—De acuerdo —dijo Cayo Mario, alargando la mano derecha con sorprendente prontitud, dada la magnitud de las condiciones de César, que le obligaban a un trato que iba a costarle como mínimo diez millones de sestercios.
Cayo julio César estrechó con fuerza y efusión aquella mano.
—¡Bien! —exclamó, y se echó a reír.
Regresaron a la casa y César ordenó a un criado adormilado que trajera el viejo sagum de su invitado.
—¿Cuándo veré a Julia y hablaré con ella? —inquirió Mario en el momento en que sacaba la cabeza por la abertura circular del sagum.
—Mañana por la tarde —respondió César, abriéndole la puerta—. Buenas noches, Cayo Mario.
—Buenas noches, Cayo julio —respondió Mario, echando a andar bajo aquel cortante viento del norte.
Llegó a su casa como flotando y con un calor que no sentía hacía mucho tiempo. ¿Sería posible que aquel duende interior, la sensación, fuese algo que iba a convertirse en realidad? ¡Cónsul! ¡Su familia pisaría de pleno derecho el terreno sacrosanto de la nobleza romana! Si lo lograba, tenía que adoptar un hijo. Otro Cayo Mario.
Las Julias compartían un saloncito de estar en el que se reunieron a la mañana siguiente para desayunar. Julilla se mostraba extraordinariamente inquieta y se balanceaba sobre un pie y otro, íncapaz de estarse quieta.
—¿Qué te pasa? —inquirió su hermana, exasperada.
—¿No lo sabes? Algo se está tramando y quiero ir al mercado de flores a ver a Clodila, ¡se lo he prometido! Pero creo que vamos a tener que quedarnos en casa para uno de esos aburridos cónclaves familiares —contestó la muchacha, entristecida.
—No sabes apreciar las cosas —replicó Julia—. ¿Conoces a muchas chicas que tengan el privilegio de decir su opinión en una reunión de familia?
—Bah, tonterías; son un aburrimiento y nunca se habla de nada interesante... sólo de criados, de cosas que no podemos comprar y de tutores. ¡Yo quiero dejar la escuela; estoy harta de Homero y del plomo de Tucídides! ¿De qué le sirven a una muchacha?
—Le dan lustre de culta y bien educada —replicó Julia—. ¿No deseas un buen marido?
—Para mí —replicó Julilla entre risitas— un buen marido no tiene nada que ver con Homero y Tucídides. ¡Yo quiero salir esta mañana! —añadió bailoteando por el cuarto.
—Si te has empeñado en salir, saldrás, porque te conozco —dijo Julia—. ¿Por qué no te sientas y desayunas?
Una sombra apareció junto a la puerta y las dos muchachas alzaron la vista, boquiabiertas. ¡Su padre estaba allí!
—Julia, quiero hablar contigo —dijo nada más entrar y sin hacer caso de Julilla, su preferida.
—Oh, tata, ¿ni siquiera un besito? —inquirió ésta con un puchero. Él la miró distraído y la besó en la mejilla, forzando una sonrisa.
—Mariposita, ¿por qué no te vas a hacer lo que tengas que hacer?
—Gracias, tata —dijo ella radiante de satisfacción—. ¡Gracias! ¿Puedo ir al Porticus Margaritaria al mercado de flores?
—¿Cuántas perlas piensas comprar hoy? —inquirió el padre sonriendo.
—¡Millares! —respondió ella, apresurándose a salir del cuarto. Cuando pasaba junto a él, César le puso un denario de plata en la mano.
—Ya sé que no llega ni para la perla más pequeña, pero puedes comprarte un pañuelo —dijo.
—¡Oh, tata, gracias! ¡Gracias! —exclamó la muchacha, abrazándole y besándole. Y salió.
—Siéntate, Julia —dijo César, mirando complacido a su hija mayor.
La muchacha, intrigada, se sentó pero no dijo palabra hasta que llegó Marcia, quien tomó asiento a su lado.
—¿De qué se trata, Cayo julio? —inquirió Marcia, curiosa pero sin temor.
César permaneció de pie, cambiando el peso del cuerpo de un lado a otro, y luego posó sus bellos ojos azules en Julia.
—Bien, querida, ¿te gustó Cayo Mario? —inquirió.
—Pues sí, tata.
—¿Por qué?
La muchacha reflexionó un instante.
—Por su forma de hablar sencilla y sincera, creo. Y por su falta de afectación. Confirmó lo que yo imaginaba.
—¿Ah, sí?
—Sí. Es que por los chismes que corren por ahí... que si no habla griego, que es un zoquete de pueblo, que su fama militar la ha adquirido a expensas de otros y por capricho de Escipión Emilíano... A mí siempre me había parecido que la gente hablaba demasiado, mucho y con sumo desprecio, para que fuese cierto lo que se dice. Después de conocerle, estoy segura de que no me equivoco. No es ningún patán y no creo que se comporte como un palurdo. ¡Es muy inteligente! Y ha leído mucho. Oh, el griego que habla no suena muy bien, pero es sólo por culpa del acento; la sintaxis y el léxico son excelentes. Igual que el latín con que se expresa. Y sus cejas me parecen muy distinguidas, ¿no os parece? Su gusto para la vestimenta es un poco ostentoso, pero supongo que es culpa de la esposa.
Dicho lo último, Julia se quedó callada y como aturdida.
—¡Julia! ¡Sí que te ha gustado! —dijo César, con extraño tono de respeto.
—Sí, tata, claro que me gustó —respondió ella, confusa.
—Me alegro de saberlo, porque vas a casarte con él —espetó César, haciendo caso omiso en esta ocasión extraordinaria del famoso tacto diplomático que le caracterizaba.
—¿Ah, sí? —inquirió Julia, perpleja.
—¿Es cierto? —añadió Marcia, muy tiesa.
—Sí —contestó César, tomando asiento finalmente.
—¿Y cuándo has tomado esa decisión? —inquirió Marcia con un peligroso tono de resentimiento—. ¿Dónde ha visto él a Julia para pedir su mano?
—El no ha pedido su mano —respondió César a la defensiva—. Fui yo quien le ofrecí a Julia. O a Julilla. Por eso le invité a cenar.
Ahora Marcia le miraba con expresión de sorpresa, como si estuviera loco.
—¿Has ofrecido en matrimonio a un hombre nuevo, casi de tu edad, tu hija, o una de tus dos hijas? —inquirió con enfado.
—Eso he hecho.
—¿Por qué?
—Me consta que sabes quién es.
—Claro que sé quién es.
—Entonces, sabrás que es uno de los hombres más ricos de Roma.
—¡Pues sí!
—Escuchad —replicó César muy serio, dirigiéndose a las dos—, sabéis de sobra la situación en que estamos. Son cuatro hijos y no tenemos bastantes bienes ni dinero para que abriguen esperanzas de un buen futuro. Dos varones con cuna e inteligencia para llegar a donde sea, y dos muchachas con cuna y belleza para casarse con lo mejor. Pero no tenemos dinero. Nos falta dinero para el cursus honorum y para las dotes.
—Sí —asintió Marcia con voz desmayada.
Como su padre había muerto antes de que ella hubiese alcanzado edad casadera, los hijos de la primera mujer se habían puesto de acuerdo con los tasadores de los bienes para que a ella no le quedase casi nada. Cayo julio César se había casado con ella por amor, y, como tenía una dote muy escasa, su familia había dado consentimiento al matrimonio con gran complacencia. Sí, se habían casado por amor y eso les había dado la felicidad, la tranquilidad, tres hijos modélicos y una mariposilla preciosa. Pero a Marcia siempre le había humillado que César no mejorara económicamente casándose con ella.
—Cayo Mario necesita una esposa patricia de una familia cuya integridad y dignitas sean tan impecables como su valía —dijo César—. Habría debido ser cónsul hace tres años, pero los Cecilios Metelos lo impidieron, y él es un hombre nuevo con una esposa de Campania y carece de relaciones familiares capaces de hacer frente a ese clan. Nuestra hija le servirá para que Roma lo tome en serio. Nuestra Julia dará a Cayo Mario categoría y enaltecerá su dignitas, y su estima pública y su posición se multiplicarán por mil. A cambio, Cayo Mario se ha comprometido a paliar nuestra situación económica.
—¡Oh, Cayo! —exclamó Marcia, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh, padre! —añadió Julia a punto de llorar.
Al ver que a su mujer se le pasaba el enfado y que su hija parecía contenta, César se sintió más tranquilo.
—Le vi anteayer en el acto de toma de posesión de los nuevos cónsules. Lo curioso es que antes nunca había reparado en él, ni cuando era pretor ni cuando se presentó inútilmente a cónsul. Pero el día de Año Nuevo, no sé si sería exagerado decir que fue como si me cayera la venda de los ojos; y me di cuenta de que es un gran hombre. Sé que Roma le va a necesitar. No sabría deciros cuándo me vino la idea de ayudarnos mutuamente. Lo cierto es que al entrar en el templo y verle junto a mí, la idea ya se me había ocurrido. Así que aproveché la oportunidad y le invité a cenar.
—¿Y fuiste tú el que se lo propusiste y no al revés? —inquirió Marcia.
—Así es.
—¿Y acabarán nuestros apuros?
—Sí, Cayo Mario no será un romano natural de Roma, pero creo que es un hombre de honor. Creo que cumplirá su parte del trato.
—¿Cuál es su parte del trato? —inquirió Marcia, cual práctica madre, conectando mentalmente con el ábaco.
—Hoy nos entregará cuatro millones de sestercios en metálico para comprar las tierras junto a las nuestras en Bovillac, con lo que nuestro hijo Cayo dispondrá de bienes suficientes para conseguir un puesto en el Senado sin necesidad de tocar la herencia de Sexto. Ayudará a nuestros dos hijos en el nombramiento de ediles curules y en todo lo que sea necesario para que los elijan cónsules cuando llegue el momento. Y, aunque no lo tratamos en detalle, dará una buena dote para Julilla.
—¿Y qué va a hacer por Julia? —inquirió Marcia con sequedad.
—¿Por Julia? —repitió César estupefacto—. ¿Qué más puede hacer por Julia además de casarse con ella? Nosotros no se la damos con dote y a él le va a costar una fortuna este matrimonio.
—Normalmente una mujer aporta su dote para tener la seguridad de que conserva cierta independencia económica después de casarse, sobre todo si se da el caso de divorcio. Aunque hay mujeres con poco seso que entregan la dote al marido, cierto que no todas, y si se rompe el matrimonio hay que especificar el estado de la dote, incluso en el caso de que el esposo haya hecho uso de ella. Yo insisto en que Cayo Mario dé una dote a Julia que la permita vivir en caso de que se divorcie de ella —dijo Marcia en un tono que no admitía réplica.
—¡Marcia, no puedo pedirle más! —replicó César.
—Pues tendrás que pedírselo. En realidad, me sorprende que no se te ocurriera pensarlo, Cayo julio —añadió ella con un suspiro de exasperación—. Nunca entenderé por qué el mundo funciona con la falsa creencia de que los hombres son más listos que las mujeres para los negocios. Y no es verdad, está visto. Y tú, mi querido esposo, eres todavía más cándido. Julia es la pieza clave de nuestro cambio de fortuna y tenemos que asegurar también su futuro.
—Admito que tienes razón, querida —dijo César con voz hueca—, pero no puedo pedirle a ese hombre más dinero.
Julia miró sucesivamente a su padre y a su madre. Desde luego no era la primera vez que los veía discutir, sobre todo en lo relativo a dinero, pero sí que era la primera vez que el tema de discrepancia era ella, y eso la afligía, por lo que decidió intervenir.
—¡Ya está bien! Yo misma le pediré a Cayo Mario una dote. No me da miedo y él lo entenderá.
—¡Julia! ¡Quieres casarte con él! —exclamó Marcia conteniendo un grito.
—Claro que sí, mamá. Me parece un hombre estupendo.
—Pero, hija, ¡casi es treinta años mayor que tú! Serás viuda dentro de nada.
—Los jóvenes son aburridos; me recuerdan a mis hermanos. Prefiero casarme con un hombre como Cayo Mario —dijo la muchacha—. Prometo ser una buena esposa. Me amará y nunca lamentará el gasto.
—¿Quién lo habría pensado? —inquirió César sin dirigirse a nadie en concreto.
—No te sorprendas tanto, tata. Pronto tendré dieciocho años y sabía que este año procurarías buscarme marido; debo confesar que la perspectiva me aterraba. No el matrimonio exactamente, sino quién fuera a ser el marido. Pero anoche, cuando vi a Cayo Mario, pensé... pensé inmediatamente que sería estupendo que me encontrases alguien como él —dijo Julia enrojeciendo—. No se parece nada a ti, tata, y, sin embargo, es como tú, correcto, amable y honrado.
Cayo julio César miró a su esposa.
—¿No es raro placer que a uno le guste su propia hija? Amar a los hijos es natural, pero que a uno le gusten, eso hay que aprender a hacerlo —dijo.
Dos encuentros con mujeres en un mismo día sirvieron para que Cayo Mario se pusiera más nervioso que ante la perspectiva de atacar a un ejército enemigo diez veces mayor que el suyo. El primero fue la visita inicial a su futura esposa y a su suegra, y el otro, la última entrevista con su esposa legal.
La prudencia y la cautela recomendaban ver a Julia antes de entrevistárse con Grania, para asegurarse de que no había inconvenientes imprevistos. Así, a la hora octava del día, a media tarde, llegaba a la casa de Cayo julio César, esta vez ataviado con la toga ribeteada de púrpura, sin compañía y sin la descomunal carga de un millón de denarios de plata que habría equivalido a un peso de 4.530 kilos, es decir, 160 talentos o 160 hombres bien cargados. Afortunadamente lo de "metálico" era un término relativo, y Cayo Mario acudió a la cita con un cheque bancario.
Ya en el despacho de julio César, entregó a su anfitrión un rollo de pergamino.
—Todo lo he hecho lo más discretamente posible —dijo mientras César desenrollaba el pergamino y ojeaba las pocas líneas escritas—. Como veis, he dispuesto el depósito de 200 talentos de plata a vuestro nombre en manos de vuestros banqueros. No hay modo de que nadie pueda identificar que yo he ordenado ese depósito, si no es con una gran pérdida de tiempo que ningún banquero se permitiría por simple curiosidad.
—Pero es igual, porque parecerá que he aceptado un soborno. Si no fuera tan poco importante senatorialmente, seguro que alguien de mi banco informaba al pretor urbano —dijo César, dejando que el pergamino se enrollase y poniéndolo a un lado.
—Mucho dudo de que nadie haya pagado tan alto soborno, incluso a un cónsul con buena influencia —replicó Mario sonriendo.
—No había hecho un cálculo de los talentos —dijo César alargando la mano derecha—. ¡Por los dioses que os he pedido un mundo! ¿Estáis seguro de no haberos quedado empobrecido?
—En absoluto —respondió Mario, incapaz de zafarse del convulsivo apretón de manos de César—. Si la tierra de que me hablasteis vale el precio que decís, os he entregado cuarenta talentos de más, que son la dote de vuestra hija.