—¿No crees la historia del abuelo de Roland? —inquirió Max.
—No es una historia fácil de creer —repuso Alicia—. Tiene que haber otra explicación.
Max dirigió una mirada inquisitiva a Roland.
—¿Tú tampoco crees a tu abuelo, Roland?
—¿Quieres que te sea sincero? —respondió el muchacho—. No lo sé. Venga. Os acompaño antes de que la tormenta se nos caiga encima.
Alicia montó en la bicicleta de Roland y, sin más palabras, ambos emprendieron el camino de vuelta. Max se volvió un instante a contemplar la casa del faro y trató de imaginar si era posible que los años de soledad en aquel acantilado hubiesen podido llevar a Víctor Kray a urdir aquella siniestra historia que él parecía creer a pies juntillas. Dejó que la llovizna fresca le impregnase el rostro y montó en su bicicleta, cuesta abajo.
La historia de Caín y Víctor Kray permanecía viva en su mente mientras enfilaba la carretera que bordeaba la bahía. Pedaleando bajo la lluvia, Max empezó a ordenar los hechos del único modo que le resultaba plausible. Suponiendo que todo lo relatado por el anciano fuera cierto, lo cual no acababa de resultar fácil de aceptar, la situación quedaba sin aclarar. Un poderoso mago sumido en un largo letargo parecía volver lentamente a la vida. Según ese principio, la muerte del pequeño Jacob Fleischmann había sido el primer signo de su retorno. Sin embargo, había algo en toda aquella historia que el farero había mantenido oculta largo tiempo que no encajaba en la mente de Max.
Los primeros relámpagos prendieron de escarlata el cielo y el viento empezó a escupir con fuerza gruesas gotas de lluvia contra el rostro de Max. Apretó el paso, aunque sus piernas aún no se habían recuperado del maratón matutino. Todavía le quedaban un par de kilómetros de camino hasta la casa de la playa.
Max comprendió que no sería capaz de aceptar simplemente las explicaciones del anciano y suponer que aquello lo explicaba todo. La presencia fantasmal del jardín de estatuas y los sucesos de aquellos primeros días en el pueblo evidenciaban que un siniestro mecanismo se había puesto en marcha y que nadie podía predecir lo que iba a suceder a partir de aquel momento. Con la ayuda de Roland y Alicia o sin ella, Max estaba determinado a seguir investigando hasta llegar al fondo de la verdad, empezando por lo único que parecía conducir directamente al centro de aquel enigma: las películas de Jacob Fleischmann. Cuantas más vueltas le daba a la historia, más se convencía Max de que Víctor Kray no les había contado toda la verdad. Ni mucho menos.
Alicia y Roland esperaban bajo el porche de la casa de la playa cuando Max, empapado por la lluvia, dejó la bicicleta en el cobertizo del garaje y corrió a refugiarse del fuerte aguacero.
—Ya es la segunda vez en lo que va de semana —rió Max—. A este paso, encogeré. ¿No pensarás volver ahora, verdad, Roland?
—Me temo que sí —contestó Roland observando la densa cortina de agua que caía con furia—. No quiero dejar solo al abuelo.
—Coge al menos un chubasquero. Vas a coger una pulmonía —indicó Alicia.
—No lo necesito. Estoy acostumbrado. Además, esta es una tormenta de verano. Pasará rápido.
—La voz de la experiencia —bromeó Max.
—Pues sí —remató Roland.
Los tres amigos intercambiaron una mirada en silencio.
—Creo que lo mejor es no volver a hablar del tema hasta mañana —sugirió Alicia—. Una buena noche de sueño nos ayudará a verlo todo mucho más claro. O eso es lo que se dice siempre.
—¿Y quién va a dormir esta noche después de una historia así? —soltó Max.
—Tu hermana tiene razón —dijo Roland.
—Pelota —atajó Max.
—Cambiando de tema, mañana pensaba volver al barco a bucear. A lo mejor recupero el sextante que a alguien se le cayó ayer… —explicó Roland.
Max estaba articulando en su mente una respuesta demoledora para dejar claro que no creía que fuese una buena idea ir a bucear al Orpheus de nuevo, pero Alicia se adelantó.
—Allí estaremos —murmuro.
Un sexto sentido le dijo a Max que aquel plural era pura cortesía.
—Hasta mañana, entonces —contestó Roland, los ojos brillantes sobre Alicia.
—Estoy aquí —dijo Max, con voz cantarina.
—Hasta mañana, Max —dijo Roland, ya de camino a la bicicleta.
Los dos hermanos vieron partir a Roland en la tormenta y permanecieron bajo el porche hasta que su silueta se desvaneció en la carretera de la playa.
—Deberías ponerte ropa seca, Max. Mientras te cambias prepararé algo de cena —sugirió Alicia.
—¿Tú? —espetó Max—. Tú no sabes cocinar.
—¿Quién te ha dicho que pienso cocinar, señorito? Esto no es un hotel. Adentro —ordenó Alicia, con una sonrisa maliciosa en los labios.
Max optó por seguir los consejos de su hermana y entró en la casa. La ausencia de Irina y de sus padres acentuaba aquella sensación de ser un intruso en un hogar extraño que la casa de la playa le había inspirado desde el primer día. Mientras ascendía la escalera en dirección a su habitación, reparó por un instante en el hecho de que desde hacía un par de días no había visto al repelente felino de Irina. No le pareció que aquella fuese una gran pérdida y, tal como la idea le había venido a la mente, olvidó el detalle.
Fiel a su palabra, Alicia no perdió en la cocina un segundo más de lo estrictamente necesario. Preparó unas rodajas de pan de centeno con mantequilla, mermelada y dos vasos de leche.
Cuando Max reparó en la bandeja de la supuesta cena, la expresión de su rostro habló por sí sola.
—Ni una palabra —amenazó Alicia—. No he venido a este mundo para cocinar.
—No lo jures —replicó Max, quien de todos modos no tenía demasiado apetito.
Cenaron en silencio a la espera de que el teléfono sonara en cualquier momento con noticias del hospital, pero la llamada no se produjo.
—Tal vez han llamado antes, cuando estábamos en el faro —sugirió Max.
—Tal vez —murmuró Alicia.
Max leyó el semblante preocupado de su hermana.
—Si algo hubiese pasado —argumentó Max—, habrían vuelto a llamar. Todo irá bien.
Alicia le sonrió débilmente, confirmando a Max en su innata habilidad para reconfortar a los demás con razonamientos que ni él mismo se creía.
—Supongo que sí —confirmó Alicia—. Creo que me voy a ir a dormir. ¿Y tú?
Max apuró su vaso y señaló la cocina.
—En seguida iré, pero antes comeré algo más. Estoy hambriento —mintió.
En cuanto escuchó cerrarse la puerta de la habitación de Alicia, Max dejó el vaso y se dirigió hasta el cobertizo del garaje, en busca de más películas de la colección particular de Jacob Fleischmann.
Max giró el interruptor del proyector y el haz de luz inundó la pared con una imagen borrosa de lo que parecía ser un conjunto de símbolos. Lentamente, el plano adquirió foco y Max comprendió que los supuestos símbolos no eran más que cifras dispuestas en círculos y que estaba viendo la esfera de un reloj. Las agujas del reloj estaban inmóviles y proyectaban una sombra perfectamente definida sobre la esfera, lo cual permitía suponer que el plano estaba rodado a pleno sol o bajo una fuente luminosa intensa. La película continuaba mostrando la esfera durante unos segundos hasta que, muy lentamente al inicio y adquiriendo una velocidad progresiva, las agujas del reloj empezaron a girar en sentido inverso. La cámara retrocedía y el ojo del espectador podía comprobar que aquel reloj pendía de una cadena. Un nuevo retroceso de un metro y medio revelaba que la cadena pendía de una mano blanca. La mano de una estatua.
Max reconoció al instante el jardín de estatuas que ya aparecía en la primera película de Jacob Fleischmann que habían visionado días atrás. Una vez más, la disposición de las estatuas era diferente a la que Max recordaba. La cámara empezaba a moverse de nuevo a través de las figuras, sin cortes ni pausas, al igual que en la primera película. Cada dos metros el objetivo de la cámara se detenía frente al rostro de una de las estatuas. Max examinó uno a uno los semblantes congelados de aquella siniestra banda circense, a cuyos miembros podía imaginar ahora pereciendo en la oscuridad absoluta de las bodegas del Orpheus mientras el agua helada les arrebataba la vida.
Finalmente la cámara se fue aproximando lentamente a la figura que coronaba el centro de la estrella de seis puntas. El payaso. El Dr. Caín. El Príncipe de la Niebla. Junto a él, a sus pies, Max reconoció la figura inmóvil de un gato que alargaba una garra afilada al vacío. Max, que no recordaba haberlo visto en su visita al jardín de estatuas, hubiera apostado doble a nada que la inquietante semejanza del felino de piedra con la mascota que Irina había adoptado el primer día en la estación no era fruto de la casualidad. Al contemplar aquellas imágenes mientras el sonido de la lluvia golpeaba en los cristales y la tormenta se alejaba tierra adentro, resultaba muy fácil dar crédito a la historia que el farero les había relatado aquella misma tarde. La siniestra presencia de aquellas siluetas amenazantes bastaba para acallar cualquier duda por razonable que fuese.
La cámara se acercó hasta el rostro del payaso, se detuvo a apenas medio metro y permaneció allí durante varios segundos. Max echó un vistazo a la bobina y comprobó que la película estaba llegando a su fin y que apenas restaban un par de metros por visionar. Un movimiento en la pantalla recobró su atención. El rostro de piedra se estaba moviendo de un modo casi imperceptible. Max se incorporó y caminó hasta la pared donde se proyectaba la película. Las pupilas de aquellos ojos de piedra se dilataron y los labios de piedra se arquearon lentamente en una cruel sonrisa, hasta revelar una larga hilera de dientes largos y afilados como los de un lobo. Max sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
Segundos después, la imagen se desvaneció y Max escuchó el ruido de la bobina del proyector girando sobre sí misma. La película había terminado.
Max apagó el proyector y respiró profundamente. Ahora creía todo lo que Víctor Kray había dicho, pero eso no le hacía sentirse mejor, sino todo lo contrario. Subió a su cuarto y cerró la puerta a su espalda. A través de la ventana, a lo lejos, podía entrever el jardín de estatuas. Una vez más, la silueta del recinto de piedra estaba sumergida en una niebla densa e impenetrable.
Aquella noche, sin embargo, la tiniebla danzante no provenía del bosque, sino que parecía emanar de su propio interior.
Minutos después, mientras luchaba por conciliar el sueño y apartar de su mente el rostro del payaso, Max imaginó que aquella niebla no era sino el aliento helado del Dr. Caín, que esperaba sonriente la hora de su retorno.
A la mañana siguiente, Max despertó con la sensación de tener la cabeza llena de gelatina. Lo que se adivinaba desde su ventana prometía un día resplandeciente y soleado. Se incorporó perezosamente y tomó su reloj de bolsillo de la mesita. Lo primero que pensó fue que el reloj estaba averiado. Se lo llevó al oído y comprobó que el mecanismo funcionaba a la perfección, luego era él quien había perdido el rumbo. Eran las doce del mediodía.
Saltó de la cama y se precipitó escaleras abajo. Sobre la mesa del comedor había una nota. La tomó y leyó la caligrafía afilada de su hermana.
Buenos días, bella durmiente. Cuando leas esto ya estaré en la playa con Roland. Te he tomado prestada la bicicleta, espero que no te importe. Como he visto que anoche estuviste «de cine» no te he querido despertar. Papá ha llamado a primera hora y dice que todavía no saben cuándo podrán volver a casa. Irina sigue igual, pero los médicos dicen que es probable que salga del coma en unos días. He convencido a papá para que no se preocupe por nosotros (y no ha sido fácil).
Por cierto, no hay nada para desayunar.
Estaremos en la playa. Felices sueños…
Alicia.
Max releyó tres veces la nota antes de dejarla de nuevo en la mesa. Corrió escaleras arriba y se lavó la cara a toda prisa. Se enfundó un bañador y una camisa azul y se dirigió al cobertizo para coger la otra bicicleta. Antes de llegar al camino de la playa, su estómago pedía a gritos que se le administrase su dosis matutina. Al llegar al pueblo, desvió su camino y puso rumbo al horno de la plaza del ayuntamiento. Los olores que se percibían a cincuenta metros del establecimiento y los consiguientes crujidos de aprobación de su estómago le confirmaron que había tomado la decisión adecuada. Tres magdalenas y dos chocolatinas más tarde emprendió el camino hacia la playa con la sonrisa de un bendito estampada en el rostro.
La bicicleta de Alicia reposaba sobre el caballete al pie del camino que conducía a la playa donde Roland tenía su cabaña. Max dejó su bicicleta junto a la de su hermana y pensó que, aunque el pueblo no parecía ser un centro de rateros, no estaría de más comprar unos candados. Max se paró a observar el faro en lo alto del acantilado y luego se dirigió hacia la playa. Un par de metros antes de dejar la senda de hierbas altas que desembocaban en la pequeña bahía se detuvo.
En la orilla de la playa, a una veintena de metros del punto donde se encontraba Max, Alicia estaba tendida a medio camino entre el agua y la arena. Inclinado sobre ella, Roland, que tenía su mano sobre el costado de su hermana, se acercó a Alicia y la besó en los labios. Max retrocedió un metro y se ocultó tras las hierbas, esperando no haber sido visto. Permaneció allí inmóvil durante un par de segundos, preguntándose qué debía hacer ahora. ¿Aparecer caminando como un estúpido sonriente y dar los buenos días? ¿O irse a dar un paseo?
Max no se tenía por un espía, pero no pudo reprimir el impulso de mirar de nuevo entre los tallos salvajes hacia su hermana y Roland. Podía escuchar sus risas y comprobar cómo las manos de Roland recorrían tímidamente el cuerpo de Alicia, con un tembleque que indicaba que aquella era, a lo sumo, la primera o segunda vez que se veía en un lance de tamaña envergadura. Se preguntó si también para Alicia era la primera vez y, para su sorpresa, comprobó que era incapaz de hallar una respuesta a esa incógnita. Aunque había compartido toda su vida bajo el mismo techo, su hermana Alicia era un misterio para él.
Verla allí, tendida en la playa, besando a Roland, le resultaba desconcertante y completamente inesperado. Había intuido desde el principio que entre Roland y ella había una clara corriente recíproca, pero una cosa era imaginarlo y otra, muy distinta, verlo con sus propios ojos. Se inclinó una vez más a mirar y sintió de pronto que no tenía derecho a estar allí, y que aquel momento pertenecía sólo a su hermana y a Roland. Silenciosamente, rehizo sus pasos hasta la bicicleta y se alejó de la playa.