Hércules Atlas fue el último en actuar, justo antes de que la fiesta se escindiese en el grupo de los demasiado ebrios para prestar interés a nada sexual y los suficientemente bebidos para sólo interesarse en eso. Los invitados se agruparon en la columnata del jardín peristilo, en medio del cual se había situado Hércules Atlas sobre un resistente estrado. Tras unos ejercicios de calentamiento, doblando barras de hierro y rompiendo unos troncos de un papirotazo, el forzudo se dedicó a coger racimos de media docena de mujeres, que lanzaban estridentes gritos, colocándoselas sobre los hombros, la cabeza y en los brazos. Luego levantó un par de yunques y comenzó a rugir estentóreamente, más feroz que un león del circo. En realidad lo estaba pasando muy bien, pues el vino discurría por su garganta como el agua por el acueducto de Aqua Marcia y sus tragaderas eran tan fenomenales como su fuerza. El problema fue que cuantos más yunques cogía, más inquietas se ponían las mujeres, hasta que sus gritos de placer se convirtieron en gritos de terror.
Sila salió al jardín y dio una discreta palmadita a Hércules Atlas en la rodilla.
—Eh, muchacho, deja a las chicas —le dijo en tono de lo más amistoso—, las estás lastimando con los hierros.
Hércules Atlas soltó a las mujeres inmediatamente, pero, enojadísimo, cogió a Sila.
—¡A mí no me dices cómo tengo que actuar! —vociferó, haciéndole girar vertiginosamente como si fuese la varita mágica del sacerdote de Isis y provocando el desprendimiento de peluca, chal y faldas.
Hubo invitados presa del pánico y otros que optaron por intervenir, saliendo al jardín a rogar al demente forzudo que soltara a Sila. Pero Hércules Atlas dio satisfacción a todos, poniéndose a Sila bajo el brazo como si fuese una canasta y abandonando la fiesta. No hubo manera de impedírselo: se abrió camino entre los cuerpos que se le echaban encima como si fuese una nube de mosquitos, al portero le propinó un golpe en la cara con el que le envió al centro del recibidor y, luego, desapareció calle abajo sin soltar al desesperado Sila.
Al llegar a la escalinata de las Vestales se detuvo.
—¿Lo he hecho bien, Lucio Cornelio? ¿Lo he hecho bien? —inquirió, dejándole en el suelo con mucho cuidado.
—Lo has hecho perfecto —dijo Sila, tambaleándose—. Vamos, te acompaño a tu casa.
—No hace falta —respondió Hércules Atlas, ajustándose la piel de león y comenzando a descender la escalinata—. Está a un paso de aquí, Lucio Cornelio, y la luna es casi llena.
—Sí, si, te acompaño —insistió Sila dándole alcance.
—Como quieras —dijo el forzudo, encogiéndose de hombros.
—Es que es mejor que te pague en casa que no en medio del Foro —explicó Sila.
—¡Ah, sí! —respondió Hércules Atlas, dándose una palmada en su musculosa frente—. No me acordaba de que no me habías pagado. Vamos.
El hercúleo tenía una vivienda de cuatro habitaciones en el tercer piso de una ínsula en el Clivus Orbius, en los aledaños del Subura, aunque en un vecindario mucho mejor. Nada más entrar, Sila advirtió que los esclavos, aprovechando la ocasión, se habían tomado la noche libre pensando que cuando su amo volviese no estaría en condiciones de hacer el recuento. No parecía que hubiera ninguna mujer, pero Sila echó un vistazo.
—¿No está tu esposa? —inquirió.
—¡Detesto a las mujeres! —espetó Hércules Atlas.
En la mesa a la que se sentaron había un jarro de vino y algunos vasos. Mientras el forzudo servía dos copas de vino, Sila sacó una gruesa bolsa que llevaba oculta en una faja de lino en la cintura, desató el cordel que la cerraba, sacó un papelillo, que escamoteó en su mano, y volcó la bolsa, de la que brotó un chorro de monedas de plata con tanta rapidez, que tres o cuatro rodaron hasta el suelo con un tintineo.
—¡Eh! —exclamó Hércules Atlas, poniéndose a gatas para recogerlas.
Mientras el forzudo se entretenía en el suelo recogiendo las monedas, Sila abrió despreocupadamente el papelillo y echó el polvillo blanco que guardaba en la copa que tenía más lejos de él y, a falta de otro adminículo, revolvió con el dedo el vino hasta que Hércules Atlas se incorporó y volvió a sentarse.
—Salud —dijo Sila, cogiendo la copa más próxima y chocándola con la del forzudo en amistoso gesto.
—Salud y gracias por la estupenda velada —contestó Hércules Atlas, alzando la cabeza y la copa y vaciándosela en la garganta sin respirar. Tras lo cual, volvió a llenarla y se regó el gaznate del mismo modo.
Sila se levantó, arrimó su copa al forzudo, recogió la otra y se la guardó en la túnica.
—Será un recuerdo —dijo—. Buenas noches —añadió, y cruzó la puerta sin hacer ruido.
Todos dormían en la ínsula y el pasadizo enlosado alrededor del patio central, cubierto con rejillas para impedir que se arrojase basura, estaba desierto. A toda prisa, y sin hacer el menor ruido, Sila descendió los tres pisos y salió a la estrecha calle sin que nadie le viera. En la primera alcantarilla arrojó la copa que se había guardado, esperó a oir el chapoteo que hizo al caer y, a continuación, tiró también el papelillo. Hizo un alto en la fuente de Yuturna, junto a la escalinata de las Vestales, metió los brazos en el agua hasta los codos y se lavó detenidamente. ¡Ya estaba! Tenía que hacer desaparecer el menor rastro de polvillo que hubiera podido pegársele a la piel mientras manipulaba el papelillo y revolvía el vino que Hércules Atlas con tanta fruición se había bebido.
Pero no volvió a la fiesta; dio un gran rodeo al Palatino y tomó por la Via Nova hacia la puerta Capena. Ya fuera de la ciudad, entró en uno de los establos de alquiler de la zona. En pocas casas de Roma había mulas o caballos, pues resultaba más barato alquilarlos.
El establo en que había entrado era de los más reputados, pero negligente en cuanto a la seguridad y el único mozo de servicio estaba dormido en un montón de paja. Sila le procuró un sueño más profundo con un golpe en la nuca y luego recorrió tranquilamente la cuadra hasta dar con una mula que le pareció lo bastante fuerte y dócil. Como nunca había ensillado una caballería, le costó algo hacerlo, pero había oído contar que los animales contienen la respiración mientras les pasan la cincha, y aguardó a que las costillas de la muía recuperasen su posición normal para montar en la silla y golpearle los flancos con los talones.
Aunque no era un buen jinete, no le daban miedo los caballos ni las mulas, y confiaba en su suerte para aquella cabalgata. Las cuatro astas de la silla bastaban para sostenerse bastante bien a horcajadas sobre el lomo del animal, con tal de que no tuviese tendencia a encabritarse, y, a ese respecto, las mulas eran más dóciles que los caballos. La única brida que había conseguido embocar al animal era un bridón sencillo, pero la mula parecía morderlo tranquilamente y tomó despreocupadamente por la Via Apia iluminada por la luna, confiando en su habilidad para recorrer un buen trozo de camino antes de que amaneciera. Sería media noche.
El viaje resultó agotador dada su poca costumbre de montar; seguir al paso la litera de Clitumna era una cosa muy distinta a aquel cabalgar apresurado. Al cabo de unas millas no podía aguantar el dolor de las piernas colgando, ya no sabía cómo poner las nalgas para mantenerse erecto en la silla y los testículos acusaban todas las sacudidas. Sin embargo, la mula caminaba bien y mucho antes de que amaneciera estaba en Tripontium.
Allí salió de la Via Apia y tomó a campo traviesa hacia la costa, pues había unos caminos que bordeaban los pantanos Pontinos y era un itinerario mucho más corto y mucho más discreto que seguir por la Via Apia hasta Terracina, para luego volver en dirección norte hasta Circei. Se detuvo en una arboleda al cabo de unas diez millas; allí el terreno parecía seco y duro y no se notaban mosquitos; ató la mula con un largo ronzal que había robado, colocó la silla bajo un pino y se echó a dormir plácidamente.
Diez horas después, ya en pleno día, tras beber él y la mula en un arroyo, reanudó la marcha. Oculto a las miradas de los curiosos por una capa con capucha que había cogido en las cuadras, siguió al trote, con mucha mayor prestancia, a pesar del fuerte dolor en la columna vertebral y el escozor de trasero y testículos. No había comido nada, pero no tenía hambre; la mula había pastado buena hierba y caminaba contenta y feliz. Al anochecer llegó al promontorio en el que estaba situada la villa de Clitumna y desmontó con auténtico alivio. Volvió a quitar la brida y la silla y trabó de nuevo la mula para que pastase, pero él no se echó a descansar.
Había tenido suerte. La noche era ideal; tranquila y estrellada, y sin ninguna nube que enturbiase el cielo azul oscuro. Cuando comenzó la segunda hora nocturna, la luna llena asomó por las colinas del este y fue bañando el paisaje con su extraño fulgor. Era una luz que daba potencia a la vista pero que a la vez era invisible.
En su interior crecía la sensación de su propia impunidad, desplazando al cansancio y al dolor y acelerando el fluir de su sangre fría, centrando su intelecto, curiosamente apaciguado en una fase de brutal deleite. Era felix, tenía suerte. Todo iba bien y continuaría bien. Y eso significaba que podía abrírse camino en un aura de bienestar; podía pasarlo bien. Cuando se le había presentado la oportunidad de deshacerse de Nicopolis, tan de repente, tan inesperadamente, no había tenido tiempo de recrearse, sino de adoptar una decisión súbita y dejar que transcurriesen las horas. En sus investigaciones durante aquellas vacaciones con Metrobio había descubierto la "destructora", pero había sido la propia Nicopolis quien la había designado para su fallecimiento; él era un simple catalizador. Era la suerte la que le había llevado allá; la suerte de él. Pero aquella noche era el cerebro quien le había conducido hasta Circei y la suerte le ampararía hasta el final. En cuanto al miedo, ¿de qué iba a tenerlo?
Allí estaba Clitumna, esperando a la sombra de los pinos; no impaciente todavía, pero dispuesta a impacientarse si tardaba la sorpresa. Sin embargo, Sila no se anunció inmediatamente; primero exploró toda la zona para asegurarse de que había venido sola. Sí, estaba sola. Incluso en los establos y cuartos de debajo del porche no había nadie.
Conforme se le acercó fue haciendo ruido para que se percatara de su llegada y no asustarla. Por eso, cuando le vio surgir de la oscuridad, ya estaba preparada y le abrió los brazos.
—¡Ah, eres tú! —musitó, echándosele al cuello con una risita—. ¡Mi sorpresa! ¿Y mi sorpresa?
—Primero un beso —dijo él, con una sonrisa en la que, por primera vez, sus dientes destacaron más blancos que su tez, tan extráña era la luna y mágico el hechizo que le infundía.
Deseosa de él, Clitumna le ofreció con ansia sus labios. Y así estaba, pegada a su boca y de puntillas, cuando él le rompió el pescuezo. Fue muy fácil. Crac. Probablemente ella ni se dio cuenta, pues él no vio el menor asomo de sospecha en sus ojos cuando empujó su cabeza hacia atrás con una mano, mientras le mantenía la espalda recta con la otra. Un gesto tan rápido como un golpe. Fácil. Crac. Un sonido brusco y definido que se propagó. Cuando la soltó, esperando que se desplomara, ella se irguió aún más de puntillas y comenzó a bailar con los brazos en jarras y balanceando obscenamente la cabeza con sacudidas, brincos y estirones que culminaron en una vorágine hecha un ovillo hasta que se desmoronó en un horrible y desgarbado enredo de codos y rodillas. En ese momento le llegó el olor cálido y acre de orina y, después, el hedor más fuerte de excrementos.
No gritó ni dio un salto para apartarse. Disfrutó inmensamente de la escena y mientras ella bailaba para él, la estuvo mirando fascinado, hasta que, al caer, la atisbó asqueado.
—Bien, Clitumna —masculló—, no has muerto como una señora.
Tuvo que levantarla, pese a que eso implicaba mancharse, mojarse, pringarse. No debía quedar ninguna señal en la tierna hierba bañada por la luna, ningún indicio de que se hubiera arrastrado un cadáver, que era el motivo principal por el que había dispuesto que fuese una noche agradable. La levantó, con excrementos y todo, y la llevó en brazos hasta el cercano borde del acantilado, sujetando bien las vestiduras para que no cayeran las heces, pues no quería dejar una estela en la hierba.
Ya estaba en el sitio previsto, al que había llegado sin vacilación por haberlo marcado con una piedra blanca días antes, la primera vez que había paseado por allí con ella. Sentía los músculos doloridos, al borde del espasmo. En un artístico picado de vestiduras, la perdió para siempre, cayendo a plomo sobre las rocas, cual fantasmagórico pájaro. Y allí quedó desparramada, como una mota informe que el mar no haría desaparecer de no ser por una galerna inusitada. Porque era vital que la encontrasen. El no quería que la herencia fuese a parar al limbo.
Al amanecer ya tenía a la mula junto a un arroyo, pero antes de acercarla a beber, fue él quien se metió en el agua sin quitarse la túnica de mujer y limpió los restos de su madrastra Clitumna. Después faltaba otra cosa por hacer, y la hizo nada más salir del agua. Llevaba al cinto un agudo puñal en una funda; con la punta, unos dos centímetros más abajo del pelo, se hizo en la frente un corte que empezó a sangrar inmediatamente como sucede con las heridas en la cabeza; pero no quedó ahí la cosa. Tenía que presentar un aspecto deplorable: puso el dedo anular y corazón a ambos lados del corte y tiró hasta que la carne se abrió, agrandando considerablemente la herida. La hemorragia aumentó y la sangre se esparció por la tela asquerosa y mojada del disfraz de la fiesta en horrendos y llamativos churretones. ¡Así! ¡Estupendo! Del bolsillo del cinturón sacó una compresa de lino y se la aplicó a la herida de la frente, atándosela fuerte con una cinta. Le había chorreado la sangre en el ojo izquierdo; enceguecido, se la limpió con la mano y fue a por la mula.
Cabalgó toda la noche, azuzando implacablemente al animal cuando desfallecía, porque lo había cansado mucho; pero la mula sabía que iba camino del establo y como tenía tendones más fuertes que un caballo, seguía avanzando. Le gustaba Sila; ése era el secreto de su buen comportamiento. El animal agradecía aquel simple bridón, más silencioso y cómodo que los bocados a que estaba acostumbrada, y trotaba, medio galopaba, andaba al paso y volvía a acelerar en cuanto podía, dejando un rastro de sudor sobre el camino. Porque la mula nada sabía de la mujer desmadejada, con el cuello roto, antes de la espantosa caída sobre las rocas al pie de su gran villa blanca. Ella se dejaba cabalgar por Sila tal como era y lo encontraba muy amable.