El primer hombre de Roma (25 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡No! —dijo Rutilio Rufo—. Se estrenó hace meses, como acusador del jefe de los tribunos del Erario por apropiarse de unos fondos que habían desaparecido misteriosamente.

—¡Ah! —exclamó Mario apretando el paso—. Ahora se explica la ausencia que yo te reprochaba. Sin embargo, Publio Rutilio, deberías seguir más de cerca la carrera del joven Druso. Si lo hubieras hecho, habrías entendido mejor mis comentarios sobre los aliados itálicos.

—Ponme al corriente —dijo Rutilio Rufo, que comenzaba a acusar la caminata. Mario siempre olvidaba que tenía las piernas más largas.

—Me llamó la atención porque oí una voz excelente declamar en latín excepcional. Un nuevo orador, pensé, y me detuve a ver quién era. ¡Nada menos que tu sobrino Druso! Aunque no sabía de quién se trataba hasta que no lo pregunté, y aún me duele no haber relacionado su apellido con tu familia.

—¿A quién acusa esta vez? —inquirió Rutilio Rufo.

—Eso es lo interesante; en esta ocasión no hace de acusador —respondió Mario—, sino de defensor. ¡Y, además, ante el pretor de extranjeros! Es un caso importante, con jurado y todo.

—¿Por homicidio de un ciudadano romano?

—No. Por bancarrota.

—No es nada frecuente —comentó Rutilio, jadeante.

—Tengo entendido que se trata de un juicio ejemplar —dijo Mario sin aminorar el paso—. El demandante es el banquero Cayo Opio, y el demandado un hombre de negocios marso de Marruvio llamado Lucio Frauco. Según el que me lo ha contado, que es un observador jurídico profesional, Opio tiene un exceso de deudores en sus cuentas de clientes itálicos y pensó que había llegado el momento de hacer un juicio ejemplar con uno de ellos en Roma. Lo que pretende es asustar al resto de los banqueros para mantener lo que me imagino son intereses exorbitantes.

—El interés está establecido en un diez por ciento —dijo Rutilio Rufo indignado.

—...Si eres romano —replicó Mario—, y, preferiblemente, romano de la clase alta.

—Sigue así, Cayo Mario, y acabarás como los hermanos Graco... muerto.

—¡Tonterías!

—Yo... preferiría irme a casa —dijo Rutilio Rufo.

—Te estás volviendo un flojo —dijo Mario, mirándole por encima del hombro, unos pasos detrás de él—. Una buena campaña te vendría bien, Publio Rutilio.

—Un buen descanso sí que me vendría bien —replicó Rutilio aminorando el paso—. No sé a cuento de qué hacemos esto.

—Por un motivo: porque cuando dejé el Foro, a tu sobrino le quedaban dos horas y media para hacer la defensa del caso —respondió Mario—. Es uno de esos juicios experimentales, relacionados con el cambio de procedimientos jurídicos. Se escucha primero a los testigos, luego se conceden dos horas a la acusación para que exponga sus conclusiones y tres horas a la defensa; después, el pretor de extranjeros pide al jurado el veredicto.

—Pues no sé qué hay de malo en el procedimiento antiguo —replicó Rutilio.

—No sé, pero creo que el procedimiento nuevo hace más interesante el juicio para los observadores —dijo Mario.

Bajaban ya la cuesta del Clivus Sacer, aproximándose al bajo Foro; el público ante el tribunal del pretor de extranjeros no había cambiado de sitio durante la ausencia de Mario.

—Estupendo. Llegamos a tiempo para la peroración —comentó Mario.

Marco Livio Druso hacía aún uso de la palabra y el público le escuchaba en medio de un respetuoso silencio. Se advertía sin lugar a dudas que no llegaba, con mucho, a los veinte años; pero el novel abogado era alto y fornido, de pelo negro y piel atezada. No era un letrado capaz de ganarse a la audiencia por su físico, aunque tenía una cara agradable.

—¿No es sorprendente? —susurró Mario a Rutilio—. Tiene el don de dar la impresión de que te está hablando a ti solo y a nadie mas.

Y era cierto. Incluso desde tan lejos —pues Mario y Rutilio estaban detrás de una gran multitud— sus negros ojos parecían mirarlos a ellos, y a ellos solos.

—En ningún sitio está escrito que por el hecho de que un hombre sea romano tenga taxativamente el derecho de su parte —decía el joven—. No hablo en nombre de Lucio Frauco, el acusado, ¡hablo en nombre de Roma! ¡Hablo en nombre del honor! ¡Hablo en nombre de la integridad! ¡Hablo en nombre de la justicia! No la clase de justicia de pacotilla que interpreta una ley en su sentido más literal, sino de la justicia que interpreta la ley en su sentido más lógico. La ley no debe ser una pesada y enorme losa que cae sobre el hombre, convirtiéndole en algo uniforme, porque los hombres no son uniformes. La ley debe ser una suave sábana que caiga sobre el individuo y bajo su amparo igualitario muestre la peculiaridad del mismo. No debemos olvidar que nosotros, ciudadanos de Roma, somos ejemplo para el resto del mundo, y en particular por nuestras leyes y nuestros tribunales. ¿Se ha visto nunca semejante meticulosidad en otra parte? ¿Semejante preparación? ¿Semejante clarividencia? ¿Semejante cuidado? ¿Semejante prudencia? ¿No lo admiten hasta los griegos de Atenas? ¿Los de Alejandría? ¿Los de Pérgamo?

Su dominio de la retórica era excepcional, pese al grave inconveniente de la estatura y el físico, que no se acomodaban a la toga. Porque para llevar la toga de modo magistral, un hombre debía ser alto, ancho de hombros y estrecho de caderas y dotado de airosos movimientos. Y Marco Livio Druso tenía todo eso en contra suya. Pero hacía maravillas con su cuerpo, desde el más mínimo ademán con el dedo hasta el más amplio movimiento del antebrazo. Eran soberbios sus movimientos de cabeza, las expresiones del rostro, el cambio de paso.

—Lucio Frauco, un itálico de Marruvio —siguió diciendo—, es la última víctima, y no el culpable. Nadie, incluido Lucio Frauco, niega el hecho de que falte esa gran suma de dinero entregada por Cayo Opio. Ni se cuestiona que esa gran suma de dinero deba ser reintegrada a Cayo Opio, junto con los intereses habidos por el préstamo. De una forma u otra, será reembolsada. Si hace falta, Lucio Frauco está dispuesto a vender sus casas, sus tierras, sus inversiones, sus esclavos, sus muebles... ¡todo lo que posee! ¡Bienes de sobra para conformar la restitución!

Se llegó a la primera fila del jurado, mirando a los de las filas del centro.

—Habéis escuchado a los testigos. Habéis escuchado a mi docto colega el acusador. Lucio Frauco fue el prestatario. Pero no un ladrón. Por consiguiente, afirmo que Lucio Frauco es la verdadera víctima de este fraude, no Cayo Opio, su banquero. Si condenáis a Lucio Frauco, miembros del jurado, le sometéis al pleno castigo de la ley que se aplica a quien no es ciudadano de nuestra gran ciudad, ni poseedor de los derechos latinos. Todas las propiedades de Lucio Frauco serán puestas a la venta, y ya sabéis lo que eso significa. No alcanzarán ni con mucho su valor real e incluso puede que no lleguen ni para restituir la suma en cuestión. —Esto último lo dijo con una elocuente mirada hacia las filas laterales, en las que se hallaba sentado en una silla plegable el banquero Cayo Opio, flanqueado por una cohorte de funcionarios y contables—. ¡Bien! ¡Ni con mucho su valor real! Tras lo cual, miembros del jurado, Lucio Frauco será vendido a cuenta de su deuda hasta que cubra la diferencia entre la suma demandada y la suma obtenida por la venta forzosa de sus propiedades. Bien; puede que Lucio Frauco haya sido poco acertado en la elección de sus administradores, pero en el desenvolvimiento de sus negocios, Lucio Frauco es muy dispuesto y obtiene buenos resultados. Pero ¿cómo podrá pagar su deuda si, privado y desposeído de sus propiedades, se le vende como esclavo? ¿Le serviría acaso a Cayo Opio de escribano?

En ese momento el joven abogado concentraba toda su energía y tesón en el banquero romano, un cincuentón de aspecto pacífico, que parecía arrobado por su perorata.

—Para quien no es ciudadano romano, ser convicto de un cargo delictivo significa antes que nada ser azotado. No castigado con la vara, como los ciudadanos romanos, que sufren algo, aunque sobre todo en su dignidad. ¡No! ¡A él se le azota! Se le golpea a diestro y siniestro con el látigo de púas hasta que no le quede piel ni músculos y quede tullido para el resto de sus días, con cicatrices peores que las de los esclavos de las minas.

A Mario se le erizaron los pelos de la nuca; porque habría jurado que aquel joven le miraba directamente a él, que era uno de los propietarios más importantes de minas, o la vista le jugaba una mala pasada. Pero ¿cómo habría podido el joven Druso distinguir a una persona que había llegado tarde, detrás de toda aquella multitud?

—¡Somos romanos! —exclamaba el joven—. Italia y sus ciudadanos están bajo nuestra protección. ¿Vamos a comportarnos como propietarios de minas con los que miran hacia nosotros como ejemplo? ¿Vamos a condenar a un hombre inocente por un tecnicismo, por el simple hecho de que sea suya la firma del documento de préstamo? Vamos a ignorar el hecho de que está dispuesto a llevar a cabo la total restitución? ¿Es que vamos a concederle menos justicia que a un ciudadano de Roma? ¿Vamos a azotar a un hombre que antes bien merecería llevar un gorro de zopenco por su necedad al confiar en un ladrón? ¿Vamos a hacer viuda a una esposa? ¿Dejar a unos niños huérfanos de su querido padre? ¡Claro que no, miembros del jurado! Somos romanos: ¡el mejor linaje humano!

Con un revuelo de la lana blanca de su toga, el orador dio media vuelta y se apartó del banquero, creando un instante de atención en el que todos los ojos se apartaron del querellante para seguirle a él; todos los ojos, menos los de algunos miembros del jurado en la primera fila, de aspecto no muy distinto a los cincuenta y un miembros que lo componían. Y los ojos de Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo. Un miembro del jurado miraba impasible a Opio, moviendo el dedo índice por la parte baja de la garganta, como si se rascase. La respuesta no se hizo esperar: el banquero meneó casi imperceptiblemente su gruesa cabeza. Cayo Mario comenzó a sonreír.

—Gracias, praetor peregrinus —dijo el joven haciendo una reverencia al pretor de extranjeros, ya en actitud rígida y tímida, desposeído del espíritu que había animado su peroración.

—Gracias, Marco Livio —contestó el pretor, dirigiendo una mirada al jurado—. Ciudadanos de Roma, servíos inscribir vuestras tablillas y presentad el veredicto al tribunal.

En el tribunal se produjo un movimiento generalizado, mientras los jurados sacaban unos cuadraditos de cerámica blanca y lapiceros de carbón. Pero no escribieron nada, sino que permanecieron mirando a la nuca de los que ocupaban la primera fila. El que había dirigido la seña al banquero cogió el lápiz y trazó una letra en la tablilla de cerámica y a continuación bostezó aparatosamente, estirando los brazos por encima de su cabeza, con la tablilla en la mano izquierda y los numerosos pliegues de la toga cayéndole sobre el hombro del brazo que sostenía la tablilla en el aire. El resto de los jurados escribió apresuradamente el veredicto y entregó las tablillas a los lictores que recorrían las filas.

El pretor de extranjeros procedió personalmente al recuento, mientras el público esperaba conteniendo la respiración; fue repasando tablilla por tablilla y arrojándolas a uno de los dos cestos que tenía delante: casi todas en uno y unas cuantas en el otro. Cuando acabó con las cincuenta y una, alzó la vista.

—Absolvo —dijo—. Cuarenta y tres a favor y ocho en contra. Lucio Frauco de Marruvio, ciudadano marso de nuestros aliados itálicos, este tribunal os absuelve, con la sola condición de que efectuéis la total restitución como habéis prometido. Podéis acordar los términos con Cayo Opio antes de que concluya el día.

Eso fue todo. Mario y Rutilio Rufo aguardaron a que la multitud acabase de dar la enhorabuena al joven Marco Livio Druso, hasta que sólo quedaron rodeando al abogado sus entusiasmados amigos. Pero cuando el hombre alto de fieras cejas y el hombre bajo, que todos sabían era el tío de Druso, se aproximaron al grupo, éste se abrió respetuosamente.

—Enhorabuena, Marco Livio —dijo Mario, dándole la mano.

—Gracias a vos, Cayo Mario.

—Has estado muy bien —dijo Rutilio Rufo.

Se volvieron hacia el extremo de la Velia del Foro y comenzaron a andar.

Rutilio Rufo dejó que hablaran Mario y Druso, complacido de ver que su joven sobrino tenía tan excelentes dotes de abogado, pero muy consciente de las desventajas por su flemática actitud. El joven Druso, pensaba su tío Publio, era más bien un cachorro sin sentido del humor, brillante pero curiosamente pelmazo, que nunca tendría esa claridad de juicio capaz de discernir la modalidad de las cosas grotescas que se avecinaban y que, conforme fuese madurando, iría cosechando muchos pesares. Serio, tenaz, ambicioso, incapaz de desistir ante cualquier problema que se le presentara, sí, pero, pese a todo —se dijo el tío Publio para sus adentros—, no dejaba de ser un honorable cachorro.

—Habría sido lamentable para Roma que tu cliente hubiera sido declarado culpable —decía Mario.

—Sí, muy lamentable. Frauco es uno de los ciudadanos más importantes de Marruvio y un personaje del pueblo marso. Desde luego que no será tan importante una vez que haya pagado el dinero que debe a Cayo Opio; pero ya ganará más —respondió Druso—. ¿Subis al Palatino? —inquirió el joven al llegar a la Velia, deteniéndose ante el templo de Júpiter Stator.

—Ni mucho menos, sobrino —respondió Rutilio Rufo, abandonando sus reflexiones—. Cayo Mario viene a cenar a casa.

El joven Druso hizo una solemne inclinación de cabeza a sus mayores y comenzó a ascender despacio el Clivus Palatinus. A espaldas de Mario y Rutilio Rufo apareció la figura poco agraciada de Quinto Servilio Cepio hijo, el mejor amigo del joven Druso, echando a correr para alcanzar a su amigo que, aunque debía haberle oído, no le aguardaba.

—Esa amistad no me gusta —dijo Rutilio Rufo, contemplando a las figuras de los dos jóvenes perderse en la distancia.

—¿Por qué?

—Los Servilios Cepio son de intachable nobleza e inmensamente ricos, pero con tan poco cerebro como solera aristocrática; por eso no es una amistad entre iguales —contestó Rutilio Rufo—. Mi sobrino prefiere, por lo visto, la clase de deferencia y adulación que le ofrece el joven Cepio que otro tipo de compañía más estimulante con sus iguales que le rebaje los humos. Lástima; porque temo, Cayo Mario, que la devoción de ese Cepio confiera a mi sobrino una falsa impresión sobre su habilidad para dirigir a los demás.

—¿En la batalla?

Rutilio Rufo se detuvo de repente.

—¡Cayo Mario, hay otras actividades aparte de la guerra y otras instituciones distintas al ejército! No, me refería a su quehacer en el Foro.

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