Mientras lo hacía, se preguntó a sí mismo si tal vez estaba celoso. Quizá fuera tan sólo el hecho de haber pasado años pensando que su hermana era una niña grande, sin secretos de ningún tipo, y que, por supuesto, no andaba por ahí besando a la gente. Por un segundo se rió de su propia ingenuidad y poco a poco empezó a alegrarse de lo que había visto. No podía predecir lo que sucedería la semana siguiente, ni qué traería consigo el fin del verano, pero aquel día Max estaba seguro de que su hermana se sentía feliz. Y eso era mucho más de lo que se había podido decir de ella en muchos años.
Max pedaleó de nuevo hasta el centro del pueblo y detuvo su bicicleta junto al edificio de la biblioteca municipal. En la entrada había un viejo mostrador de cristal donde se anunciaban los horarios públicos y otros comunicados, incluyendo la cartelera mensual del único cine en varios kilómetros a la redonda y un mapa del pueblo. Max centró su atención en el mapa y lo estudió con detenimiento. La fisonomía del pueblo respondía más o menos al modelo mental que se había hecho.
El mapa mostraba con todo detalle el puerto, el centro urbano, la playa norte donde los Carver tenían su casa, la bahía del Orpheus y el faro, los campos deportivos junto a la estación y el cementerio municipal. Una chispa se encendió en su mente. El cementerio municipal. ¿Por qué no había pensado antes en ello? Consultó su reloj y comprobó que pasaban diez minutos de las dos de la tarde. Tomó su bicicleta y enfiló la rambla principal del pueblo, camino del interior, hacia el pequeño cementerio donde esperaba encontrar a Jacob Fleischmann.
El cementerio del pueblo era un clásico recinto rectangular que se alzaba al final de un largo camino ascendente flanqueado por altos cipreses. Nada especialmente original. Los muros de piedra estaban moderadamente envejecidos y el lugar ofrecía el habitual aspecto de los cementerios de pequeños pueblos donde, a excepción de un par de días al año, sin contar los entierros locales, las visitas eran escasas. Las verjas estaban abiertas y un cartel metálico cubierto de óxido anunciaba que el horario público era de nueve a cinco de la tarde en verano y ocho a cuatro en invierno. Si había algún vigilante, Max no supo verlo.
De camino hacia allí, había especulado con la idea de hallar un lúgubre y siniestro lugar, pero el sol reluciente de principio de verano le confería el aspecto de un pequeño claustro, tranquilo y vagamente triste.
Max dejó la bicicleta apoyada en el muro exterior y se adentró en el camposanto. El cementerio parecía estar poblado por modestos mausoleos que probablemente pertenecían a las familias de mayor tradición local y alrededor se alzaban paredes de nichos de más reciente construcción.
Max se había planteado la posibilidad de que tal vez los Fleischmann hubiesen preferido en su momento enterrar al pequeño Jacob lejos de allí, pero su intuición le decía que los restos del heredero del doctor Fleischmann reposaban en el mismo pueblo que lo había visto nacer. Max necesitó casi media hora para dar con la tumba de Jacob, en un extremo del cementerio a la sombra de dos viejos cipreses. Se trataba de un pequeño mausoleo de piedra al que el tiempo y las lluvias habían otorgado cierto deje de abandono y olvido. La construcción se erguía en forma de una estrecha caseta de mármol ennegrecido y mugriento con un portón forjado en hierro flanqueado por las estatuas de dos ángeles que alzaban una mirada lastimera al cielo. Entre los barrotes oxidados del portón todavía se conservaba un manojo de flores secas desde tiempo inmemorial.
Max sintió que aquel lugar proyectaba un aura patética y, aunque resultaba evidente que en mucho tiempo no había sido visitado, los ecos del dolor y la tragedia parecían todavía recientes. Max se adentró en el pequeño camino de losas que conducía hasta el mausoleo y se detuvo en el umbral. El portón estaba entreabierto y un intenso olor a cerrado exhalaba del interior. A su alrededor, el silencio era absoluto. Dirigió una última mirada a los ángeles de piedra que custodiaban la tumba de Jacob Fleischmann y entró, consciente de que, si esperaba un minuto más, se marcharía de aquel lugar a toda prisa.
El interior del mausoleo estaba sumido en la penumbra y Max pudo vislumbrar un rastro de flores marchitas en el suelo que acababa al pie de una lápida, sobre la que el nombre Jacob Fleischmann había sido esculpido en relieve. Pero había algo más. Bajo el nombre, el símbolo de la estrella de seis puntas sobre el círculo presidía la losa que guardaba los restos del niño.
Max experimentó un desagradable hormigueo en la espalda y se preguntó por primera vez por qué había acudido a aquel lugar solo. A su espalda, la luz del sol pareció palidecer débilmente. Max extrajo su reloj y consultó la hora, barajando la absurda idea de que tal vez se había entretenido más de la cuenta y el guardián del cementerio había cerrado las puertas dejándole atrapado en el interior. Las agujas de su reloj indicaban que pasaban un par de minutos de las tres de la tarde. Max inspiró profundamente y se tranquilizó.
Echó un último vistazo y, tras comprobar que no había nada allí que le aportase nueva luz sobre la historia del Dr. Caín, se dispuso a marcharse. Fue entonces cuando advirtió que no estaba solo en el interior del mausoleo y que una silueta oscura se movía en el techo, avanzando sigilosamente como un insecto.
Max sintió cómo su reloj resbalaba entre el sudor frío de sus manos y alzó la vista. Uno de los ángeles de piedra que había visto a la entrada caminaba invertido sobre el techo. La figura se detuvo y, contemplando a Max, mostró una sonrisa canina y extendió un afilado dedo acusador hacia él. Lentamente, los rasgos de aquel rostro se transformaron y la fisonomía familiar del payaso que enmascaraba al Dr. Caín afloró a la superficie. Max pudo leer una rabia y un odio ardientes en su mirada. Quiso correr hacia la puerta y huir, pero sus miembros no respondieron. Tras unos instantes, la aparición se desvaneció en la sombra y Max permaneció paralizado durante cinco largos segundos.
Una vez recuperado el aliento, corrió a la salida sin detenerse a mirar atrás hasta que se montó en su bicicleta y hubo puesto cien metros de distancia entre él y la verja del cementerio. Pedalear sin descanso le ayudó a recuperar paulatinamente el control de sus nervios. Comprendió que había sido objeto de un truco, de una macabra manipulación de sus propios temores. Aun así, la idea de volver allí a recuperar su reloj de momento estaba fuera de discusión. Recobrada la calma, Max emprendió de nuevo el camino hacia la bahía. Pero esta vez no buscaba a su hermana Alicia y a Roland, sino al viejo farero para el cual tenía reservadas algunas preguntas.
El anciano escuchó lo sucedido en el cementerio con suma atención. Al término del relato, asintió gravemente e indicó a Max que tomase asiento junto a él.
—¿Puedo hablarle con franqueza? —preguntó Max.
—Espero que lo hagas, jovencito —respondió el anciano—. Adelante.
—Tengo la impresión de que ayer no nos explicó usted todo lo que sabe. Y no me pregunte por qué creo eso. Es una corazonada —dijo Max.
El rostro del farero permaneció imperturbable.
—¿Qué más crees, Max? —preguntó Víctor Kray.
—Creo que ese tal Dr. Caín, o quien quiera que sea, va a hacer algo. Muy pronto —continuó Max—. Y creo que todo lo que está sucediendo estos días no son más que signos de lo que ha de venir.
—Lo que ha de venir —repitió el farero—. Es un modo interesante de expresarlo, Max.
—Mire, señor Kray —cortó Max—, acabo de llevarme un susto de muerte. Hace ya varios días que están sucediendo cosas muy extrañas y estoy seguro de que mi familia, usted, Roland y yo mismo corremos algún peligro. Lo último que estoy dispuesto a aguantar son más misterios.
El anciano sonrió.
—Así me gusta. Directo y contundente —rió Víctor Kray sin convicción—. Verás, Max, si os expliqué ayer la historia del Dr. Caín no fue para divertiros ni para recordar viejos tiempos. Lo hice para que supieseis lo que está sucediendo y os andaseis con cuidado. Tú llevas unos días preocupado; yo llevo veinticinco años en este faro con un único propósito: vigilar a esa bestia. Es el único propósito de mi vida. Yo también te seré franco, Max. No voy a echar por la borda veinticinco años porque un chaval recién llegado decida jugar a los detectives. Tal vez no debí haberos dicho nada. Tal vez lo mejor es que olvides cuanto te dije y te alejes de esas estatuas y de mi nieto.
Max quiso protestar, pero el farero alzó la mano, indicándole que no abriese la boca.
—Lo que os conté es más de lo que necesitáis saber —sentenció Víctor Kray—. No fuerces las cosas, Max. Olvídate de Jacob Fleischmann y quema estas películas hoy mismo. Es el mejor consejo que puedo darte. Y ahora, jovencito, largo de aquí.
Víctor Kray observó cómo Max se alejaba camino abajo en su bicicleta. Había tenido palabras duras e injustas con el muchacho, pero en el fondo de su alma creía que aquello era lo más prudente que podía hacer. El chico era inteligente y no le había podido engañar. Sabía que les estaba ocultando algo pero incluso así no podía llegar a comprender la envergadura de ese secreto. Los acontecimientos se estaban precipitando y, después de cinco lustros, el temor y la angustia por la nueva venida del Dr. Caín se materializaban ante él en el ocaso de su vida, cuando más débil y solo se sentía.
Víctor Kray trató de apartar de su mente el amargo recuerdo de toda una existencia unida a aquel personaje siniestro, desde el sucio suburbio de su infancia hasta su prisión en el faro. El Príncipe de la Niebla le había arrebatado al mejor amigo de su infancia, a la única mujer que había amado y, finalmente, le había robado cada minuto de su larga madurez, convirtiéndole en su sombra. Durante las interminables noches en el faro acostumbraba a imaginar cómo podría haber sido su vida si el destino no hubiese decidido cruzar en su camino a aquel poderoso mago. Ahora sabía que los recuerdos que le acompañarían en sus últimos años de vida serían sólo las fantasías de la biografía que nunca vivió.
Su única esperanza ahora estaba en Roland y en la firme promesa que se había hecho a sí mismo de brindarle un futuro alejado de aquella pesadilla. Quedaba ya muy poco tiempo y sus fuerzas no eran las que le habían sustentado años atrás. En apenas dos días se cumplirían los veinticinco años de la noche en que el Orpheus había naufragado a escasos metros de allí y Víctor Kray podía sentir cómo Caín cobraba mayor poder a cada minuto que pasaba.
El anciano se acercó a la ventana y contempló la silueta oscura del casco del Orpheus sumergido en las aguas azules de la bahía. Todavía quedaban unas horas de sol antes de que oscureciese y cayera la que podía ser su última noche en la atalaya del faro.
Cuando Max entró en la casa de la playa, la nota de Alicia seguía sobre la mesa del comedor, lo que indicaba que su hermana aún no había vuelto y estaba todavía en compañía de Roland. La soledad reinante en la casa se sumó a la que sentía en su interior en aquel momento. Todavía resonaban en su mente las palabras del anciano. Aunque el trato que el farero le había dispensado le había dolido, Max no sentía resentimiento alguno hacia él. Tenía la certeza de que el farero ocultaba algo; pero estaba seguro de que, si procedía de aquel modo, tenía una poderosa razón para hacerlo. Subió a su habitación y se tendió en la cama, pensando que aquel asunto le venía grande y que, aunque las piezas del enigma estaban a la vista, se sentía incapaz de encontrar la manera de encajarlas.
Tal vez debía seguir los consejos de Víctor Kray y olvidar todo el asunto, aunque fuera sólo por unas horas. Miró en la mesita de noche y vio que el libro de Copérnico seguía allí, después de unos días de abandono, como un antídoto racional a todos los enigmas que le circundaban. Abrió el libro por el punto en que había dejado su lectura e intentó concentrarse en las disquisiciones sobre el rumbo de los planetas en el cosmos. Probablemente, la ayuda de Copérnico le habría venido de perlas para desbrozar la trama de aquel misterio. Pero, una vez más, parecía evidente que Copérnico había elegido la época equivocada para pasar sus vacaciones en el mundo. En un universo infinito, había demasiadas cosas que escapaban a la comprensión humana.
Horas más tarde, cuando Max ya hubo cenado y apenas le quedaban diez páginas por leer del libro, el sonido de las bicicletas entrando en el jardín delantero llegó hasta sus oídos. Max escuchó el murmullo de las voces de Roland y Alicia susurrando durante casi una hora abajo en el porche. Cerca de la medianoche, Max dejó el libro sobre la mesita de nuevo y apagó la lamparilla. Finalmente, oyó la bicicleta de Roland alejarse por el camino de la playa y los pasos de Alicia ascendiendo pausadamente la escalera. Los pasos de su hermana se detuvieron un instante frente a su puerta. Segundos después, continuaron unos metros hasta la habitación de Alicia. Escuchó cómo su hermana se tendía en la cama y dejaba los zapatos sobre el piso de madera. Recordó la imagen de Roland besando a Alicia aquella misma mañana en la playa y sonrió en la penumbra. Por una vez, estaba seguro de que su hermana tardaría mucho más que él en conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Max decidió madrugar más que el Sol y al alba ya estaba pedaleando en su bicicleta rumbo al horno del pueblo, con la intención de comprar un delicioso desayuno y evitar que Alicia preparase algo (pan con mermelada, mantequilla y leche) por su cuenta. De buena mañana el pueblo estaba sumido en una calma que le recordaba a las mañanas de domingo en la ciudad. Apenas algunos caminantes silenciosos rompían el estado narcótico de las calles, en las que incluso las casas, con los postigos entornados, parecían dormidas.
A lo lejos, más allá de la bocana del puerto, los pocos barcos de pesca que formaban la flota local ponían proa mar adentro para no volver hasta el crepúsculo. El panadero y su hija, una rolliza jovencita de mejillas rosadas que hacía tres de su hermana Alicia, saludaron a Max y, mientras le servían una deliciosa bandeja de bollos recién horneados, se interesaron por el estado de Irina. Las noticias volaban y, al parecer, el médico del pueblo hacía algo más que poner el termómetro en sus visitas a domicilio.
Max consiguió volver a la casa de la playa mientras el desayuno todavía conservaba el calorcillo irresistible de los pasteles aún humeantes. Sin su reloj no sabía a ciencia cierta qué hora era, aunque imaginaba que debían de faltar pocos minutos para las ocho. Ante la poco deseable perspectiva de esperar a que Alicia se despertase para poder desayunar, decidió adoptar un astuto ardid. Así, con la excusa del desayuno caliente, preparó una bandeja con las capturas del horno, leche y un par de servilletas, y subió hasta el cuarto de Alicia. Llamó a la puerta con los nudillos hasta que la voz somnolienta de su hermana contestó en un murmullo ininteligible.