—Vayámonos de aquí—dijo Bronson, mientras miraba el reloj y se ponía de pie para salir—. ¿Crees entonces que merece la pena echar un vistazo a Nerón?
—Sin lugar a dudas —dijo Ángela—. Vamos a buscar el otro cibercafé.
Caminaron unos cuatrocientos metros hasta llegar al segundo cibercafé que Ángela había localizado con anterioridad. Estaba prácticamente vacío, supuestamente por la hora que era, y se sentaron en un PC del final de la fila, el más cercano a la pared de atrás del café.
—¿Adonde nos vamos ahora? —preguntó Ángela.
—Buena pregunta. Ni siquiera estoy convencido de que vayamos por buen camino, pero tenemos que empezar por algún sitio. Mira, vamos a olvidarnos de «LDA» por el momento. Jeremy sugirió que las otras letras de la piedra, «MAM», podían corresponder a las iniciales del mampostero que la talló. Pero, ¿qué pasaría si existiese otra explicación?
—Te escucho.
—Esto es un poco lioso, así que ten paciencia conmigo. Imaginemos que «POLDA» significa «por orden de Lucius Domitius Ahenobarbus», y que estamos hablando del mismo Nerón. Jeremy supuso que eso quería decir que la piedra fue inscrita por orden de Nerón. Pero, supongamos que no hubiera sido así. Puede que Nerón ordenara que se hiciera algo completamente distinto, otro tipo de acción, y que otra persona, alguien con las iniciales «MAM», decidiera que el suceso quedara registrado.
—Lo siento, me he perdido.
—Te voy a poner un ejemplo actual. Con bastante frecuencia se ven monumentos y piedras con inscripciones en Gran Bretaña que conmemoran algún suceso: los nombres de los residentes locales que murieron en una guerra, o información detallada sobre un edificio que un día existió en un lugar determinado, esa clase de cosas. Algunas veces aparece una nota al final que explica que la piedra, o lo que sea, fue financiada por el Rotary Club o cualquier otra organización. La cuestión es que las personas que pagaron la piedra no tienen nada que ver con el evento que la inscripción describe. Ellos simplemente se encargan de que se erija el monumento. Puede que nos encontremos frente a algo similar.
—¿Quieres decir que Nerón realizó algo que podría ser descrito con la expresión «aquí yacen los mentirosos», pero que otra persona, «MAM», ordenó que se hiciera la piedra como un registro de lo que Nerón había hecho?
—Exactamente. Y eso sugiere que lo que Nerón llevó a cabo tuvo que ser ilegal o privado, nada que tuviera que ver con su puesto como emperador. Así que, lo que tenemos que hacer es averiguar si estaba vinculado con alguna persona cuyas iniciales sean «MAM». De ser así, puede que encontremos algo. En caso contrario, tendremos que empezar de nuevo.
La búsqueda no les llevó demasiado tiempo, y en pocos minutos tenían una posible coincidencia.
—Este tipo puede encajar —dijo Ángela—. Su nombre era Marco Asinio Marcelo, y fue senador durante los mandatos de Claudio y Nerón. Lo más interesante es que debería haber sido ejecutado en el año 60 d. C. por participar en un escándalo relacionado con la falsificación de un testamento. Todos sus cómplices fueron condenados a muerte, pero Nerón le perdonó la vida, y me pregunto por qué.
—Merece la pena averiguarlo.
Ángela se desplazó hacia abajo por la página.
—Mira, aquí está. Marcelo era pariente lejano del emperador. Probablemente esa sea la razón por la que Nerón lo indultó.
—Sí, puede que ese fuera el vínculo.
—No te entiendo.
Bronson permaneció en silencio durante un momento para poner en orden sus pensamientos.
—Supongamos que el emperador salvara a Marcelo por ser uno de sus parientes, algo bastante probable, pero tiene que haber otros motivos. Nerón no era precisamente conocido por su compasión. Era uno de los emperadores romanos más despiadados y sanguinarios, y si no me traiciona la memoria, ejecutó incluso a su propia madre, por lo que no creo que matar a un primo quinto, o lo que fuera ese tal Marcelo, le quitara el sueño.
»Pero supongamos que Nerón deseara los servicios de una persona que se sintiera en deuda con él, alguien en quien poder confiar plenamente. En ese caso, esta inscripción tendría más sentido. Nerón había ordenado que se llevara a cabo algo privado, ilegal, o ambas cosas a la vez, y Marcelo era la persona encargada de hacerlo. Y es esta acción la que se registra en la piedra.
—Tienes mucha razón, esto es muy lioso. Pero, ¿cuáles fueron las órdenes de Nerón?
—No tengo ni la más remota idea. —Bronson se levantó y se estiró. Había sido una mañana muy larga—. Pero hay algo más. ¿Cómo describirías la inscripción que encontramos en la piedra, las tres palabras en latín?
—Como críptica, probablemente.
—Exacto. Suponiendo que tengamos razón, ¿por qué Marcelo sintió la necesidad de preparar una inscripción tan críptica? ¿Por qué no talló algo que explicara la situación? ¿O eso fue exactamente lo que hizo en la parte inferior que falta de la piedra? Puede que la frase en latín que encontramos fuera solo el título de la inscripción.
Se quedó callado y miró a Ángela.
—Tenemos que investigar mucho más.
Dos horas más tarde, Ángela se encontraba en la habitación de Bronson rodeada de libros sobre el Imperio romano. Ahora sabían mucho más acerca de Nerón, pero la información sobre Marcelo era exasperantemente escasa. Parecía una figura extremadamente sombría, no descubrieron nada acerca de él que no supieran antes, y continuaban sin tener ni idea de a qué hacía referencia la inscripción en latín.
—Esto no nos está llevando a ninguna parte —dijo Ángela, cerrando uno de los libros de referencia con un iracundo golpe—. Voy a empezar a mirar la segunda inscripción. —Se puso de pie y cogió su abrigo—. Por si me necesitas para algo, estaré en el tercer café de nuestra lista.
—De acuerdo —contestó Bronson—. Yo voy a seguir dándole a esto un rato. Ten cuidado ahí fuera.
—Lo tendré, pero no olvides que a mí no me está buscando nadie, al menos que yo sepa.
Ángela llevaba en el ordenador solo unos veinte minutos cuando, tras abrirse la puerta del café, entró un agente de policía y se dirigió a la chica encargada de la barra.
—Buenas tardes, señorita —dijo el oficial—. Estamos buscando a un hombre que pensamos que ha estado por esta zona hoy utilizando cibercafés, y nos preguntábamos si recuerda haberlo visto por aquí.
Sacó una foto de la carpeta que llevaba y la colocó sobre la barra. Al hacer esto, Ángela alcanzó a ver el rostro de la fotografía y, en un momento casi de infarto, comprobó que se trataba de Chris.
—Lo siento —dijo la chica—. Mi turno ha empezado hace solo un par de horas, y estoy bastante segura de que no ha estado por aquí esta tarde. Puede intentar preguntárselo a los clientes. —Moviendo la mano, señaló a los aproximadamente veinte ordenadores que había en el café y a las doce personas que se encontraban utilizándolos —. Algunos son clientes habituales. De todas formas, ¿qué ha hecho?
—Me temo que no estoy autorizado a decírselo —dijo el oficial, se dirigió a la primera terminal ocupada y formuló la misma pregunta. Cuando hubo llegado al tercer ordenador, todos los clientes se habían apiñado a su alrededor, y miraban la fotografía. Ángela se dio cuenta de que si no se acercaba a mirar, podría parecer sospechoso. Así que, con las piernas temblorosas, recorrió la estancia para mirar detenidamente la fotografía del hombre al que mejor conocía del mundo.
—¿Y usted, señorita? —preguntó el agente, mirándola directamente a ella.
Ángela negó con la cabeza.
—No, no lo he visto nunca, aunque es bastante atractivo, ¿no le parece?
Un par de chicas empezaron a reírse tontamente, pero al policía no parecía divertirle.
—No sabría decirlo —dijo él, y se dio la vuelta para marcharse.
—Este tipo —comentó la chica de detrás de la barra—, si entra, ¿qué debo hacer? ¿Salir corriendo a esconderme en el baño o servirle una copa? Quiero decir, ¿es peligroso o qué?
El agente pensó en la pregunta durante un momento.
—No creemos que represente un riesgo para usted, señorita, pero si lo ve debe llamar con la mayor brevedad posible a la comisaría de policía de Parkside. Por si fuera necesario, el número es 358966.
Ángela regresó al ordenador, obligándose a quedarse allí durante algunos minutos más, luego se levantó.
—¿Ha encontrado lo que buscaba, querida?—le preguntó la chica de la caja.
Ángela negó con la cabeza.
—Nunca he encontrado exactamente lo que buscaba —contestó ella, con una ligera sonrisa, pensando en su gusto para los hombres.
—Joder, la policía te está buscando, Chris —le anunció Ángela en el momento en que cerraba la puerta de la habitación del hotel, y rápidamente le contó lo sucedido en el café.
—Entonces, ¿sabían que he estado usando Internet? —preguntó Bronson.
—Sí, te lo acabo de decir. Tienen incluso una fotografía tuya, y dicen que has estado por esta zona esta mañana.
—Jesús, estos tipos son buenos —masculló Bronson—. Incluso logran que la policía haga el trabajo sucio por ellos. Son mucho más peligrosos de lo que yo pensaba.
—Puedo entender que la policía te esté buscando por la muerte de Mark, pero, ¿cómo es posible que sepan que has estado utilizando cibercafés?
—Desde el principio pensé que estos italianos disponían de un sistema que controla Internet, por eso murió Jackie. Deben tener contactos en la policía británica que les informan de las búsquedas que realizamos, lo que quiere decir que estamos siguiendo la pista correcta. Vamos a tener que largarnos de aquí, y rápido.
—¿Adonde? —preguntó Ángela.
—La respuesta debe estar en Italia, donde empezó todo esto.
—Pero, ¿no crees que si la policía ya te está buscando en cibercafés, comprobarán también los puertos y los aeropuertos?
—Sí, por supuesto —dijo Bronson— pero me aseguré de dejar el pasaporte en casa, y no tengo ninguna duda de que ya habrán entrado y lo habrán visto. Puede que realicen un rastreo simbólico en los aeropuertos, pero sin pasaporte, no pensarán que voy a intentar abandonar el país. —Sonrió de forma repentina—. Que es exactamente lo que vamos a hacer. Les resultará mucho más difícil encontrarnos por Europa.
—Creía que la Interpol favorecía la cooperación internacional entre los cuerpos de policía.
—Sigue soñando. La Interpol es un concepto maravilloso, pero se trata también de un sistema de una enorme envergadura. Para sacar provecho de ella, debes rellenar primero los formularios adecuados y hablar con las personas apropiadas, e incluso así, llevaría tiempo lograr que la información fuera divulgada. En cualquier caso, no es tan difícil entrar o salir de Gran Bretaña sin ser detectado, si sabes cómo hacerlo. ¿Tienes el carné de conducir y el pasaporte?
Ángela asintió con la cabeza.
—Bien. Ahora necesito que cojas este dinero —dijo, y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un fajo de billetes, y depositó algunos sobre la mesa— son unas mil quinientas libras. Utilízalas como depósito y ve a comprar un MPV antiguo. Una furgoneta Chrysler Voyager, Renault Espace, o incluso una Transit como último recurso, a tu nombre, y asegúrala con la compañía de seguros Continent.
—¿Y luego?
—Y luego —contestó Bronson, riéndose una vez más— nos vamos a comprar un baño nuevo.
Poco después de las seis, Jeremy Goldman atravesaba las puertas del museo y miraba en ambas direcciones, antes de dirigirse hacia el este por la calle Great Russell Street. La llamada de teléfono de Ángela le había preocupado más de lo que le gustaría admitir, y su sensación de desasosiego se había agudizado por el incidente con el tipo francés.
Esa tarde, en respuesta a una llamada de uno de los miembros del personal de la recepción, había bajado a reunirse con un arqueólogo francés llamado Jean-Paul Pannetier, que aparentemente lo conocía. El nombre no le resultaba familiar a Goldman; además, había trabajado por todo el mundo con especialistas de un número de disciplinas, y visitas así de inesperadas no eran muy frecuentes.
Pero al presentarse al visitante, el francés se mostró algo confuso y le explicó que estaba buscando a Roger Goldman, y no a Jeremy Goldman, y luego salió del edificio. Había estado toqueteando un teléfono móvil durante el tiempo que permaneció en el museo, y Goldman sospechaba que Pannetier podía haber estado utilizándolo para fotografiarlo.
Eso ya le había parecido bastante extraño, pero lo que más le preocupaba era que, cuando fue a consultar sus directorios de académicos, no pudo encontrar ninguna referencia a Roger Goldman, ni a Jean-Paul Pannetier. Había un Pallentier y un Pantonnier, pero ningún Pannetier. Por supuesto, cabía la posibilidad de que lo hubiese entendido mal (había bastante ruido en el museo) pero el incidente, unido a la advertencia de Ángela, le preocupaba.
Así que, cuando llegó al bullicio nocturno de la calle Great Russell, Goldman, por una vez, empezó a fijarse en todo lo que tenía a su alrededor, aunque ver a alguien que merodeara al acecho era prácticamente imposible, simple y llanamente por el gran número de personas que había en sus aceras.
Por lo menos no tenía que ir demasiado lejos, solo hasta la estación de metro de la plaza Russell. Bajó la calle Great Russell, mirando hacia atrás de vez en cuando, y observando el tráfico y los peatones, y luego subió por la calle Montague.
Hasta ese momento, Goldman no había visto nada preocupante, pero cuando volvió a mirar atrás, vio a un hombre de pelo oscuro que empezaba a correr en su dirección. Inquieto, miró fijamente a un hombre corpulento que estaba sentado en el asiento del conductor de un coche que avanzaba con lentitud, un hombre que reconoció de inmediato como el «Jean-Paul Pannetier» que había visitado el museo esa tarde.
Goldman no lo dudó. Saltó desde la acera y comenzó a correr por la carretera, esquivando el tráfico. Un aluvión de pitidos lo siguieron mientras giraba bruscamente en medio de los coches, los taxis y las furgonetas que iban a toda velocidad en dirección al otro extremo de la calle, y hacia un lugar seguro, o al menos eso esperaba: la estación de metro.
Casi lo consiguió.
Goldman miró hacia atrás, mientras bordeaba corriendo la parte trasera de un coche, y sencillamente no vio al motociclista que venía a toda velocidad junto al vehículo. Cuando lo vio, la moto ya estaba a escasos centímetros de distancia. El conductor frenó bruscamente, mientras la suspensión delantera de la moto caía en picado, y Goldman de manera instintiva se echó hacia un lado para esquivarlo.