El piloto ciego (8 page)

Read El piloto ciego Online

Authors: Giovanni Papini

BOOK: El piloto ciego
6.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y estas cosas escritas al margen ¿son suyas? —reanudé, señalándole las notas junto a los parlamentos de Kirilov.

—Son mías.

El señor Kressler estaba tranquilísimo y parecía insensible a lo raro de mi visita y de mis preguntas.

—Entonces —lo interrumpí—, le diré que he leído estas palabras y he encontrado en ellas la alusión a un método, a un método nuevo de muerte, a una muerte sin manos, a un suicidio superior. En la actualidad me ocupo mucho de eso y tengo alguna idea… Yo busco a todos aquellos que sienten la gravedad de la elección y no se deciden por la salida por una puerta cualquiera. He venido a verlo para que me diga si ese método existe, si verdaderamente usted ha encontrado
algo
, y si ese
algo
será llevado a cabo…

A medida que hablaba, mi oyente iba perdiendo un poco su calma. Desde el fondo de las órbitas sus pupilas se acercaban a mí, y el ojo salía de su fosa como una bestia que se asoma a la entrada de su cubil.

—Sí, sí… ¡Es esto! ¿Es posible que alguien piense seriamente en eso? ¡Y en Italia! ¿Usted ha venido a verme por el problema de la muerte verdadera?

—Solamente por esto.

El señor Kressler se levantó. Parecía conmovido. Su mano buscó y estrechó la mía. Tuve que decirle mi nombre. Vi en su cara el deseo de abrazarme.

—Podríamos hablar de ello ahora —reanudé—. Pero usted salía.

—No, no salía. Voy siempre vestido así, incluso por casa. No me gusta desnudarme. Podemos hablar ahora, enseguida, cuando quiera. Se lo explicaré todo, le diré lo que pueda. Antes de morirme, la idea será suya. Transfusión y comunicación: no lo había pensado; no tenía a nadie. ¡Muchos oídos, pero qué pocos cerebros! ¡Y luego aquí! Acaso en Alemania… Pero no puedo volver: ¡la miseria! ¡Mire!

Y me enseñaba el cuarto vacío, las maderas del suelo, los vidrios de las ventanas, rotos y pegados con tiras de papel.

—¿Usted quisiera saber mi historia? ¡Pero mi historia empieza ahora! El primer capítulo de mi vida será el último, y el epitafio puede hacer, además, las veces de título. Tengo nombre alemán; mi padre era bávaro, inmigrado. Pero mi madre es italiana, vive todavía, y no comprende nada; como todas las madres. Yo hacía algo así como de empleado o de escribiente en una tienda de máquinas. Mi padre era un hombre moderno, a lo industrial, con algunas gotas de Bismarck. Cretino, por otra parte, y empeorado por Goethe y por el
chianti
, al que se había consagrado en los últimos años. Pero yo escribía, copiaba, sumaba, y siempre estaba en mí la idea de la vida. Las acostumbradas historias: usted las sabrá de memoria. ¿Qué es? ¿Para qué? ¿Adónde vamos? ¿Vale la pena vivir?, etcétera, etcétera. Por la noche, en lugar de salir, leía y pedía a los viejos libros lo que ningún hombre decía. Quería la vida, la vida mayor y más bella posible, y no la veía a mi alrededor, ni siquiera en aquellos que, según los casos, estaban bien. Y los ideales de los filósofos no me convencían. Intenté practicarlos uno tras otro, y fue una carrera de esperanzas abofeteadas. Sin embargo, sin un punto de apoyo metafísico, racional, no sabía vivir. Me parecía que era más despreciable que los perros que comen de limosna, salen con bozal y mean en todas las esquinas. Dejé el empleo y tuve, por eso, que separarme de la familia. Rodé mundo con mis propios medios, a pie, casi sin dinero; pidiendo hospitalidad o dando lecciones de lo que fuera. Me detuvieron dos veces, pero me soltaron a los pocos días. Llegué hasta Alemania: tenía nostalgia de la patria no vista. Andaba un poco cada día. En cuanto encontraba un sitio bonito, me detenía y me tumbaba en la hierba, en los campos, en los bancos de piedra de las pequeñas ciudades tranquilas. Llegaba la noche, llegaban las estrellas; pensaba, dormía; bebía en las fuentes con la boca, en los remansos de los torrentes; dormía de cualquier manera, en las cabañas o en las casas de los pobres. Y pensaba, pensaba siempre. Pensaba incluso comiendo. Todas las respuestas a aquellas preguntas las conocía o las adivinaba, y, sin embargo, la luz me vino de otro: de un cura. Era un cura viejo que encontré un día ante una iglesia de campo. Iba arriba y abajo por el prado, con la cabeza gacha, y me vio tan cansado y triste que me saludó y me preguntó si quería beber. Comenzamos a hablar. Me pareció más inteligente que sus compañeros. Le dije algo de mis dudas, de mis búsquedas, de mis inquietudes. Y fue entonces cuando oí las palabras que me abrieron la inteligencia de repente:

—Pero ¿no comprendes que el sentido de la vida está en la muerte? Solamente quien quiera morir, quien esté ya muerto en esta vida, desde ahora, solamente éste gozará, saboreará y conocerá la vida.

»Tal vez esas palabras eran el eco de algún lugar común ascético, pescadas en algún libraco eclesiástico, y las había copiado en el seminario, por su aspecto de santa paradoja. Para mí fueron una iluminación, el principio de mi nueva existencia.

»Aquella misma noche, en la rectoría —donde el cura me había invitado a comer y a dormir—, les di vueltas y más vueltas, las iluminé con todas las luces de mis pensamientos y les exprimí lo que contenían y más todavía. Hoy día aquellas verdades me son de tal manera familiares que ya no sé qué hacer con ellas, y si las cito ahora es para que usted las conozca: ¡pero entonces…! Hacía tiempo que sospechaba que el secreto de la vida está en la muerte, pero en un sentido negativo y físico y, al mismo tiempo, tan arriesgadamente trascendental y claro, que mi mente no había querido detenerse en él de ninguna manera. Un disparo:
¡pum!
, y luego la luz, la grande, la eterna, la definitiva luz. ¡Puede ser! ¡Tal vez! ¿Y si luego no fuera así? El príncipe Hamlet no era, digan lo que digan, un imbécil.

»Pero aquí, en las palabras del cura campestre, había más: no la ruptura seca, de repente, del cerebro, de la circulación, etc., para arrojarse al mar esperanzado de las posibilidades, sino la muerte en la vida, la realización presente actual, inmediata, del estado de muerte en pleno estado de vida.

»¿No lo entiende?

Y el señor Kressler calló un momento, mirándome desde el fondo de sus fosas iluminadas. En aquel momento no supe qué contestar, y en aquella breve pausa de silencio se oyó abrir desconsideradamente la puerta. Apareció un hombre bajo, pálido, en mangas de camisa —un vulgarísimo hombre, que me recordó invenciblemente a un zapatero vicioso—, que nos miró a los dos con arrogancia.

Kressler, apenas lo vio, se levantó, corrió hacia él y salió cerrando la puerta tras de sí. Enseguida oí gritos, blasfemias, puñetazos sobre la mesa y ruido de sillas. No entendía una palabra: un confuso rumor de rabia plebeya llenaba penosamente la casa. Al cabo de tres o cuatro minutos, silencio, y Kressler abrió de nuevo la puerta y de nuevo se dejó caer en la cama. Tenía la cara un poco más pálida y de un largo arañazo en la frente, precisamente sobre la ceja izquierda, caían gruesas gotas de sangre oscura y densa. El extraño hombre tomó el pañuelo, se lo aplicó sobre la pequeña herida y murmuró, casi excusándose:

—Quieren echarme de todas maneras… No tendrán que esperar mucho…

Me di cuenta de que si no hubiera estado yo habría llorado. Aquella escena imprevista y desagradable me había turbado: me levanté para marcharme. Cuando Kressler lo advirtió, se levantó también y me tendió la mano. No pensaba en aquel momento en mi curiosidad y, sin preguntarle nada más, pronuncié dos o tres palabras de saludo y salí.

Cuando estuve fuera de la casa y de la calle, miré a mi alrededor, como si acabara de despertarme de un sueño. La noche se acercaba: todas las cosas tenían aquel aspecto espiritual e indeciso que sigue inmediatamente al crepúsculo y las hace aparecer como iluminadas desde dentro. Las tiendas se volvían blancas y amarillas a causa de las luces; por las calles, todavía no del todo oscuras, las sombras de los hombres corrían veloces, pero sin ruido. La profunda sensación de la repetida e infinita inutilidad de todos los esfuerzos, que sobreviene al final de cada muerte de sol como la maldición de la noche, penetraba, acaso, incluso en el espíritu de los tenderos silenciosos y de las muchachas que se escurrían. Iba lento y pensativo, siempre adelante, sin saber dónde detenerme, intentando recordar las facciones y las palabras de Kressler, casi como si las hubiera visto y escuchado hacía mucho tiempo. Pero todo me distraía: la mirada de una mujer, la blasfemia de un muchacho, las letras luminosas de un teatro. Y cada tañido de campana me hacía estremecer: los recuerdos y las nostalgias ondeaban compitiendo en la oscuridad turbulenta de mi mente.

De repente, junto a mí, una voz:

—Aquí, aquí… Estaremos más solos.

Me volví: era Kressler, Kressler, vestido como lo había encontrado en su casa, que me miraba como si nada hubiera ocurrido. Me tomó del brazo y lo acompañé. Había salido de su casa detrás de mí y me había seguido. Fuimos hacia el río: en el fondo, en el horizonte, había todavía una línea recta, casi blanca. Las llamas amarillas, en doble hilera, temblaban a lo largo de la tranquila corriente.

Kressler volvió de nuevo a hablar:

—Creo que usted ya ha comprendido. Yo lo comprendí enseguida todo, la primera noche. Fíjese que las palabras del cura sólo dicen un caso especial de una ley que yo creo y veo universal. No solamente el secreto de la vida está en la muerte, sino que, además, el secreto de la luz está en las tinieblas, el secreto del bien está en el mal, el secreto de la verdad está en el error, el secreto del sí está en el no. Y entonces cada Fausto que quiere vivir, cada alma ávida que quiere sorber y consumir la vida, tiene que prepararse para morir, tiene que colocarse e insertarse, todavía vivo, en la muerte. Si nosotros conseguimos, en algún momento, vivir intensamente, resulta que la vida es un lento morir y que cada voluptuosidad es un estertor de esa larga agonía.

»Desde aquel día decidí renunciar a la vida, fabricarme un alma de moribundo. Pero no de repente, ni con medios exteriores y materiales. Ser ya un cadáver, antes que el entierro sea necesario, y suicidarse de manera que la muerte parezca natural e involuntaria. He aquí mi descubrimiento: matarse con la voluntad, con la propia alma, y no con las armas, no con las manos, no con venenos. Morir a fuerza de pensar que se quiere morir. Y eso es lo que estoy haciendo. He aquí lo que quería saber de mí. ¿Está contento?

Lo miré asombrado, porque pronunció estas últimas palabras casi con un tono de rabia despectiva. Pero enseguida se reprimió:

—No haga caso: la muerte no está todavía completada. La verdad es que el suicidio, tal como se practica hoy día y se ha practicado siempre, da asco. Aquella sangre de los cuchillos, aquellas contorsiones de los venenos, aquellos aplastamientos de las caídas, aquellos disparos de revólver me han parecido siempre algo bajo, feo, carnicero, innoble. ¿Por qué destruir la obra maestra de nuestro cuerpo con aquellos cortes brutales, y ahogar la nobleza del alma en aquellos destrozos desagradables? El alma lo puede todo, el alma lo es todo, la voluntad es la señora del mundo. Basta
querer
morir, pero querer en serio, fuertemente, constantemente y la muerte, poco a poco, se introduce en nosotros y nos penetra, de manera que un solo soplo, después, nos puede derribar más allá. Y querer, en este caso, significa no querer. Para vivir queremos continuamente, y para morir es preciso querer cada vez menos y querer solamente no querer. Toda la vida está hecha de esfuerzos: no esforzándose más, nunca, por ninguna razón, de ninguna manera, la vida se vacía por sí misma: la aceptación de todo y la renuncia de todo son lo mismo, son una sola cosa. Es difícil querer, pero es mucho más difícil, sin comparación, no querer nunca. No he llegado todavía a ello. Yo me estoy matando día a día, pero, de vez en vez, cuando menos lo espero, el instinto demoníaco de la resistencia y el loco impulso del deseo vuelven a la superficie y me hacen retroceder, entre los vivos, entre todos.

»Pero ahora estoy más cerca de la muerte, y por ello de la felicidad, que muchos que buscan en la vida lo que la vida nunca puede dar. Apenas esté muerto, la vida volverá a tomarme como su hijo preferido y nada me estará negado de todo lo que el sol ilumina y colorea. Y ahora, hoy mismo, saboreo ya anticipadamente esos goces. Para los demás no soy nada: no como, no leo, no me divierto, no amo, no juego, no gano: estoy ya medio muerto. Apenas respiro y me muevo…, y, sin embargo, no daría estos días por todas las cajas de caudales de América. Lo que para los demás es el cielo, para mí es una ventana: toda la tierra con sus océanos es una escalera en lo alto de una torre, y nada más. En el silencio de la noche, las melodías que llegan a mis oídos son más voluptuosamente dolorosas que las de Chopin y más místicamente solemnes que las de Bach. Ninguna mujer puede ser tan perfecta como la que me ama en mi pensamiento y a la que creo cada día, y todos los sistemas y los conceptos de los maníacos que usted y yo conocemos son círculos de papel y aquilones sin filo frente a la posesión directa de la realidad, fuera de las rejas del espacio y del golpear del tiempo…

Kressler calló de repente, como antes, cuando el hombre amenazador había aparecido en el hueco de la puerta. Miró a su alrededor intentando rehuir mi mirada. Me pareció que se arrepentía de haberme hablado y que casi se avergonzaba de ello.

—Deme su dirección —reanudó—. Le advertiré cuando el momento esté cerca. No venga más a verme.

Le di mi tarjeta y nos separamos fríamente. Nunca he visto una cara más triste que la suya aquella noche.

Durante cuatro meses no supe nada de él. Hace pocas semanas, una mujer vino a buscarme de su parte.

—¿Qué sucede? —le pregunté—. ¿Está mal? ¿Se muere?

—Parece que sí.

Corrí a la Via della Stufa. Lo encontré en una cama de verdad y en medio de sábanas. Una señora vieja estaba sentada cerca de él y lo miraba. Había adelgazado todavía más, pero el rojo oscuro de su rostro no había sido cubierto por la palidez del fin. Me acerqué a la cama.

—Tenía razón —me susurró en voz baja—, el descubrimiento está hecho. La voluntad está vencida. Estoy ya muerto. Dentro de pocas horas o de pocos días, la última apariencia de vida cesará… Nadie me ha matado… Yo solo…, sin las manos… ¡Qué felicidad! Ninguna lengua humana podría decir… estoy muerto… me he matado yo… Basta querer…, cualquiera puede imitarme, usted sabe mi secreto… Éste es el verdadero camino: el único…

La señora, mientras Kressler hablaba, estaba inquieta: parecía que mi presencia la hiciera sufrir terriblemente.

Other books

Walk to the End of the World by Suzy McKee Charnas
El dragón en la espada by Michael Moorcock
Darlene by Pearl, Avyn
Magia para torpes by Fernando Fedriani
Una noche más by Libertad Morán
Exposure by Talitha Stevenson
Unstitched by Jacquie Underdown
A CHILD OF A CRACKHEAD III by speight, shameek
Sweet Obsession by Theodora Koulouris