al unísono mientras el tirón del movimiento hacia delante del caballo la catapultaba por los aires. Solo que, mientras se proyectaba hacia arriba y adelante, la mitad de la cabeza del animal se desintegró ante el impacto de una bala de mosquete y su cuerpo cayó en picado buscando la tierra. Si Karris empuñara aún las riendas, también ella se habría visto arrastrada hacia el suelo. En vez de eso, se convirtió en una bala de cañón humana. La fuerza de su salto y la inesperada caída del caballo provocaron que se retorciera en el aire como una gata. Estaba volando, cabeza abajo y de espaldas.

Solo le dio tiempo a pensar una cosa: Rueda con el impacto.

Pero cuando chocó no hubo tiempo absolutamente para nada. Se tratara de lo que se tratase, se dividía en varios niveles, y por suerte era blando. Lo que no impidió que su cabeza, sus brazos y sus piernas parecieran salir disparados en direcciones distintas. Cuando por fin rodó por el suelo, hubieron de pasar unos cuantos segundos antes de que recuperase la movilidad.

Other books

Dial Emmy for Murder by Eileen Davidson
The Little Drummer Girl by John le Carre
Valperga by Mary Shelley
Love's Fortune by Laura Frantz
Chasing Rainbows by Victoria Lynne
Cold Death by S. Y. Robins