El planeta misterioso (36 page)

BOOK: El planeta misterioso
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—Tenemos que irnos —le dijo Anakin con dulzura.

Los corredores resonaron con los ecos de más gemidos, nuevos chillidos y retumbos distantes. El suelo se estremeció debajo de ellos.

—Debió de morir durante la batalla con los Extranjeros Lejanos —dijo Jabitha, pascando el haz de la linterna por la cámara en busca de alguien más. La cámara estaba desierta—. Pero ¿quién enviaba sus mensajes?

—No lo sé —dijo Anakin.

Y entonces, por el rabillo del ojo, volvió a distinguir un destello de luz en la oscuridad, lejos de la linterna de Jabitha. Se volvió y vio a la Jedi emplumada inmóvil sobre sus piernas de articulaciones invertidas, con los pies separados como si se dispusiera a saltar, mirándolo sin ninguna emoción aparente.

Jabitha no podía verla. La muchacha tampoco vio cómo la figura se convertía en el magister, su padre. La figura transformada dio un paso hacia ellos.

Anakin no sintió ningún miedo. En vez de miedo, lo que sentía era que se hallaba en presencia de otra persona joven y muy parecida a él, un amigo. Eso hizo que volviera a tomar en consideración la posibilidad muy real de que se estuviera volviendo loco.

—Yo envié los mensajes —le dijo la figura.

La muchacha seguía inclinada sobre su padre muerto. Anakin se agachó y le rozó suavemente la cabeza con las puntas de los dedos, y Jabitha se quedó dormida, inclinándose lentamente sobre un costado.

Anakin la tomó en sus brazos y se aseguró de que estuviera cómoda, y después se incorporó y se encaró con la imagen.

— ¿Quién eres? —preguntó, oyendo cómo se le quebraba la voz.

—Un amigo de Vergere —dijo—. Creo que mi nombre, para algunos, es Sekot.

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P
ara preparar el camino al vehículo de recuperación que aterrizaría en la montaña, Tarkin ordenó a un enjambre de cazas estelares androides que destruyeran a cualquier otra nave presente en el área. Después contempló con satisfacción desde su elevada órbita, con Sienar junto a él, cómo los cazas estelares acosaban al viejo YT-1150 y a otra nave sekotana.

—Sacrificaremos una para conseguir otra —dijo Tarkin.

—Cuidado con la nave sekotana —dijo Sienar, aunque no estaba muy seguro de que Tarkin estuviera dispuesto a avenirse a razones—. Puede que sea excepcional.

—Señor, estamos perdiendo la mayor parte de nuestros cazas estelares sobre los valles habitados del norte —dijo la capitana—. Sus defensas son implacables y aparentemente ilimitadas. Y hay...

— ¡Silencio! —gritó Tarkin—. Me parece que está sobrestimando a esos primitivos. En cuanto hayamos completado nuestra misión principal, barreremos al resto mediante un despliegue de fuerza. Se acabaron las delicadezas. Si no se someten, los aniquilaremos.

57

A
nakin no se apartó de Jabitha, decidido a permanecer junto a la joven tanto por su bien como por el de ella. La atmósfera dentro de la estancia estaba saturada de polvo. Nubes de polvo caían del techo, impulsadas desde las estancias exteriores a medida que los techos iban derrumbándose en otros puntos de las ruinas.

Los zarcillos del suelo fueron rápidamente hacia Jabitha y la rodearon. Sekot en persona protegería a la hija del magíster. De alguna manera que Anakin aún no podía entender, la figura inmóvil ante él consideraba a los hijos del magister como hermanos y hermanas suyas.

—Eres el aprendiz Jedi —dijo la imagen.

Anakin asintió.

—Y tu maestro está en otro lugar, enfrentándose a la nueva invasión.

—Los siento ahí fuera —dijo Anakin.

— ¡Ah, cómo me gustaría aprender los secretos de los Jedi! ¿Qué puedes enseñarme?

— ¿Quién eres? —preguntó Anakin.

Al igual que Obi-Wan, estaba descubriendo que el misterio y el retraso eran altamente irritantes.

—No estoy seguro. No soy muy viejo, pero mis recuerdos se remontan a millones de rotaciones. Partes de mí vieron cómo el torbellino crecía en el cielo.

Anakin pensó en el mensaje de Vergere contenido dentro de las semillas.

—Eres la mente que percibí, ¿verdad? —preguntó—. La voz que se ocultaba detrás de las voces de las semillas.

—Las semillas son mis hijas —dijo la imagen—. Son células de mi cuerpo.

—Entonces realmente eres Sekot, ¿no?

Incluso bajo las circunstancias actuales, Anakin no podía evitar sentirse maravillado y un poco asustado.

—Traté de ser el magister, pero no puedo seguir siéndolo. Lloro su pérdida. Él fue el primero en conocerme. El magister iba a revelarme a su gente, pero entonces llegaron los Extranjeros Lejanos. Yo nunca había conocido a seres como ellos. Las gentes del magister eran buenas y amables.

— ¿Puedes ver por todo Zonama Sekot? ¿Qué más está ocurriendo fuera?

—Veo hasta allí donde llegan mis partes, y ahí abajo estoy casi ciego. Me quemaron. Nunca había conocido tal dolor. El magister me dijo que debía devolvérselo, así que lo ayudé a crear armas. Pero ahora no sé qué creer.

— ¿Por qué?

Anakin se arrodilló junto a Jabitha. Los zarcillos los rodearon, reptando sobre el suelo con tenues crujidos.

—Me dijo que yo era el Potencio, la fuerza que hay detrás de toda la vida. Creía que mi influencia llegaba a todas partes, pero no es así. Sólo existo aquí. El magister vio lo que quería ver, y me dijo lo que quería oírme decir. Dijo que no había mal en el universo, sólo bien. No comprendí lo equivocado que estaba hasta que murió. Entonces empuñé las armas que habíamos creado, y maté. El magister había dicho que eso sería bueno, pero yo sabía que no era así.

Anakin contuvo el aliento.

—Igual que yo —dijo.

—Seguí matando sin cesar, pero todavía no era suficiente. Fue Vergere quien se llevó a los Extranjeros Lejanos. En vez de matarlos, Vergere los persuadió de que se fueran. Querría que aún estuviera aquí, pero sólo queda una pequeña parte de ella: el mensaje que os envió a ti y a tu maestro.

— ¿Vergere sabía que el magister había muerto?

—Nadie lo sabía, hasta ahora.

Anakin extendió la mano para apartar a un zarcillo que iba hacia ellos.

La imagen pareció dolida por su reacción.

— ¿Por qué desconfías de mí? Quiero protegerla.

—No desconfío de ti. Pero me parece que ninguno de nosotros sabe que estamos haciendo. Deberíamos llevarla fuera y esperar a que llegue mi maestro.

—Es de ti de quien me siento más próximo —dijo la imagen—. Las gentes del magister me convirtieron en su sirviente, y tú fuiste esclavo. Hice lo que me dijeron que hiciese. Tú hiciste lo que tu dueño te decía que hicieras. ¡Igual que yo, igual que yo! Intenté ser como los demás, pero no soy como ellos. Mi mente está compuesta de muchas secciones dispersas por la mayor parte de este planeta. Y tu mente es tan distinta de las otras. Yo no tengo padres, y tus padres...

Anakin interrumpió a la imagen con una pregunta nerviosamente tartamudeada.

— ¿Qué t-te despertó? ¿Por qué apareciste de repente, después de miles de millones de años?

—Tenía que adquirir existencia para comunicarme con los recién llegados, las gentes del magister. Todo mi ser se unió y cobró forma para hablar con ellos, y entonces...

Un gran fragmento de techo se desplomó de forma súbita al fondo de la estancia, rociándolos con una lluvia de astillas y partículas de piedra.

— ¡Debemos irnos! —dijo Anakin—. ¿Puedes ayudarme? La imagen salió de los torbellinos de polvo, reluciendo tenuemente en la oscuridad.

—Sostendré los pasillos. Tú la llevarás fuera.

Un sinfín de zarcillos brotó de tallos que se abrieron paso a través de las grietas del suelo. Los zarcillos se desplegaron delante de Anakin, formando bóvedas verdes y rojas por encima de su cabeza mientras recogía a Jabitha y se la echaba al hombro. Como peso muerto, la joven no resultaba nada fácil de transportar. Anakin estaba empezando a lamentar haberla dormido, pero dejarla inconsciente era lo mejor que podía hacer en aquel momento.

Jabitha salió de su trance cuando estaban cruzando el último umbral, y se debatió intentando bajar de su hombro.

— ¿Dónde estamos? —jadeó, y después alzó los ojos hacia la rueda de fuego que giraba en el cielo nocturno y el manto de estrellas que se extendía más allá de ella.

Una sombra se deslizó sobre la pista de descenso y su nave sekotana. Ocultó el torbellino y después descendió para cernirse sobre la nave como un depredador que se dispone a saltar sobre su presa. No era otra nave sekotana, y tampoco era el
Flor del Mar Estelar.
Anakin oyó el estridente rugido de los motores repulsores golpeando la roca con sus emisiones de energía.

Era un sembrador de minas celestes, pero en aquellos momentos estaba siendo utilizado como vehículo de desembarco.

Un haz de luz apareció en un lado del casco. Un contingente de soldados bajó por la rampa en apretadas y rápidas filas y rodeó a Anakin y Jabitha. Un pelotón formó un círculo alrededor del cuerpo del tallador de sangre.

Dos oficiales bajaron por la rampa con más dignidad, como si dispusieran de todo el tiempo del universo. Aunque sus uniformes eran muy distintos, los dos hombres se parecían tanto que Anakin pensó que quizá fueran hermanos. Los dos eran delgados y su porte transmitía segundad en sí mismos y quizá un excesivo orgullo. Los dos tenían aspecto de ser arrogantes. Con los instintos que había desarrollado mucho antes de convertirse en un Jedi, Anakin enseguida supo que eran muy peligrosos. Los dos hombres se volvieron hacia el muchacho y la joven.

En circunstancias normales, a ninguno de los dos le habría importado demasiado el destino de los dos jóvenes. Uno de ellos, el más alto de los dos por un par de centímetros escasos, levantó la mano y le murmuró algo al oído al otro.

—Él —dijo el más bajo de los dos hombres, señalando imperiosamente a Anakin—. Deja a la chica aquí.

Anakin intentó quedarse con Jabitha. La joven extendió la mano hacia él, y sus dedos se entrelazaron durante un momento antes de que un corpulento soldado que vestía el uniforme del Cuerpo de Tácticas Especiales de la República se lo llevase a rastras. Por un instante la ira del muchacho amenazó con volver a inflamarse, pero Anakin ya había comprendido que no harían daño a Jabitha, y no podía matarlos a todos.

Y aunque pudiese hacerlo, no los habría matado.

—Me llamo Tarkin —le dijo el más bajo de los dos oficiales con voz grave y ampulosa—. Tú eres el muchacho Jedi que colecciona androides viejos, ¿verdad? Y maravilla de maravillas, ¿ahora eres el piloto de esta nave?

Anakin no respondió. Tarkin recompensó su silencio con una sonrisa y una palmadita en la cabeza.

—Aprende un poco de educación, muchacho,

Dos soldados se lo llevaron por la fuerza hacia las entrañas de la oscura nave.

— ¿Y Ke Daiv? —preguntó Raith Sienar.

—Un fracaso desde el primer momento —dijo Tarkin—. Déjalo aquí para que se pudra.

Jabitha llamó a gritos a Anakin, pero la rampa se cerró con un siseo y un estruendo metálico. Anakin sintió que la nave despegaba bruscamente. Tarkin y Sienar lo escoltaron inmediatamente al hangar de carga en el que un arnés de sujeción mantenía inmovilizada a la nave sekotana.

—Quédate junto a tu nave, muchacho —le dijo Tarkin—. Mantenía viva. Eres muy importante para nosotros. El Templo Jedi aguarda tu regreso.

58


M
antendrán alejadas a las minas celestes de esa nave —le dijo Obi-Wan a Shappa mientras entraban y salían de los desfiladeros montañosos en el límite de las nubes—. Cuando no disponen de mucho espacio para maniobrar, nunca puedes estar seguro de que las minas no empezarán a perseguir a los blancos de tu propio bando.

Tres cazas estelares androides continuaban siguiéndolos tozudamente, pero la nave de Shappa era demasiado veloz y maniobrable para que pudieran alcanzarla.

— ¡Se llevarán a la hija del magister! —dijo Shappa con expresión sombría, y hundió un poco más la mano en la consola, que reaccionó envolviendo sus tejidos hasta el codo al tiempo que le apartaba la manga.

—No lo creo —dijo Obi-Wan, la frente fruncida en una intensa concentración.

Cerró los ojos buscando todos los futuros, el nudo que se estaba desatando rápidamente y las hebras de destino que se alejaban en todas direcciones con un frenético girar no muy distinto al del torbellino que llenaba el cielo.

—Tienes razón —dijo Shappa mientras saltaban por encima del borde de la pista y empezaban a sobrevolarla—. ¡Se han ido sin ella, y está viva!

—Desciende y recógela —dijo Obi-Wan—. Déjame en la pista.

— ¡Pero los cazas estelares te matarán!

—Tal vez —dijo Obi-Wan—. Pero ya no puedes hacer nada más por mí, y yo tampoco puedo hacer nada más por ti.

Shappa abrió y cerró la boca intentando encontrar algo adecuado que decir, pero no se le ocurrió nada. Finalmente asintió y se concentró en posar su nave.

No hubo tiempo para despedidas. En un momento dado el Caballero Jedi estaba sentado junto a él, y al siguiente, en el mismo instante en que se abría la escotilla, se había esfumado como un hilillo de humo en el viento.

Y una fracción de segundo después, Shappa vio cómo la hija del magister era introducida por la escotilla, gritando y pataleando.

— ¡Y ahora vete! —gritó Obi-Wan en cuanto la hubo metido dentro, y golpeó el casco de la nave con la palma de la mano.

Shappa no necesitaba que lo animaran a despegar. Los cazas estelares ya estaban apareciendo por encima del extremo de la pista de descenso, y Jabitha se agarró desesperadamente al asidero más cercano mientras Shappa remontaba el vuelo.

Obi-Wan se arrancó los vendajes que le impedían moverse libremente al tiempo que empuñaba su espada de luz. La hoja zumbó, cobrando una furiosa vida verde. Aquel arma había pertenecido a Qui-Gon. Sosteniéndola en sus manos, Obi-Wan se sintió poseedor de la fortaleza de dos Jedi. Necesitaba hasta el último gramo de esperanza, y si el sentimiento podía dar fuerzas, ayudarle a concentrarse y emular a su antiguo maestro, entonces que así fuese.

La Fuerza no se mostró en desacuerdo. Qui-Gon había mantenido una relación especial con la Fuerza, y había educado bien a su aprendiz.

—Venid —murmuró Obi-Wan mientras empezaba a cruzar la pista. Dos cazas estelares se habían quedado allí para averiguar qué presa podían encontrar en la montaña, y el otro había seguido a la nave de Shappa—. Venid —repitió Obi-Wan, esta vez un poco más alto.

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