El prisma negro (18 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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Mientras la pequeña fogata ardía briosa, Karris se distrajo eligiendo sus armas con suma meticulosidad. El yatagán permanecería oculto y accesible dentro de su mochila cuando la capa negra estuviera seca y enrollada de nuevo. Sujetó un bich’hwa, un «escorpión», a uno de sus muslos por debajo del pantalón. Se trataba de un arma cuyas anillas de hierro encajaban en los dedos, dotada de cuatro garras con las que asestar zarpazos y de una daga, la cola del escorpión, para apuñalar. No podría acceder a ella tan rápido, pero siempre había sido partidaria de portar más armas de las que se apreciaban a simple vista. Se guardó otro cuchillo largo en el cinturón. Sus bifocales fueron a parar al petate. Pesaban demasiado como para esconderlos en estas mangas tan largas y vaporosas sin llamar la atención. Eso la dejaba con las fundas oculares. Las fundas, unas lentes surcadas de franjas horizontales rojas y verdes, encajaban en las cuencas oculares, lo más cerca posible de los ojos. Un fino reborde de luxina roja adherente garantizaba que las lentes no se cayeran; de hecho, si no tenía cuidado, podría arrancarse la mitad de las cejas al quitárselas. La luxina roja adherente estaba protegida por una pequeña franja de luxina amarilla sólida que había que arrancar antes de aplicar las fundas a los ojos.

A pesar de que las fundas oculares le habían salvado la vida en más de una ocasión, a Karris no le gustaban. Las largas pestañas naturales, un bonito complemento en el Baile de los Señores de la Lux, perdían su atractivo cuando se llevaba una lente a tan escasa distancia del ojo.

Karris ocultó las fundas en un collar compuesto de grandes piedras multicolores, ninguna de ellas lo suficientemente cristalina o interesante como para sugerir que el collar podía tener algún valor. Las fundas se cerraron con un chasquido alrededor de un eslabón y se mezclaron con las demás piedras. Llevaba otro par de fundas encajado bajo la hebilla del cinturón.

Estoy demorándome, pensó.

En su situación actual, solo tenía dos opciones. Podía dirigirse corriente abajo y reunirse con su contacto en Garriston para luego remontar el río, o podía intentar infiltrarse en el ejército del rey Garadul por sus propios medios. Navegar río abajo supondría una pérdida de tiempo, pero aun así llegaría con demasiada antelación. También debía tener en cuenta la amenaza de los bandidos. Su contacto debía de conocer la mejor manera de evitarlos en el camino de vuelta, pero eso no le serviría de nada mientras descendiera por el río. Viajar sola supondría intentar unirse a un ejército hostil sin la menor carta de presentación. Y ahora que Gavin había suscitado las iras del rey Garadul, el monarca sabía que la Cromería ya había enviado aquí al menos un trazador, por lo que sin duda recelaría doblemente de cualquier forastero que apareciera sin avisar.

De hecho, lo más probable era que el espectáculo que había organizado Gavin en Rekton hubiera convertido su misión en una tarea imposible. A buen seguro había tyreanos tan pálidos como ella, pero su acento la delataba, y era una trazadora. En un campamento suspicaz, toda ella proclamaría a gritos que era una espía. Las órdenes de la Blanca no contemplaban en ningún momento las circunstancias a las que se enfrentaba ahora. Era como asistir a lo que uno creía que era una elegante cena pariana con sus reglas y descubrirse rodeado de alborotadores piratas ilytianos devorando pez globo. También eso tenía sus reglas, y si uno las incumplía, terminaría engullendo un trocito de carne impregnado de veneno que lo sumiría en diez minutos de espantosa agonía, al término de los cuales estaría muerto.

Karris no sabía cuáles eran las reglas allí.

Gavin, por supuesto, se zamparía tan tranquilo el condenado pescado entero, y de alguna manera, milagrosamente, sobreviviría. Todo era un paseo para Gavin. Nunca había tenido que esforzarse por nada. Nacido con un talento monumental, hijo de un padre tan adinerado como manipulador, siempre había obtenido cuanto se proponía. Ni siquiera las reglas intrínsecas al papel de Prisma lo constreñían; viajaba de un confín de las Siete Satrapías a otro sin tan siquiera una escolta de la Guardia Negra cuando no quería compañía. Y ahora cruzaría el mar Cerúleo en cuestión de horas. Por el amor de Orholam, podía volar.

Fuera de mi cabeza, embustero. No quiero saber nada de ti.

Las líneas no encajaban. Las cucharillas habían desaparecido, y los urums tenían mil dientes en vez de tres. Pues bien, Karris no pensaba irse a casa. No iba a quedarse esperando a que un hombre viniera a tomarla de la mano y la introdujera en el campamento de Garadul. No fracasaría. Había más de una manera de descubrir cuáles eran los planes del rey Garadul.

No sospechaba siquiera de qué podía tratarse, como es lógico, pero se proponía averiguarlo. En cuanto a su situación actual, recordó algo que solía decir su hermano Koios antes de que las llamas se cobraran su vida: «Cuando no sepas qué hacer, sé justa y haz lo que tengas delante. Pero no necesariamente lo que tengas justo delante».

La ciudad de Rekton había ardido hasta los cimientos. Había un superviviente. Quizá hubiera más, en cuyo caso estarían desesperados por recibir ayuda y posiblemente también protección. Karris podía proporcionarles ambas cosas.

Y si eso conllevaba freír a algún majadero con una bola de fuego del tamaño de una cabaña, miel sobre hojuelas.

21

Parecía que estuvieran volando río abajo. Kip no había viajado tan rápido jamás en toda su vida. Y el Prisma no decía ni palabra, sumido en su mal humor. Durante la mayor parte de la tarde, Gavin Guile se enfrascó en la dirección de lo que la trainera empleaba a modo de remos; en ocasiones semejaba una escalerilla, a veces el fuelle de una fragua, luego unas palas, después una cinta rodante. Gavin accionaba el mecanismo hasta que lo vencía el cansancio, los espasmos se apoderaban de sus músculos y su fina camisa quedaba empapada de sudor. A continuación trazaba, los remos adoptaban otra forma para dar un respiro a sus músculos extenuados, y reanudaba la marcha.

Cuando Kip por fin se atrevió a hablar, dijo:

—Señor, esto… me quitó el estuche. —No tenía la menor intención de preguntar por Karris Roble Blanco ni por las palabras de Gavin. Ni ahora, ni nunca.

Gavin miró a Kip con los labios apretados. El muchacho se arrepintió inmediatamente de haber abierto la boca.

—Era eso o tu vida.

Kip dejó pasar un momento antes de decir:

—Gracias, señor. Por salvarme. —Parecía mejor opción que replicar: ¡Pero era mío! ¡Era lo último, lo único, que me dio mi madre!

—De nada —dijo Gavin. Volvió a mirar río arriba, a todas luces con la cabeza en otra parte.

—Ese hombre, es el responsable de la muerte de mi madre, ¿verdad?

—Sí.

—Creía que ibais a acabar con él allí mismo. Pero os contuvisteis.

Gavin lo observó de soslayo, sopesándolo. Su voz sonó distante cuando dijo:

—No estaba dispuesto a permitir que muriera el inocente para poder matar al culpable.

—¡Esos hombres no eran inocentes! ¡Asesinaron a todas las personas que conocía! —Las mejillas de Kip se surcaron de lágrimas. El muchacho se sentía destrozado, rendido, acabado.

—Me refería a ti.

Eso dio que pensar a Kip, pero sus emociones seguían formando una vorágine inconexa. Su presencia había impedido que Gavin matara al rey Garadul. No sabía con qué palabras podría expresar los sentimientos que le inspiraba esa revelación. Había vuelto a decepcionar a su madre. Su incompetencia había obstaculizado su venganza.

Lo arreglaré, madre. Por mi alma. Acabaré con él. Lo juro.

Dejaron atrás media docena de pequeñas aldeas, y docenas de embarcaciones. Alimentado por sus afluentes, el río se ensanchó. Pero Gavin solo se detuvo una vez para comprar un pollo asado, pan y vino. Lanzó los alimentos a Kip.

—Come. —A continuación reanudaron la marcha. Gavin no probó bocado. No hablaba ni aminoraba siquiera al cruzarse con algún pescador, sobresaltado por su aparición.

Kip no se atrevió a romper el silencio hasta que el sol se hubo puesto y Gavin volvió a cambiar los remos.

—¿Puedo ayudar… señor?

El Prisma le dirigió una mirada calculadora, como si ni siquiera se le hubiese pasado por la cabeza que el muchacho pudiera echarle una mano. Pero cuando habló, dijo:

—Te lo agradecería de veras. Ven, ponte aquí y limítate a caminar. —Él había estado corriendo—. Puedes usar estos remos para ayudarte si quieres. Gira bajando la pala del lado hacia el que quieras torcer. La de babor para ir a babor y la de estribor para ir a estribor, ¿entendido?

—¿Babor está a la derecha?

—No, a la izquierda.

Kip pestañeó. Esto…

—¿Babor no está a la izquierda?

—Solo si miras a popa.

La expresión de Kip debía de reflejar el pánico que lo atenazaba, porque Gavin soltó una risita.

—No te preocupes. Camina hasta que estés demasiado cansado, o si nos encontramos con rápidos o bandidos. Yo voy a echar una cabezada. —Gavin se sentó en el sitio de Kip y atacó los restos de pollo y de pan. Se quedó mirando mientras Kip se esforzaba por imprimir una velocidad medianamente aceptable a la trainera. El muchacho viró un par de veces (en realidad era muy fácil) y miró a Gavin para ver qué opinaba de sus progresos, pero el Prisma ya se había quedado dormido.

La medialuna resplandecía justo sobre sus cabezas cuando anocheció y Kip empezó a caminar. Aun impulsado tan solo por las piernas de Kip, la trainera era rápida. Gavin había estrechado aún más el casco cuando se marchó Karris, por lo que la embarcación parecía sobrevolar el agua más que cortarla. El nerviosismo atenazó a Kip durante los primeros compases del viaje. Estaba seguro de que se tropezarían con los bandidos al doblar el siguiente recodo, y de que el Prisma no se despertaría a tiempo. Pero la cadencia impuesta por el balanceo de la trainera, el vaivén de las olas y el silencio de la noche no tardó en sosegarlo.

Un búho ululaba a lo lejos; pequeños murciélagos describían picados y contrapicados en el aire, devorando los insectos que volaban muy por encima de las aguas mientras las truchas saltaban para dar cuenta de los que volaban demasiado bajo. La trainera asustó a una garza real, cuyas grandes alas azules la impulsaron al firmamento nocturno.

Kip se rindió gradualmente a la placidez de la noche. La superficie del río se tornó lisa como un espejo en el que se miraran las estrellas. Vio patos acurrucados en la ribera, con la cabeza escondida bajo el ala. Miró de nuevo al hombre que supuestamente era su padre.

Gavin Guile era musculoso y, pese a sus anchos hombros, tan esbelto como gordo era Kip. El muchacho se esforzó por encontrar algún parecido, cualquier atisbo de que eso pudiera ser cierto. Gavin tenía la piel más clara que él; parecía una mezcla de ruthgari, con sus ojos verdes o castaños, sus cabellos morenos y su tez olivácea, y de bosquesangriento, con sus ojos azul aciano, sus llameantes cabellos rojizos y su palidez cadavérica. El pelo de Gavin era del color del bronce bruñido, y sus ojos, ni que decir tiene, hacían justicia a su condición de Prisma. Cuando trazaba adoptaban el color que estuviera usando en ese momento, y podían cambiar en un instante. Cuando no estaba trazando, los ojos de Gavin relucían como auténticos prismas, y cada diminuto destello derramaba por sus iris una cascada de nuevos colores. Eran los ojos más desconcertantes que Kip hubiera visto en su vida. Ojos capaces de intimidar a un sátrapa y de robar el aliento a una reina. Los ojos del Elegido de Orholam.

Los ojos de Kip presentaban un azul anodino que, lejos de favorecerlo, resaltaban su condición de mestizo. Tal vez corriera sangre del Bosque de Sangre por sus venas. Los tyreanos, como la gran mayoría de las razas, tenían los ojos oscuros. El cabello de Kip era tan moreno como el de un tyreano, pero no liso ni ondulado, sino poblado de apretados rizos que podrían pertenecer a cualquier pariano o ilytiano. Suficiente para señalarlo como la rareza que era, pero a todas luces insuficiente para declararlo vástago de este hombre. Cierto era que su madre tampoco había poseído nunca los rasgos de una tyreana, lo que tan solo complicaba las cosas. Había sido más morena que cualquiera de ellos, con rizos diminutos y ojos de avellana. Kip intentó imaginarse el aspecto que podría tener el fruto de la unión entre su madre y este hombre, pero no lo consiguió. Nadie podía predecir el aspecto que tendrían los cachorros de dos perros callejeros. Quizá lo viera si no estuviese tan gordo. Quizá no fuera nada más que una broma cruel. Una mentira.

El Prisma. ¿El Prisma en persona? ¿Cómo podía ser el padre de Kip alguien así? Había dicho que ni siquiera conocía la existencia de Kip. ¿Cómo era posible tal cosa?

La respuesta era evidente. Había ocurrido durante la guerra. El ejército de Gavin se había enfrentado al de Dazen no muy lejos de Rekton. Al cruzar la ciudad, Gavin había conocido a Lina. Él era el Prisma y se dirigía a lo que muy bien pudiera ser su muerte. Ella era una muchacha joven y guapa cuya ciudad había sido arrasada. Había compartido su cama. Después él se había ido para matar a su hermano, tal vez a la mañana siguiente, y en las postrimerías de la guerra, las labores de reconstrucción y los esfuerzos por sofocar el resto de la rebelión, reforzar las antiguas alianzas e imponer la paz, lo más probable era que jamás hubiera vuelto a pensar en ella. Aunque lo hubiera hecho, Tyrea no era el lugar más amigable ni seguro para el Prisma por aquel entonces. Se había aliado con Dazen, el hermano malvado, y de resultas había sido tratado con extrema crueldad.

O puede que Gavin hubiese violado a Lina. Aunque eso no tenía sentido. ¿Por qué reconocería su paternidad un violador? Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que evidentemente le había costado a Gavin hacerlo.

Kip podía imaginarse a su madre, embarazada, soltera, abandonada en medio de las ruinas de Rekton. Su primer impulso sería escapar, por supuesto. Kip habría sido su única esperanza. ¿Qué haría? ¿Viajar sola hasta Garriston, desde donde los vencedores controlaban Tyrea? No le costaba ningún esfuerzo imaginárselo. Su madre, presentándose ante algún gobernador, exigiendo ver a Gavin Guile porque portaba a su bastardo en el vientre. Habría tenido suerte si llegó hasta un gobernador con esa historia. De modo que la expulsarían, desvanecida toda esperanza de disfrutar de algo bueno o fácil en la vida.

Cuando mirara a Kip, no vería sus decisiones equivocadas, tan solo la «traición» de Gavin y su decepción. Kip era un sueño aplastado.

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