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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (19 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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—No puedo decirle mucho más —dijo Hatch—. La operación rescate terminará en pocas semanas.

—El tiempo que dure es lo de menos —replicó Clay, y su voz era ahora estridente—. Lo que importa es la motivación. Lo que los mueve a buscar el tesoro es la codicia. Pura y dura codicia. Un hombre ya ha perdido sus piernas; de todo esto no saldrá nada bueno. Esa isla no es un buen lugar. Si usted quiere, se podría decir que está maldita. Yo no soy supersticioso, pero Dios castiga a aquellos cuyas intenciones son impuras.

Hatch comenzaba a sentirse furioso. ¿Nuestra ciudad? ¿Intenciones impuras?

—Si usted hubiera crecido en esta ciudad, comprendería por qué lo hago —replicó Hatch, cortante—. Y no pretenda conocer mis intenciones.

—Yo no pretendo nada —dijo Clay, y su cuerpo desgarbado se puso rígido—. Yo sé. No he nacido en esta ciudad, pero sé qué es lo que le conviene. Todos están seducidos por la búsqueda del tesoro, por la promesa de un dinero fácil. Todos menos yo, gracias al Señor. Y voy a proteger a esta ciudad. La protegeré de usted, y de sí misma.

—Reverendo Clay, creo que debería leer la Biblia antes de acusar a nadie. Ya sabe, «no juzgues y no serás juzgado».

Hatch estaba gritando, y la voz le temblaba de ira. Los ocupantes de las mesas vecinas se habían callado, y miraban cabizbajos sus platos. Hatch se puso de pie sin mirar al silencioso y pálido Clay, y salió de la tienda rumbo a las oscuras ruinas del fuerte.

17

El fuerte estaba oscuro, húmedo y frío. Las golondrinas volaban en el interior de la torre de granito, y cruzaban rápidas como proyectiles a la luz del sol que entraba por las antiguas troneras.

Hatch entró por la gran arcada de piedra y se detuvo, la respiración agitada, e intentó recobrar el dominio de sí mismo. Había dejado que el pastor lo provocara; media ciudad lo había visto, y la otra media se enteraría muy pronto.

Se sentó en un saliente de piedra de una de las paredes. Sin duda, Clay ya había hablado con otra gente. Hatch no creía que los ciudadanos de Stormhaven fueran a hacer mucho caso de sus palabras, exceptuando quizá a los pescadores de langostas. Eran muy supersticiosos, y toda esa charla acerca de maldiciones iba a influir en ellos. Y Clay también había dicho que las excavaciones iban a perjudicar la pesca… Hatch sólo deseaba que la temporada de la langosta fuera buena.

Poco a poco fue recuperando la calma; la tranquilidad del fuerte contribuyó a disipar su cólera. Tenía que dominarse mejor. El pastor era un pedante odioso, pero no merecía que nadie perdiera los estribos por su causa.

El interior del fuerte era un espacio tranquilo, semejante a un útero materno, y Hatch podría haberse quedado allí durante horas, disfrutando de la calma y la frescura del lugar. Pero tenía que regresar a la fiesta, poner buena cara e intentar arreglar las cosas. En cualquier caso, tenía que estar de vuelta antes de que comenzaran los inevitables discursos. Se puso de pie, y cuando se volvió para marcharse, vio con sorpresa que una figura encorvada esperaba en las sombras de la entrada. El hombre dio un paso atrás y un rayo de sol lo iluminó.

—¡Profesor Horn! —exclamó Hatch.

El anciano sonrió complacido.

—Ya me estaba preguntando cuándo advertirías mi presencia —dijo; avanzó unos pasos apoyándose en el bastón y estrechó con afecto la mano de Hatch—. Vaya escena la de la fiesta.

Hatch hizo un gesto de desaliento.

—Me enfurecí como un tonto. No sé qué tiene ese hombre que me saca de quicio.

—No es ningún misterio; es torpe, socialmente inepto y moralmente inflexible. Pero debajo de esa máscara tan desagradable, late un corazón tan grande y generoso como el océano. Y sospecho que también igualmente violento y enigmático. Clay es un hombre complejo, Malin, no le subestimes. —El profesor le puso la mano en el hombro—. Pero basta de hablar del reverendo. Tienes muy buen aspecto, Malin. Estoy muy orgulloso de ti. Graduado por la Facultad de Medicina de Harvard, eres investigador en Mount Auburn. Eras un chico muy inteligente, aunque no siempre fueras un buen estudiante.

—Le debo mucho a usted —dijo Hatch.

Recordaba las tardes que había pasado en la gran casa del profesor, en esos últimos años que pasó en

Stormhaven antes de marcharse, mirando sus colecciones de piedras, de insectos, de mariposas.

—Tonterías. Dicho sea de paso, aún guardo tu colección de nidos de pájaros. Cuando te marchaste, no sabía dónde enviártela.

Hatch se sintió culpable. Jamás había pensado que el insigne profesor querría tener noticias de su alumno.

—Me sorprende que no tirara toda esa basura.

—En verdad, era una colección muy buena. —El profesor se cogió con fuerza del brazo de Hatch—. Ayúdame a salir del fuerte y a cruzar el prado, ¿quieres? En los últimos tiempos, no estoy muy ágil.

—Yo le habría escrito si hubiera sabido… —Hatch no terminó la frase.

—Ni una palabra de despedida, ni siquiera me enviaste tu dirección —dijo el profesor con amargura—. Y el año pasado, leí acerca de ti en el Globe.

Hatch miró hacia otro lado; sentía que la cara le ardía de vergüenza.

El profesor soltó un bufido.

—No importa. Según las estadísticas, yo ya debería estar muerto. Cumpliré ochenta y nueve años el jueves que viene, y pobre de ti como no vengas a saludarme y me traigas un presente.

Salieron a la luz del día. La brisa traía el ruido de las voces y las risas de la tienda.

—Ya debe saber por qué he vuelto —dijo Hatch.

—¿Y quién no lo sabe? —fue la irónica respuesta.

El profesor no dijo nada más y caminaron en silencio un momento.

—¿Entonces… ? —dijo por fin Hatch.

El profesor lo miró con expresión inquisitiva.

—Vamos, profesor, dígame de una vez lo que piensa de la expedición para buscar el tesoro.

El profesor siguió caminando; al cabo de un minuto se detuvo y miró a Malin.

—Recuerda que tú me lo has preguntado —dijo.

Hatch asintió con la cabeza.

—Creo que eres un grandísimo tonto.

Hatch se quedó atónito. Había estado preparado para Clay, pero no para esto.

—¿Por qué me dice eso?

—Tú deberías saber mejor que nadie cómo son las cosas. Haya lo que haya allí abajo, no lo sacarán.

—Mire, doctor Horn, tenemos tecnología que los antiguos buscadores de tesoros ni siquiera habrían podido imaginar. Sonares, magnetómetros de protones, información fotográfica recibida por satélite. Tenemos un capital de veinte millones de dólares, y el diario del hombre que proyectó el Pozo.

Sin darse cuenta, Hatch había levantado la voz. De repente se dio cuenta de que para él era muy importante que el profesor tuviera una opinión favorable de la empresa.

El doctor Horn negó con la cabeza.

—Malin, les he visto ir y venir durante casi cien años. Todos traían los equipos más modernos, y todos tenían muchísimo dinero. Y también alguna información fundamental, o una intuición brillante que nadie más había tenido antes. Siempre pensaban que esa vez iba a ser diferente. Y todos terminaron de la misma manera. En bancarrota, en la miseria, incluso muertos. —El profesor miró a Hatch—. ¿Ya han encontrado algo de valor?

—Bueno, todavía no —respondió Hatch—. Nos hemos encontrado con una pequeña dificultad. Sabíamos que tenía que haber un túnel subterráneo que conectara el Pozo de Agua con el mar. Ésa es la razón por la que siempre está lleno de agua. Hemos utilizado tintura para localizar la salida del túnel en el fondo del mar. Pero al parecer no hay un único túnel, sino cinco, y…

—Ya veo —lo interrumpió el profesor—. Sólo una pequeña dificultad. Eso también lo he oído antes. Puede que ustedes consigan resolver el problema. Claro que después se encontrarán con otro, y otro, hasta que estén en la ruina. O muertos. O ambas cosas.

—Pero esta vez será diferente —protestó Hatch—. Usted no puede decirme que la búsqueda del tesoro es una empresa imposible. Ese pozo ha sido creado por un hombre, y otros hombres pueden vencerlo.

El profesor volvió a cogerse del brazo de Hatch. Tenía unas manos muy fuertes, retorcidas y resecas como las raíces de un árbol muy viejo.

—Yo conocí a tu abuelo, Malin. Se te parecía mucho: era joven, inteligente, tenía un brillante porvenir, y unas enormes ansias de vivir. Y lo que tú me has dicho ahora, también me lo dijo él, palabra por palabra, hace cincuenta años. —El profesor bajó la voz hasta que no fue más que un susurro—: Mira la herencia que él le dejó a tu familia. Tú me has pedido mi opinión. Te la diré en muy pocas palabras. Regresa a Boston antes de que la historia se repita.

El anciano se dio la vuelta bruscamente y se alejó cojeando con el bastón, hasta que desapareció tras la cresta de la colina.

18

A la mañana siguiente, y con los ojos un poco enrojecidos por la cerveza de la noche anterior, Hatch se encerró en la casa prefabricada donde tenía su consulta a preparar su instrumental médico y hacer inventario. En los últimos días había tenido que curar varias heridas, pero ninguna grave; apenas unos cuantos cortes y raspones y una costilla rota. Mientras inspeccionaba el contenido de los estantes, cotejándolo con una lista del material que necesitaba, oía el monótono ruido de las olas contra los arrecifes. La ventana dejaba pasar la débil luz del sol, apagada por la omnipresente cortina de niebla.

Hatch terminó el inventario y colgó la lista en una tablilla con sujetapapeles junto a los estantes. Desde su despacho veía la figura alta y desgarbada de Christopher St. John que caminaba con paso rápido por los terrenos del campamento base. El historiador inglés esquivó un grueso cable y una tubería de PVC y luego se agachó y entró en los cuarteles de Wopner. Hatch, tras un instante de duda, cogió dos carpetas negras y decidió seguirlo. Quizá había novedades con respecto al código.

La oficina de Wopner en el campamento base estaba aún más desordenada que su camarote en el
Cerberus
. Era más pequeña, y la gran cantidad de monitores y equipos de servocontrol hacían que uno se sintiera claustrofóbico. Wopner, en un rincón y rodeado de retransmisores, ocupaba la única silla de la habitación. Un gran aparato de aire acondicionado zumbaba en el extremo opuesto, y por las rejillas del techo salía una corriente de aire frío.

A pesar del aire acondicionado, el despacho estaba caldeado por los aparatos electrónicos, y cuando Hatch entró, St. John estaba buscando un lugar donde colgar su chaqueta. La búsqueda resultó infructuosa, y el historiador la depositó con cuidado sobre una consola.

—¡Jo! —exclamó Wopner—, si dejas ahí esa chaqueta peluda, habrá un cortocircuito que paralizará todos los aparatos.

St. John, frunciendo el ceño, volvió a cogerla.

—Kerry, ¿tienes un minuto? —le preguntó—. Tengo un problema con el código, y me gustaría hablar contigo.

—¿Tengo aspecto de tener un minuto libre? —fue la respuesta, y Wopner se apartó de su terminal con una mueca—. Acabo de terminar un diagnóstico de toda la isla. Me ha llevado una hora, trabajando con la máxima longitud de banda. Todo está bien: las bombas, los compresores, los servocontroles. No hay problemas ni discrepancias de ningún tipo.

—Eso está muy bien —intervino Hatch.

Wopner lo miró como si no pudiera creer lo que oía.

—¿Por qué no usa su cerebro? ¿Muy bien? ¡Es terrible!

—No entiendo.

—Hemos tenido un fallo del sistema, ¿lo recuerda? Las malditas bombas dejaron de funcionar. Después de eso, comparé el sistema informático de la isla con el Escila, en el Cerberos. Adivine cuál fue el resultado. ¡Los chips de memoria ROM de Caribdis, el sistema de la isla, habían sido modificados! ¡Alterados!

Wopner golpeó furioso una de las CPU que tenía al lado.

-¿Y?

—Y ahora he vuelto a efectuar la comprobación y todo está bien. No sólo eso, sino que no hay la más mínima desviación en toda la red. —Wopner se inclinó hacia adelante—. ¿Comprende lo que quiero decir? No hay ninguna desviación, y eso es imposible, desde el punto de vista de la física y de la informática.

St. John, con las manos a la espalda, miraba los equipos que lo rodeaban.

—¿No habrá fantasmas en la máquina, Kerry? —se atrevió a insinuar.

Wopner no le hizo caso.

—Yo no sé mucho de ordenadores —continuó St. John, con su peculiar acento británico—, pero conozco un término, «basura», ya sabes, BDBA, basura dentro, basura fuera.

—Jope, el problema no está en los programas.

—Ah, ya veo. Tú dices que no puede ser un error humano. Recuerdo que una sola ecuación Fortran incorrecta, y el Mariner I salió a recoger basura espacial y nunca más se supo de él.

—La cuestión es que ahora todo funciona bien —dijo Hatch—. ¿Por qué no seguimos adelante con los trabajos?

—Claro, para que vuelva a suceder algo parecido. Yo quiero saber por qué esta mierda falló toda al mismo tiempo.

—Por ahora, no puedes hacer nada —dijo St. John—, y entretanto, nos estamos retrasando con el criptoanálisis. No hemos conseguido nada. Yo he continuado investigando, y creo que nos hemos apresurado a descartar…

—¡Mierda y más mierda! —replicó Wopner—. No empieces a rezongar otra vez sobre polialfabéticos, ¿quieres, carcamal? Mira, voy a modificar el algoritmo de mi ataque, le daré un cincuenta por ciento más de prioridad en el sistema, y ya verás como avanzamos. ¿Por qué no regresas a tu biblioteca, y vuelves al final del día con algunas ideas que nos puedan ser de utilidad?

St. John se quedó mirándolo un instante, y luego se encogió de hombros y se marchó. Hatch salió tras él y juntos fueron al despacho del historiador.

—Muchas gracias —le dijo Hatch, y le dio las dos carpetas.

—¿Sabe que Wopner tiene razón? —dijo el historiador, sentándose ante su ordenada mesa y acercando la vieja máquina de escribir—. Yo ya he probado todo lo demás. He basado mis ataques en todos los métodos de codificación conocidos en la época de Macallan. Lo he abordado como si fuera un problema aritmético, como un sistema astronómico o astrológico, y como una clave en una lengua extranjera. Y no he conseguido nada.

—¿Y qué son los polialfabéticos? —preguntó Hatch.

—Un código polialfabético —respondió St. Johnson un suspiro—. En verdad es algo muy sencillo. En la época de Macallan, la mayoría de los códigos eran simples sustituciones monofónicas. Uno tenía el alfabeto común y el alfabeto cifrado. Y para poner un mensaje en clave, uno se limitaba a sustituir la letra del alfabeto normal por la correspondiente del alfabeto cifrado. Quizá en el código, la
v
era y, y la
e
era z. Así pues, si uno quería cifrar la palabra «ve», ponía «yz». Así es como se hacen actualmente los criptogramas de las secciones de entretenimiento de los periódicos.

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