Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Cuando acabó la cena, dejó los platos en el fregadero y volvió al comedor. Mientras tomaba un café, quitó la lona verde que cubría la mesa y dejó al descubierto una lona más pequeña. Encima de ella estaban dos de los esqueletos desenterrados el día antes. Los había elegido porque le parecieron los ejemplares más representativos de todos los encontrados en la gran fosa común, y los había llevado a su casa para examinarlos con tranquilidad.
Los huesos estaban limpios, y debido al elevado contenido en hierro del suelo de la isla, estaban teñidos de un color marrón claro. En el aire seco de la casa despedían un leve olor a tierra húmeda. Hatch, con los brazos en jarra, contempló los esqueletos y la patética colección de botones, hebillas y clavos de botas que habían sido encontrados con ellos. Uno de ellos llevaba un anillo de oro con un granate, más valioso por razones históricas que por el valor intrínseco de la joya. Hatch lo cogió de entre los demás objetos, se lo probó en el dedo meñique y vio que le iba bien. Se lo dejó puesto; le agradaba tener un vínculo con el pirata muerto hacía ya tanto tiempo.
Por la ventana abierta se veía el prado en la clara noche de verano, y las ranas del estanque habían comenzado sus cantos vespertinos. Hatch sacó una libreta y anotó «
Pirata A
» a la izquierda de la página y «
Pirata B
» a la derecha. Después lo borró, reemplazándolo por «Barbanegra» y «Capitán Kidd». Estos nombres los hacían más humanos. Comenzó a anotar sus observaciones en dos columnas.
Primero, Hatch determinó cuidadosamente el sexo de los esqueletos: sabía que en el 1700 había más piratas mujeres de lo que la gente imagina. En este caso, ambos eran varones. También habían perdido casi todos sus dientes, una característica que compartían con los otros esqueletos de la fosa común. Hatch cogió una mandíbula suelta y la examinó con una lupa. Había marcas óseas que indicaban que el hombre había sufrido lesiones en las encías, y en algunos lugares el hueso se había adelgazado e incluso desaparecido. Los pocos dientes que quedaban mostraban una patología sorprendente: el odontoblasto y la dentina estaban separados. Hatch dejó la mandíbula sobre la mesa y se preguntó si sería debido a una enfermedad, al hambre o simplemente a una mala higiene dental.
Cogió luego la calavera del pirata que había bautizado Barbanegra y la examinó sosteniéndola en la mano al estilo Hamlet. El único incisivo que le quedaba en la mandíbula superior tenía forma de pala, lo que indicaba que el pirata era originario de Asia oriental o bien de alguna tribu de indios americanos. Dejó la calavera en su lugar y continuó con los restos del otro pirata. Capitán Kidd se había roto la pierna, y la fractura no había soldado bien, como lo indicaban los bordes calcificados. En vida probablemente cojeaba y sufría fuertes dolores. No debía de haber sido un pirata de buen genio. El hombre también había sufrido una herida en la clavícula; el hueso mostraba una profunda cicatriz. Hatch pensó que podía deberse a un golpe de machete.
Ambos hombres habían tenido menos de cuarenta años. Si Barbanegra era asiático, el capitán Kidd probablemente era caucásico. Hatch se dijo que tenía que acordarse de preguntar a St. John si sabía algo acerca de la composición racial de la tripulación de Ockham.
Hatch caminó alrededor de la mesa, reflexionando, y luego cogió un fémur. Era muy ligero, casi sin peso. Quiso comprobar su resistencia y, para su sorpresa, sintió que se quebraba en sus manos como una rama seca. Examinó las puntas. Era claramente un caso de osteoporosis —pérdida de la sustancia ósea—, y no el producto del paso del tiempo y la descomposición de los tejidos después de la muerte. Examinó los huesos del otro esqueleto y encontró los mismos síntomas.
Los piratas eran demasiado jóvenes para que su osteoporosis hubiera sido efecto de la edad. Una vez más, podía ser la mala alimentación, o una enfermedad. Si era así, ¿de qué enfermedad se trataría? Hatch sopesó diferentes posibilidades, y de repente sonrió.
Buscó entre sus libros y sacó el manoseado ejemplar de los
Principios de medicina interna
, de Harrison. Buscó en el índice hasta que encontró lo que buscaba, y luego lo abrió en la página indicada. Escorbuto
: Scorbutus
, deficiencia de vitamina C. Sí, aquí estaban los síntomas: pérdida de dientes, osteoporosis, ausencia de cicatrización, e incluso reapertura de antiguas heridas.
Cerró el libro y volvió a ponerlo en el estante. Misterio resuelto. Hatch sabía que en la actualidad el escorbuto era muy raro. Incluso las zonas más pobres del tercer mundo en las que él había estado producían fruta y verduras, y él no había visto ningún caso en toda su carrera. Hasta ahora. Se apartó de la mesa sintiéndose muy satisfecho de sí mismo.
Se oyó el timbre de la puerta.
Maldita sea, pensó, y cubrió con la lona los esqueletos antes de ir a abrir. Una de las desventajas de vivir en una ciudad pequeña era que a nadie se le ocurría telefonear antes de ir de visita. Hatch pensó que su buena imagen se resentiría si le encontraban con la mesa del comedor llena de antiguos esqueletos, en lugar de los cubiertos de plata de la familia.
Hatch miró por la ventana del salón y le sorprendió ver la figura encorvada del profesor Orville Horn. El anciano se apoyaba en su bastón, y su pelo blanco estaba erizado como si lo hubiera cargado de electricidad con un generador Van de Graaf.
—¡Ah, el abominable doctor Hatch! —dijo el profesor cuando se abrió la puerta—. Pasaba por aquí y vi encendidas las luces de ese antiguo mausoleo que tienes por casa. —Mientras hablaba, sus ojos pequeños y brillantes miraban hacia todas partes—. Pensé que tal vez estabas en la mazmorra, descuartizando cadáveres. Han desaparecido algunas jovencitas, y los ciudadanos de Stormhaven están muy inquietos. —Su mirada se posó en el bulto que se adivinaba debajo de la lona en la mesa del comedor—. ¡Vaya! ¿Qué es eso?
—Esqueletos de piratas —le respondió Hatch con una sonrisa—. Usted quería un regalo de cumpleaños, ¿verdad? Muy bien, aquí lo tiene. ¡Feliz cumpleaños!
Los ojos del profesor brillaban de placer cuando entró al salón.
—¡Maravilloso! —exclamó—. Mis sospechas estaban bien fundadas, ya lo ves. ¿De dónde los has sacado?
—La arqueóloga de Thalassa descubrió hace un par de días el lugar del campamento pirata en la isla Ragged —le contestó Hatch, y lo llevó hasta al comedor—. Encontraron una fosa común, con gran cantidad de cadáveres. Pensé que podía traerme a casa un par de esqueletos e intentar descubrir la causa de la muerte.
El profesor arqueó sus hirsutas cejas cuando escuchó esto. Hatch retiró la lona y su visitante se inclinó sobre los esqueletos, muy interesado, y los examinó de cerca, moviendo algún que otro hueso con la punta del bastón.
—Y creo que ya sé por qué murieron —dijo Hatch.
El profesor lo hizo callar con un gesto.
—No lo digas, déjame probar a mí.
Hatch sonrió; recordaba muy bien la afición del profesor por los retos científicos. Era un juego que les había ocupado muchas tardes: el profesor le daba a Hatch un espécimen raro o le planteaba un enigma científico y le desafiaba a encontrar la solución.
El doctor Horn cogió la calavera de Barbanegra, le dio la vuelta y miró los dientes.
—Del este de Asia —dijo, y la dejó en la mesa.
—Muy bien.
—No me sorprende —replicó el profesor—. Los piratas fueron los primeros que predicaron la igualdad de oportunidades. Me imagino que este hombre era birmano, o quizá de Borneo. También puede haber venido de la India.
—Estoy impresionado —dijo Hatch. El profesor iba de una punta a la otra de la mesa examinando los esqueletos y sus ojillos brillaban como los de un gato persiguiendo a un ratón. Cogió un fragmento del hueso que Hatch había quebrado.
—Osteoporosis —dijo, y miró a su antiguo alumno.
Hatch sonrió y no dijo nada.
El doctor Horn levantó una mandíbula.
—Es evidente que los piratas no creían que fuera necesario cepillarse los dientes al menos dos veces al día. —Horn examinó los dientes, se acarició pensativo la cara con el dedo índice, y volvió a mirar a Hatch.
—Todo indica escorbuto —dijo.
A Hatch se le puso la cara larga.
—Usted lo descubrió mucho más rápido que yo.
—En la antigüedad el escorbuto era endémico entre las tripulaciones que pasaban largas temporadas en el mar. Creo que eso lo sabe todo el mundo.
—Sí, supongo que era algo muy evidente —dijo Hatch, un tanto cabizbajo.
El profesor lo miró fijamente, pero no dijo nada.
—Vamos a sentarnos al salón —dijo Hatch—. Le serviré un café.
Cuando volvió unos minutos más tarde con una bandeja con las tazas, el profesor se había sentado en un sillón y estaba hojeando una de las novelas policíacas que tanto le gustaban a la madre de Hatch. Tenía unas treinta en la librería —es el número justo, decía, para cuando terminara la última ya habría olvidado la primera y podría empezar de nuevo—. Cuando Hatch vio al que había sido su profesor sentado en su salón y leyendo uno de los libros de su madre, sintió un ramalazo de agridulce nostalgia, tan intenso que golpeó la bandeja contra la mesita con más fuerza de la necesaria. El profesor cogió la taza y durante unos instantes sorbieron en silencio el café.
—Malin —dijo finalmente el anciano, aclarándose la garganta—. Te debo una disculpa.
—Por favor, no hablemos más de eso —respondió Hatch—. Usted sólo era sincero.
—Al diablo con mi sinceridad. El otro día hablé demasiado. Sigo pensando que para Stormhaven habría sido mejor que esa maldita isla del tesoro jamás hubiera existido, pero la realidad es que existe. Y no tengo ningún derecho a juzgar tus motivos. Tú haces lo que crees que debes hacer.
»Y para que me perdones, he traído un espécimen para que juguemos a las adivinanzas —dijo con un brillo malicioso en la mirada que Hatch recordaba muy bien.
Horn sacó del bolsillo una caja y la abrió para mostrar una extraña concha doble, con un complicado dibujo de estrías y puntos en la superficie.
—¿Qué es? Tienes cinco minutos.
—Es un erizo de mar siamés —dijo Hatch, y le devolvió la concha—. Un magnífico ejemplar.
—Vaya, vaya. Bien, si no puedo ganarte, al menos tendrás la bondad de explicarme con todos los detalles cómo se produjo ese descubrimiento —dijo el profesor, y señaló con el pulgar en dirección al comedor—. Fulero todos los detalles, por insignificantes que te parezcan. Si te olvidas de algo, te pondré muy mala nota.
Hatch se recostó en su sillón, estiró las piernas y relató paso a paso cómo había encontrado Bonterre el campamento, las excavaciones iniciales, el descubrimiento de la fosa común, el oro, la sorprendente cantidad de objetos, la densa maraña de cadáveres. El profesor escuchaba, asintiendo de vez en cuando con entusiasmo, y arqueando las cejas ante cada nueva información.
—Lo que más me sorprende es la cantidad de cadáveres. Hoy, cuando terminó el día de trabajo, había ochenta, y falta excavar una parte del terreno.
—Es realmente llamativo —acotó el profesor, y se quedó callado, los ojos perdidos en la lejanía.
Después se puso trabajosamente de pie y se sacudió las solapas de la chaqueta con un gesto curiosamente delicado. Luego se dirigió a Hatch.
—Acompáñame a la puerta, ¿quieres? Ya te he robado demasiado tiempo.
Cuando ya salía por la puerta de la calle, el profesor se volvió hacia Hatch y le preguntó:
—Dime, ¿qué tipo de vegetación hay en la isla Ragged? No he estado nunca.
—Bueno, la misma de todas las islas de esta zona. No hay prácticamente árboles, y está cubierta de hierbas, cerezos silvestres y escaramujos.
—Hummm, pastel de cerezas silvestres, delicioso. ¿Y has experimentado alguna vez el placer del té de escaramujos?
—Claro que sí. Mi madre lo bebía a litros. Decía que era bueno para la salud. Yo lo odiaba —respondió Hatch.
El profesor tosió tapándose la boca con la mano, un gesto con el que expresaba su desaprobación, según recordaba Hatch.
—¿Qué pasa, profesor?
—En los siglos pasados, las cerezas silvestres y los escaramujos eran consumidos habitualmente por los habitantes de estas costas. Ambos son muy buenos para la salud, tienen un contenido muy alto de vitamina C.
—Ah, ya veo adonde quiere llegar —dijo Hatch tras un instante de silencio.
—Puede que los marineros del siglo XVII ignoraran cuál era la causa del escorbuto, pero sabían muy bien que casi todas las bayas silvestres, las frutas, o cualquier verdura fresca, lo curaban. —Clavó su perspicaz mirada en Hatch—. Y hay algo más que no cuadra en nuestro apresurado diagnóstico.
—¿Qué es?
—La manera en que fueron enterrados los cadáveres. —El anciano subrayó sus palabras golpeando el suelo con su bastón—. Malin, el escorbuto no hace que arrojes decenas de cadáveres a una fosa y huyas abandonando oro y esmeraldas.
Hubo un relámpago distante, y luego, hacia el sur, se oyó el retumbar del trueno.
—¿Y qué fue entonces lo que les hizo actuar de esa forma? —preguntó Hatch.
La respuesta de Horn fue una afectuosa palmada en el hombro. Después se volvió, bajó trabajosamente los escalones de la entrada y se marchó cojeando. Su silueta desapareció muy pronto en la oscuridad de Ocean Lañe, pero los golpecitos de su bastón contra el suelo continuaron oyéndose durante un rato.
A la mañana siguiente Hatch se dirigió a Isla Uno y se encontró con que el pequeño local del centro de mando estaba más lleno de gente que nunca. Bonterre, Kerry Wopner y St. John hablaban a la vez. Solamente Magnusen y el capitán Neidelman permanecían en silencio. Magnusen ejecutaba diagnósticos en su ordenador, y Neidelman, de pie en el centro, encendía la pipa, tan tranquilo como el ojo de un huracán.
—¿Se han vuelto locos? —protestaba Wopner—. Yo tendría que estar en el
Cerberus
descifrando el diario, y no practicando la espeleología. Yo soy programador, y no trabajo en las alcantarillas.
—No hay elección —dijo Neidelman, quitándose la pipa de la boca y mirando a Wopner—. Usted ha visto los números.
—Sí, sí. ¿Y qué otra cosa esperaba? En esta maldita isla nada funciona bien.
—¿Me he perdido algo importante? —intervino Hatch.
—Ah, buenos días, Malin —Neidelman lo saludó con una sonrisa—. No, nada importante. Hemos tenido algunos problemas con los mandos electrónicos de las escaleras extensibles.