El pozo de la muerte (29 page)

Read El pozo de la muerte Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
5.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hombre, qué mal huele aquí abajo —dijo Wopner, encorvado sobre su ordenador portátil.

—La lectura del aire es normal —se oyó la voz de Neidelman—. En los próximos días instalaremos un sistema de ventilación.

Siguieron bajando, y el encofrado del pozo comenzó a verse más claramente cuando las espesas capas de algas comenzaron a ralear. Desde arriba llegaba un retumbar sordo: era el ruido de los truenos. Hatch miró hacia arriba y vio la boca del pozo recortada contra el cielo y la oscura masa de Orthanc iluminada apenas por un resplandor verdoso. En lo alto las nubes tenían ahora un color gris acerado. Un relámpago rasgó el cielo e iluminó el pozo con una luz sepulcral.

De repente, el grupo que iba debajo de Hatch detuvo el descenso. El médico vio a Neidelman iluminar con su linterna dos aberturas irregulares a ambos lados del pozo, las entradas de dos túneles.

—¿Qué opinan? —preguntó Neidelman, y colocó otro sensor.

—No pertenecen a la construcción original —dijo Bonterre, que se agachó para poner un sensor en la segunda entrada, y de paso examinarla mejor—. Mire el encofrado: las maderas no están desbastadas con azuela sino cortadas con sierra. Puede que sean de la expedición de Parkhurst de 1830.

La joven se enderezó y miró a Hatch, y le iluminó las piernas con la lámpara de su casco.

—Puedo ver a través de tu ropa —le dijo.

—En ese caso tal vez deberíamos intercambiar nuestros lugares —replicó Hatch.

Siguieron bajando por la escalera, e iban colocando sensores de sobrecarga en las vigas y en el encofrado a medida que descendían, hasta que llegaron a la estrecha plataforma situada a quince metros de profundidad. A la luz de su casco, Hatch vio que el capitán estaba pálido de emoción. A pesar del aire frío, tenía el rostro bañado en sudor.

El resplandor de un relámpago iluminó otra vez el pozo, y se oyó el ruido distante de un trueno. Las goteras parecían haber aumentado su caudal, y Hatch supuso que arriba debía de estar lloviendo torrencialmente. Miró hacia la boca del pozo, pero el entramado de vigas que habían dejado atrás y las gotas de agua que resbalaban sobre la lámpara del casco le impedían verla. Se preguntó si el mar estaría muy agitado, y si el dique resistiría la fuerza del agua; por un instante se imaginó el agua rompiendo la barrera del dique y penetrando a torrentes en el pozo. Si eso ocurriera, ellos morirían ahogados de inmediato.

—Me estoy congelando —protestó Wopner—. ¿Por qué no me avisaron para que trajera una manta eléctrica? Y apesta aún más que antes.

—Los niveles de metano y dióxido de carbono están algo más altos —dijo Neidelman, mirando su monitor—. Pero no es preocupante.

—Pero Wopner tiene razón —dijo Bonterre, asustando una cantina que llevaba en el cinturón—. Hace mucho frío.

—Diez grados centígrados —respondió Neidelman sin inmutarse—. ¿Alguna otra observación?

Nadie dijo nada.

—Muy bien, sigamos entonces. A partir de este punto es más probable que encontremos más túneles y galerías laterales. Nos alternaremos para colocar los sensores. Como el señor Wopner tiene que calibrarlos a todos, y debe hacerlo a mano, se irá quedando atrás. Lo esperaremos en la plataforma que está a los treinta metros.

Las vigas del encofrado habían acumulado una increíble variedad de basura. Entre los listones se habían enredado antiguos cables y cadenas, engranajes, mangueras, y hasta guantes de cuero podrido. Comenzaron a encontrar aberturas en los muros del pozo, las entradas de túneles que confluían en el pozo principal. Neidelman se internó en el primer túnel para colocar los sensores, y Bonterre se encargó de ponerlos en el siguiente. Y luego le llegó el turno a Hatch.

Alargó una cuerda del arnés y pasó de la escalera al túnel. Sintió que su pie se hundía en un espeso lodo. El túnel era estrecho y bajo, y subía en un ángulo agudo. Había sido excavado en la roca, no tenía una estructura tan elegante como la del Pozo de Agua, se veía claramente que su construcción era muy posterior. Hatch, agachado, se internó unos tres metros en el túnel, sacó un sensor piezoeléctrico de la bolsa y lo clavó en la roca caliza. Regresó al pozo central y puso una pequeña banderilla fluorescente en la entrada del túnel lateral para alertar a Wopner.

En el momento en que subía otra vez a la escalera, Hatch oyó un crujido largo, agonizante, que venía de una viga cercana, seguido por una ola de crujidos que se extendió de arriba abajo.

—Es la estructura del Pozo de Agua, que se está asentando —dijo la voz de Neidelman. El capitán ya había clavado su sensor y siguió bajando hacia la siguiente plataforma. Después de que hablara, se oyó otro ruido, mezcla de crujido y gemido, y extrañamente humano, que venía de un túnel lateral.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Wopner debajo de ellos, y su voz sonó un poco demasiado alta en aquel espacio cerrado.

—Lo mismo que antes —respondió Neidelman—. Son las protestas de los viejos maderos.

Hubo otro gemido, seguido por una especie de sordo farfulleo.

—Eso no son las malditas vigas —dijo Wopner—. Parece un ser vivo.

Hatch lo miró, iluminándolo con la lámpara del casco. El programador parecía congelado en el acto de calibrar uno de los sensores. Llevaba el ordenador de bolsillo en una mano, y el dedo índice de la otra estaba apoyado en él, y parecía como si Wopner estuviera señalándose su propia mano.

—¿Quiere quitarme esa luz de los ojos? —dijo Wopner—. Cuando antes termine de calibrar estos malditos sensores, antes saldré de este agujero de mierda.

—Lo que pasa es que quieres volver al barco antes de que Christopher se lleve toda la gloria —bromeó Bonterre. La joven había salido de su túnel y ahora descendía la escalera.

Cuando se acercaron a la plataforma situada en los treinta metros de profundidad, otra vista apareció ante sus ojos. Hasta ahora, los túneles horizontales que se abrían a los lados del Pozo de Agua habían sido rústicos y elementales, mal encofrados y algunos incluso estaban medio derruidos. Pero aquí podían ver la entrada de un túnel que había sido excavado y construido con gran cuidado.

Bonterre dirigió su luz hacia la entrada.

—Éste, definitivamente, es parte del proyecto original —anunció.

—¿Y cuál es su utilidad? —preguntó Neidelman sacando un sensor de la bolsa.

Bonterre se asomó al túnel.

—No lo puedo decir con seguridad, pero Macallan usó las fisuras naturales de las rocas para construirlo.

—¿Señor Wopner? —llamó Neidelman, mirando hacia arriba.

—¿Sí? —le respondió Wopner en voz baja, algo muy poco habitual en él.

Hatch lo miró, y vio que el joven estaba apoyado en la escalera a unos seis metros más arriba, junto a la banderilla que él había dejado, y calibraba el sensor. El programador tenía el pelo largo y húmedo pegado a los lados de la cara, y temblaba.

—¿Se encuentra bien, Kerry? —le preguntó Hatch.

—Sí, estoy bien.

Neidelman miró primero a Bonterre y luego a Hatch, con una expresión impaciente.

—Le llevará un rato calibrar todos los sensores que hemos colocado —dijo—. ¿Por qué entretanto no le echamos una ojeada a este túnel?

El capitán saltó de la escalera al túnel, y luego ayudó a los otros a entrar. Se encontraron en un túnel largo y estrecho, de aproximadamente un metro y medio de alto y un metro veinte de ancho, encofrado con grandes vigas, similares a las del Pozo de Agua. Neidelman cogió una pequeña navaja del bolsillo y la clavó en uno de los postes.

—Blando hasta un centímetro y medio, y sólido luego —dijo arrancando la navaja—. Parece seguro.

Avanzaron cautelosamente. Neidelman se detenía con frecuencia para comprobar la solidez de las vigas. El túnel seguía en línea recta unos cincuenta metros. De repente, el capitán se detuvo y silbó.

Hatch miró al frente y vio una curiosa cámara de piedra, de unos cuatro metros de diámetro. Parecía tener ocho lados, y cada uno de ellos terminaba en una arcada, debajo de un techo abovedado. En el centro de la cámara y en el suelo, había una reja de hierro, carcomida por la herrumbre, que cubría un foso insondable. Se quedaron de pie en la entrada del recinto, y con cada bocanada de aire que exhalaban la pestilente atmósfera se hacía más densa. La cualidad del aire había empeorado considerablemente, y Hatch sintió que estaba un poco mareado. Del agujero cubierto por la rejilla llegaban ruidos débiles: los susurros del agua, quizá, o el crujir de las vigas.

Bonterre examinaba el techo dirigiendo hacia él la luz de la lámpara del casco.


Mon dieu
—dijo por lo bajo—, un ejemplo clásico del barroco inglés. Un poco rústico, tal vez, pero inconfundible.

Neidelman miró el techo.

—Sí —dijo—, aquí se puede ver la mano de sir William. Mire aquel tercelete, y los nervios de la bóveda. Un trabajo notable.

—Parece increíble que una obra como ésta haya sido construida bajo tierra, y permanezca durante siglos a treinta metros de profundidad —observó Hatch—. ¿Para qué fue hecha?

—Es sólo una suposición, pero yo diría que este recinto tenía una función hidráulica —respondió Bonterre; la joven sopló una gran nube de vapor hacia el centro de la cámara, y todos vieron cómo flotaba hacia la reja y era absorbido repentinamente por las profundidades.

—Tendremos una idea más clara cuando cartografiemos todo esto —dijo Neidelman—. Por ahora, pongamos otros dos sensores. —Y los colocó en dos junturas de las rocas en lados opuestos de la cámara; después se levantó y echó un vistazo a su medidor de gas—. Los niveles de dióxido de carbono están un poco altos —dijo—. Pienso que deberíamos volver.

Regresaron al pozo central y vieron que Wopner ya casi los había alcanzado.

—En una cámara al final de este túnel hay dos sensores —le dijo Neidelman, y puso otra banderilla en la entrada.

Wopner farfulló algo ininteligible, de espaldas al grupo, mientras trabajaba con su ordenador portátil. Hatch descubrió que si se quedaba mucho rato en un lugar, el aliento se le condensaba en una nube de vapor alrededor de la cabeza que le impedía ver bien.

—Doctora Magnusen —habló Neidelman por radio—, informe sobre la situación, por favor.

—El doctor Rankin está recibiendo algunas señales que indican movimientos sísmicos anómalos, pero no es nada serio, capitán. Podría ser consecuencia del mal tiempo.

Y como completando la respuesta, en ese momento se oyó débilmente en el interior del pozo el sordo retumbar de los truenos.

—Comprendido. —Neidelman se dirigió ahora a Bonterre y Hatch—: Sigamos hasta el fondo, y señalizaremos los túneles secundarios que nos faltan.

Reanudaron otra vez el descenso. Cuando dejaron la plataforma y comenzaron a bajar la escalera rumbo al fondo del Pozo de Agua, Hatch sintió que los brazos y las piernas le temblaban de cansancio y frío.

—Miren esto —señaló Neidelman—. Otro túnel muy bien construido, y directamente debajo del primero. Sin duda, pertenece también al proyecto original.

Bonterre colocó un sensor en una vigueta cercana, y siguieron bajando.

De repente, Hatch oyó a Bonterre debajo de él, que aspiraba bruscamente el aire y luego soltaba un taco. La miró, y sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

Debajo de ellos había un esqueleto, atrapado en una enorme maraña de basuras. Estaba aprisionado por. cadenas y grilletes herrumbrados, y las cuencas vacías de su calavera brillaron de una manera muy extraña a la luz de la lámpara del casco de Bonterre. De los hombros y las caderas le colgaban jirones de tela, y la mandíbula estaba desencajada, como si se estuviera riendo de un chiste. Hatch tuvo una extraña sensación de angustia, aunque una parte de su mente le decía que ese esqueleto era demasiado grande para ser el de su hermano. Se agarró, temblando violentamente, a la escalera, y se esforzó por serenarse, concentrándose en el aire que entraba y salía de sus pulmones.

—¡Malin! —se oyó la voz apremiante de Bonterre—. ¡Malin! Ese esqueleto es muy antiguo.
Comprends
? Tiene por lo menos doscientos años.

—Sí, lo entiendo —dijo.

Lentamente soltó su brazo del peldaño de titanio. Y luego, con igual lentitud, descendió escalón tras escalón hasta quedar a la altura de Bonterre y Neidelman.

El capitán paseó la luz de su lámpara por el esqueleto, fascinado, y sin preocuparse por la reacción de Hatch.

—Miren el diseño de su camisa —dijo—. La tela está hecha en casa, costuras pespunteadas, algo muy común en la ropa de los pescadores de comienzos del siglo XIX. Creo que hemos encontrado el cadáver de Simón Rutter, la primera víctima del pozo.

Se quedaron mirando el esqueleto hasta que el ruido distante de un trueno rompió el hechizo.

El capitán, en silencio, dirigió la luz hacia abajo. Hatch hizo lo mismo, uniendo la luz de su casco a la de Neidelman, y pudo ver el lugar de destino, el fondo del Pozo de Agua. A unos seis metros de donde ellos estaban, había una gran cantidad de detritos sobre un lecho de lodo: travesaños rotos, leeros oxidados y toda clase de restos de las maquinarias que habían utilizado los anteriores buscadores del tesoro. Directamente encima de este vertedero, Hatch vio las aberturas de varios túneles que convergían en el pozo. Neidelman paseó su luz sobre las basuras que cubrían el fondo del pozo.

—A unos quince metros debajo de esa basura, poco más o menos, hay un tesoro de dos billones de dólares. —Los ojos de Neidelman parecían mirar mucho más allá del fondo del pozo, y después comenzó a reír; una risa suave, baja, y muy extraña—. Quince metros —repitió—, y todo lo que tenemos que hacer ahora es cavar.

De repente se oyó el crepitar de la radio.

—Capitán, habla Streeter. Tenemos un problema.

Hatch percibió un matiz de urgencia en la voz cortante.

—¿Qué pasa? ¿Dificultades con la maquinaria?

—No, nada de eso. —Streeter no parecía saber cómo seguir—. Le pondré con St. John; él se lo explicará mejor.

Neidelman le dirigió una mirada interrogativa a Bonterre, y ésta se encogió de hombros.

Por la radio se oyó la voz nasal del historiador.

—Capitán Neidelman, le habla Christopher St. John. Estoy en el
Cerberus
. Escila ha descifrado varios fragmentos del diario.

—¡Espléndido! Pero ¿cuál es la emergencia?

—Es debido a lo que Macallan escribió en esta segunda parte. Permítame que se lo lea.

Other books

A Laird for Christmas by Gerri Russell
Reap the Wild Wind by Czerneda, Julie E
Dark Halo (An Angel Eyes Novel) by Dittemore, Shannon
Bad Press by Maureen Carter
Due Process by Jane Finch
Alphas Unleashed 4 by Cora Wolf
The Elder's Path by J.D. Caldwell
Devices and Desires by P. D. James