Podría haberla matado en la iglesia, comprendió Karris. O podría haberla abandonado y dejar que la matara el fuego. Pero Corvan tenía fama de caballero, incluso entre sus adversarios, y ella necesitaba saber lo que él sabía. Levantó las manos abiertas, dándose por vencida. Hizo una mueca. Ay, el brazo izquierdo estaba matándola.
—¿Por qué no puedo estar aquí? —preguntó.
—¿Tienes la menor idea de lo que pasó con todos los hombres y mujeres que combatieron al lado de Dazen? —preguntó Corvan.
—Se fueron a casa.
—Siempre es difícil volver a casa para los perdedores. Los ejércitos de Dazen eran desorganizados. Un hatajo de indeseables, y un puñado de hombres buenos que habían sido agraviados.
—Como tú —interpuso sarcásticamente Karris.
—Esto no va de mí. La cuestión es que muchos de nosotros no podíamos ir a casa. Algunos se dirigieron a Puerto Verde; los aborneanos acogieron a algunas comunidades poco numerosas, y los ilytianos aseguraron estar dispuestos a aceptar a todo el mundo. Pero lo único que alguien obtuvo de ellos fue una oreja recortada.
Karris se estremeció. Así marcaban los ilytianos a los esclavos. Calentaban unas tijeras de esquilar al rojo y cortaban la oreja izquierda del esclavo casi por la mitad. El tejido cicatricial impedía que la oreja se recompusiera y hacía fácil identificar a los esclavos.
—Algunos de nosotros tuvimos más suerte —dijo Corvan—. Nuestros ejércitos deambularon de un lado a otro de esta tierra durante meses, y la gente de aquí no tenía motivo para sentir simpatía por ningún bando. Arrasamos aldeas enteras. Las que sobrevivieron solo tenían niños pequeños, ancianos y unas pocas mujeres. La mayoría de las ciudades aborrecían a los soldados, y donde los antiguos soldados intentaban instalarse por la fuerza, el padre de Rask, el sátrapa Perses Garadul, los exterminaba. Pero unas pocas ciudades comprendieron que si esperaban reconstruirse algún día, necesitaban hombres. La alcaldesa de Rekton fue una de esas personas. Escogió doscientos soldados y nos permitió quedarnos, y eligió bien. Unas pocas ciudades vecinas hicieron lo mismo. Otros hombres, por supuesto, se convirtieron en bandidos, y ni siquiera Perses Garadul pudo darles caza a todos.
—¿Cómo conseguiste asentarte? —preguntó Karris—. Como general, eras más responsable que la mayoría por lo ocurrido en esta región.
—Mi esposa era tyreana. Nos habíamos casado unos pocos años antes de que estallara la guerra. Estaba en Garriston cuando… cuando se incendió. Uno de sus criados sobrevivió y salvó a nuestra hija y me la trajo. Así que tenía una niñita de un año, y la alcaldesa se apiadó de mí. El caso es que la gente de los alrededores recuerda la guerra de forma ligeramente distinta a la gente de Gavin.
Lo cual no era sorprendente, considerando que eran quienes peor parados habían salido.
—La recuerdan como una riña por una mujer —dijo Corvan, sucinto.
—¡Eso… eso es ridículo! —balbució Karris. Orholam misericordioso.
—Eres la musa favorita de los artistas de la zona. No es que haya muchos con talento, pero la belleza de piel clara y exótica de cabello llameante todavía inspira éxtasis en los artistas buenos y malos. Aunque la mayoría de los hombres no se atreverían a creer que seáis la misma mujer… sueles ser retratada con un vestido de novia, a veces hecho jirones… Rask sin duda posee cuadros de artistas con talento que te han visto realmente.
—No fue así —dijo Karris.
—Pero hace una buena historia.
—¿Una «buena» historia?
—Buena en el sentido de trágica. Buena en el sentido de interesante. No buena con un final feliz. —Corvan carraspeó—. Me cuesta creer que no lo supieras.
—En los Jaspes ya casi no quedan tyreanos. Y últimamente nadie habla mucho conmigo.
Corvan parecía estar a punto de responder, pero se mordió la lengua. Por fin, dijo:
—Así que la pregunta es: ¿quién te enviaría a ti a nuestro nuevo rey Garadul, sabiendo que este sin duda te reconocería, y qué esperaba conseguir dejándote a su merced?
La Blanca. ¿La Blanca me ha traicionado? ¿Por qué?
Había sido una mañana muy larga. Gavin había despertado dolorosamente temprano para llegar a la costa al amanecer, y luego había salido volando en deslizador tan pronto como pudo trazar los primeros rayos de sol. A continuación había ido en barca a la isla de los Cañones; el desagradable y claustrofóbico viaje por el túnel de evacuación lo había dejado sucio, sudoroso, dolorido y falto de sueño. Pero no tenía más remedio que obligarse a seguir adelante; no después de lo que le había revelado el engendro de los colores.
El túnel desembocaba en la Cromería, en una despensa en desuso que había en el sótano, tres plantas bajo tierra. Había un sencillo armario montado al fondo de una de las habitaciones, y una puerta oculta al fondo de ese armario. Gavin cogió un quinqué de un gancho, giró el pedernal y se alegró al ver que prendía de inmediato. Liberó la luxina que había estado conteniendo en dos charcos que se disolvieron rápidamente en el suelo (no había necesidad de aterrorizar si se tropezaba con alguien) y se introdujo en el armario.
La puerta secreta se cerró con suavidad a su espalda. Abrió la puerta del armario. Un palmo, luego se detuvo, bloqueada. Con la luz de la lámpara entrando solo por la pequeña rendija, no podía ver cuál era el problema. Metió la mano por la rendija en la oscuridad. La madera pulida recibió sus dedos, suave y recta, luego más, justo encima. Sillas.
Bueno, ese era el problema de tener una puerta supersecreta oculta en una despensa en desuso, ¿no? A veces la gente se percataba de que estaba vacía y pensaba que debería emplearse para almacenar cosas.
Con un suspiro, Gavin dejó la lámpara en el suelo y apoyó el hombro en la puerta. Empujó con fuerza, con más fuerza. La puerta se deslizó otro palmo o dos mientras las sillas apiladas se movían, y se atascaban. Miró de reojo a la lámpara, trazó una varita verde y adosó un pegote de luxina roja al extremo. Encendió el rojo con subrojo e introdujo la fina antorcha por la abertura, sosteniéndola en alto, y después metió la cabeza.
La sala entera estaba repleta de muebles, como si media docena de aulas y comedores se hubieran desalojado y lo hubieran puesto todo allí. Orholam bendito. Gavin maldijo en voz baja. La única zona despejada estaba al nivel del suelo. La única forma de salir era entre las patas de las sillas y las mesas.
No le quedaba otro remedio. A menos que Gavin quisiera empezar un fuego, trazar cantidades enormes y arrasar todo el contenido de la habitación para poder salir andando sin más (lo cual no sería el colmo de la discreción), tendría que barrer el suelo con el cuerpo. Estupendo. Dejó que la antorcha de luxina se desintegrara y empezó a gatear.
Diez minutos después se incorporó. No intentó sacudirse el polvo de la ropa. No tendría mucho sentido. La acumulación de suciedad era tal que, sumada a los suelos húmedos, el sudor y la polvareda levantada por las sillas y las mesas sobre su cabeza, había quedado completamente embarrado. Escuchó en la puerta durante todo un minuto, pero no oyó nada.
Tras salir al pasillo de puntillas, cerró la puerta a su espalda. Apagó el quinqué de un soplido; los pasillos estaban brillantemente iluminados. Incluso tres niveles por debajo del mar, se esperaba de las cerezas (los alumnos trazadores de rojo de segundo a cuarto grado) que mantuvieran las lámparas provistas de luxina roja. La despensa, prudentemente, se había emplazado casi al final de uno de los pasillos más largos. Gavin se agachó para entrar al fondo del elevador, a pocos pasos de distancia.
Los elevadores debían abastecer a toda la Cromería, lo que significaba que debían controlarlos los esclavos o los tenues, los alumnos más nuevos. De modo que eran enteramente mecánicos. Cuando alguien montaba en el elevador, una báscula indicaba cuántos contrapesos se necesitaban. Si un trazador decidía usar menos contrapesos, tendría que encaramarse a la cuerda, aunque levantando tan solo una fracción de su peso. Si usaba más contrapesos de los indicados en su caso particular, detenerse en la planta correcta podría ser complicado. Un elevador central se ocupaba de los cargamentos realmente pesados y movía clases enteras, mientras que estos elevadores secundarios se reservaban para cargas más pequeñas. Adicionalmente, cada cubículo disponía de numerosas rendijas y cuerdas para que los embajadores no tuvieran que esperar mientras docenas de tenues se dirigían a clase.
Gavin agarró la penúltima cuerda. El sigilo le impedía coger la última, aunque si alguien lo veía y lo reconocía, se preguntaría por qué no viajaba en el elevador reservado para alguien de su rango, por lo que la discreción de ambos métodos seguía estando en entredicho. Trazó un freno, bajó la palanca para doblar su peso y dio una patada al seguro.
Salió disparado hacia arriba a gran velocidad. Aunque partía de las profundidades de la tierra, los elevadores estaban brillantemente iluminados. En lo alto de cada rampa había huecos a los lados, y montados en ellos, unos espejos de Atash sumamente pulidos proyectarían luz natural rampa abajo mientras el sol bañara esa cara del edificio. Ajustar los espejos cada pocos minutos era otra divertida tarea para los tenues, que todas las noches debían devolver todos los contrapesos a su sitio. Gavin aún recordaba cuando debía hacerlo él mismo. Sin embargo, no era lo que se dice un recuerdo especialmente agradable.
El elevador no llegaba hasta su cámara, casi en lo alto de la Cromería, por supuesto. Eso sería demasiado conveniente; o, como preferían decir los Guardias Negros, inseguro. No había motivo para dar a los asesinos una ruta directa hasta el Prisma o cualquier otro personaje importante. En vez de eso, tras ascender a gran velocidad hasta la mitad de la Cromería, dejando atrás a alumnos, magísteres, siervos y esclavos tan rápido que a nadie le daba tiempo a ver quién tenía tanta prisa, Gavin accionó el freno.
Se detuvo en lo alto de la rampa y salió enfrente de la estación de guardia que protegía esa planta. Había cuatro hombres allí, guardias normales, no Negros, y todos ellos levantaron la mirada de su partida de dados con expresión culpable. Aparentemente no habían notado el silbido de la cuerda demasiado tarde. Se quedaron boquiabiertos al verlo: Gavin Guile en persona, empapado de sudor y cubierto de mugre, allí.
—Os propongo una cosa —dijo Gavin mientras guardaba el freno en su cinturón—. Si vosotros no mencionáis esto, yo tampoco. —Lanzó una miradita elocuente a los dados y los naipes que cubrían la mesa. Vigilar el ascensor en un piso tan elevado tenía que ser aburrido, pero al señor de la lux Negro no le complacería descubrir que sus soldados apostaban estando de servicio.
Cuatro cabezas asintieron como una sola. Gavin montó en el siguiente elevador, justo adyacente al que acababa de dejar, y adoptó su posición acostumbrada. Esta vez eligió una velocidad más clemente.
Había dos Guardias Negros vigilando el elevador en ese nivel, y estos hombres no estaban jugando a los dados. Apenas si pestañearon siquiera. Ambos empuñaban sendas lanzas, tenían las rodillas ligeramente flexionadas, y las gafas puestas.
Cuando los Guardias Negros estaban de servicio, estaban de servicio.
Los hombres saludaron con porte marcial y se golpearon bruscamente los hombros con las lanzas, antes de regresar a su posición inicial. Gavin pasó junto a ellos y entró en la habitación. Un poco de supervioleta abrió todas las persianas, proporcionándole luz. Tiró de una cadena de servicio que había junto al escritorio y encaminó sus pasos a la bañera. La jornada del día se iba a caracterizar por los encuentros diplomáticos, pero, lo más importante, se proponía visitar a su hermano, y de ninguna manera pensaba presentarse ante Dazen hecho unos zorros. Podría interpretarlo como un signo de debilidad. Abrió el grifo, probó el agua y la calentó con subrojo.
Estaba empezando a quitarse la ropa cuando se abrió la puerta y entró Marissia, su esclava de cámara. Había sido capturada durante la guerra entre Ruthgar y los bosquesangrientos. Como la mayoría de los de su pueblo, tenía el pelo rojo, pecas, y unos ojos verdes como el jade. Karris poseía rasgos característicos del Bosque de Sangre. Gavin nunca había pensado que fuera causalidad que su esclava de cámara fuera una muchacha joven y guapa del Bosque de Sangre. La Blanca esperaba, sin duda, aplacar algunos de sus apetitos que habían causado tantos problemas antes de la guerra. La chica era virgen incluso cuando entró a su servicio, hacía diez años, lo que significaba que los ruthgari que la habían capturado sentían más interés por el oro que por la carne.
Marissia le ayudó a quitarse la ropa sucia y la apiló para llevársela a la lavandería. Gavin se metió en la bañera.
—Tengo mensajes para vos —dijo la muchacha—. ¿Estáis listo para escucharlos?
Gavin extendió una mano, indicándole que esperara, y suspiró mientras se introducía en el agua caliente. Mensajes, exigencias, apenas un minuto para pensar.
—Convoca una reunión del Espectro al completo. ¿Cuándo crees que será lo antes posible, Marissia?
Marissia ya había aflojado los lazos de su vestido, que levantó ahora con la combinación por encima de su cabeza y dejó doblado al lado de la bañera. Si había una habilidad que Marissia no había aprendido a dominar en los diez años que llevaba al servicio de Gavin era fingir que el resto del mundo cesaba de existir cuando cabía la posibilidad de hacer el amor con él. Se bañaría con Gavin, le haría el amor si este así lo quería, pero no permitiría que se le mojara el pelo, y después recogería el vestido perfectamente doblado, se lo pondría en un abrir y cerrar de ojos y pasaría a su siguiente quehacer. Marissia poseía muchas virtudes, pero la capacidad de abandonarse al momento no se contaba entre ellas.
—Los Señores de la Lux Azul y Amarillo están hoy en el Gran Jaspe —dijo la mujer mientras cogía un paño y jabón—. El Amarillo tiene familiares de visita y está escondido en una de las tabernas. El Negro está trabajando en su libro mayor y maldiciendo a todo el mundo en una legua a la redonda, y el Rojo probablemente esté en las cocinas. Que yo sepa, los demás se encuentran en sus lugares acostumbrados en el Pequeño Jaspe.
Pese a su incuestionable hermosura (la Blanca evidentemente la había elegido porque se parecía a Karris), lo más asombroso de Marissia era su asombrosa eficiencia. Lo sabía todo, y siempre tenía sus conocimientos en la punta de la lengua. Gavin se había esmerado para ganarse su lealtad incondicional, sabiendo que no había forma de mantener la existencia de su prisionero a escondidas de esta esclava de cámara, no eternamente, aun con la seguridad de que la Blanca la había enviado para espiarlo.