Authors: Giovanni Papini
¡Más aprisa, más aprisa! ¿Dónde está el director de orquesta del mundo? Llámenlo, ¡que venga enseguida ante mí! ¡Aceleren el compás, apresuren el tiempo! ¡Más veloces, más rápidos! ¡Cada vez más veloces, todavía más rápidos! ¡Adelante, en nombre de Dios!
¿No sienten cómo se arrastra lento y tardo este perezoso mundo? ¡Parece un viejo gotoso, un cojo decrépito, un enfermo que chochea! ¡Adelante, pues, todavía más aprisa! Arrastradlo a la fuerza, háganlo correr, empujadlo con violencia, tírenlo vertiginosamente como de un perro atado a una cuerda. ¿Cómo pueden andar con este fúnebre paso de procesión? ¿Cómo pueden respirar con esta eterna respiración de enfermo? ¿Cómo pueden hablar con estas débiles cadencias de cura en oración? ¿Cómo consiguen vivir en esta atmósfera igual de duermevela?
¡Despiértense de una vez! ¡Acuérdense de vivir, bestias civilizadas! Que su paso se convierta en salto, y su salto sea vuelo, y su hablar sea grito, y su respiración se convierta en afán, y su vida sea fiebre, y su fiebre una tempestad de delirio.
Adelante, pues, mundo lento, tardo, perezoso, cansado, dormido. Adelante sin reposo. Más aprisa, cada vez más aprisa, todavía más aprisa, cada vez más, cada…
Pero ¿dónde está el director de orquesta del mundo? Helo aquí. Bienvenido. Escúchame, ¡obedéceme enseguida! Yo quiero que la tranquila danza del universo se convierta en una loca zarabanda. ¿No ves qué acaramelamientos de minué? Perdemos tiempo, nos aburrimos, nos cansamos, nos dormimos. Basta de reverencias, basta de pausas, basta de descansos. Un frenético baile sin reglas y sin reposo, quiero ver esta noche un salvaje baile de moribundos borrachos.
¿Cómo pueden vivir, hombres, con tanta lentitud? ¿No notan que todo se mueve lentamente, que todas las cosas llegan y pasan con insufrible calma, que todo este mundo tiene el aspecto de una vieja máquina fatigada que realiza sus últimos giros? ¿No se dan cuenta de que todos parecemos amodorrados, soñolientos, dormidos?
¿Quién es el tonto que habla de la carrera del tiempo? ¿Pero es que no saben cuántas horas es preciso esperar para que venga la noche, y cuántas largas horas para que vuelva el día y cuántos largos días para que transcurra un año y cuántos larguísimos meses para que florezca una juventud y cuántos larguísimos años para que nos libere la muerte?
Para cualquier cosa que tengamos que hacer es preciso esperar; para que algo aparezca o termine es necesario esperar. Lo que se podría hacer en una hora tenemos que hacerlo en un día, lo que se podría gozar en un día se goza, hora a hora, en un año. Todo está medido, calculado, previsto. Los acontecimientos del mundo llegan y pasan regularmente, con los mismos intervalos, en las mismas épocas, y nada puede acelerarlos. Es preciso que todo se diluya en la lenta serie de los días. ¿Qué es la vida —la verdadera, la profunda, intensa vida— sino una escasa hilera de chispas en un campo de cenizas; un ralo collar de perlas ensartadas en un largo melancólico hilo gris? Y, sin embargo, no podemos vivir toda nuestra hermosa vida en un día. No podemos reunir todas las chispas para hacer con ellas la llama de una hora; no podemos reunir todas las perlas para hacer con ellas un breve lazo de voluptuosidad.
Es preciso que todo se realice despacio, despacio, con método, con circunspección, con cautela. Es necesario que todo suceda a su hora y no antes, que el agua corra en río y no se precipite en cascada, que el viento acaricie los pálidos rostros de los hombres y no se desencadene como un huracán para abatirlos, que toda la vida sea una prudente vegetación, y no un fulminante ímpetu de rebeldía contra la tierra.
¡Pero yo no quiero que sea así! Yo moriré de fiebre si sigue este lento caminar del mundo. ¿Por qué nadie parece sufrir como yo en este soñoliento universo? Yo me siento fuerte, excitado, anhelante, rápido, caliente, impaciente, y mis compañeros no se dan cuenta de nada, y esperan, y se duermen, y se mueren creyendo vivir. ¿Pero no sabéis que una hora de alegría en libertad, un instante de éxtasis y de arrebato, valen por todas vuestras vidas centenarias, por todas vuestras tranquilas existencias de extenuados obedientes? ¡Un solo día de vida por todos estos años! ¡Toda mi vida en un día! Niño a la mañana, amante al mediodía, poeta al crepúsculo, sabio al caer la noche. Todas las alegrías que quieres concederme, ¡oh Dios que estás en los cielos!, dámelas en una hora. ¡Que las estaciones se sucedan momento a momento, que a cada minuto surja y caiga el sol, que cada latido de mi corazón señale un nuevo placer!
¡Yo no quiero esperar! ¡No quiero dormirme así! ¡Más aprisa, cada vez más aprisa! ¿Dónde está, pues, el director de orquesta del mundo? ¿Ha huido de nuevo? Persíganlo, tráiganlo aquí. Que venga enseguida ante mí. Si no lo encuentran, tráiganme un capitán, un cazador, un bárbaro: un hombre que sepa el valor de la carrera.
¡Monten en los caballos, ensangréntenlos con las espuelas, amenácenlos con gritos, fustíguenlos sin piedad! ¡Adelante, adelante, cada vez más aprisa! ¡Que la vida sea una cabalgada sin esperanza, un asalto rabioso, una persecución sin meta, una fuga sin razón, pero algo que vuele y que no se arrastre y esté!
Pueblo de durmientes, multitud de expectantes aburridos, he aquí el viento que viene y grita como una garganta de gigante semidiós. También después del sueño viene la muerte, ¡hagan que ésta venga más aprisa, pero que los encuentre despiertos y agitados como bacantes!
¡Adelante, les digo! ¡Cada vez más veloces! ¡Apresuren el tiempo, azoten los caballos, aceleren el corazón! Más aprisa. Todavía más aprisa. ¡Cada vez más aprisa! He aquí la muerte. ¡Viva la muerte!
No se sabría la verdadera historia de uno de los más nuevos suicidios de los últimos años, si yo no tuviera el vicio de ir en busca de los
excepcionales
con la esperanza —casi siempre fallida— de encontrarme con un grande.
El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a ninguno de los hasta ahora conocidos. Ni la historia ni la crónica narran otro igual.
Era difícil encontrar un medio no utilizado por nadie. Todos los expedientes menos naturales han sido descubiertos y realizados: de cuando en cuando los periódicos, ya ahítos desde hace tiempo de los acostumbrados disparos y de los cotidianos envenenamientos, cuentan alguno, como variedad curiosa, para hacer sonreír agradablemente al lector optimista. Y, sin embargo, él lo encontró y lo puso en práctica.
Conocí al futuro suicida de manera curiosa. (He de advertir que de las personas que me han sido presentadas regularmente nunca he obtenido nada extraordinario.) Hurgaba una mañana en un puesto de libros viejos y me cayó en las manos el primer volumen de la traducción francesa de
Los demonios
de Dostoievski. Lo había leído hacía bastante tiempo y varias veces; por otra parte, era solamente el primer tomo y no tenía, por eso, ninguna idea de comprarlo. Pero, sin saber cómo, empecé a hojearlo y fui instintivamente a las páginas en que el ingeniero Kirilov expone con tanta simplicidad sus ideas sobre el suicidio. Había observado ya, en los márgenes, signos violentos en lápiz rojo, pero aquí había, además, notas. Estaban escritas con lápiz negro y desvaídas; sin embargo las descifré:
«No así. —Está bien: es preciso superar el temor a la muerte y por ello prepararse para matarse, pero no así—. El suicidio con las manos: cosa de carnicero. No se llega… —Tener presente la idea para mi método—. Es preciso negar, destruir la vida en uno mismo, poco a poco, no destrozar el cuerpo de repente: es estúpido…»
Esas pocas líneas, escritas a lo largo, en los márgenes, exaltaron mi curiosidad como hacía tiempo no me sucedía.
¿Quién sería el que había escrito tales palabras? Hojeé todavía nerviosamente el volumen, y en la página de guarda, al principio, había lo que buscaba: ¡un sello —uno de aquellos terribles sellos violetas de uso comercial— con un nombre, un apellido y una dirección!
OTTONE KRESSLER
Via delle Ruote, 25, primer piso
Di dos liras al librero y me fui a casa corriendo con el libro en el bolsillo. Apenas estuve en mi cuarto, lo examiné mejor: había otras notas, pero no añadían nada extraño a las que había leído allí. Bastaban aquéllas, sin embargo, para que me sintiera tranquilo hasta que encontrara al dueño del libro. Pero ¿habrá sido él quien ha escrito esto? Y ese nombre alemán del sello ¿será el del último dueño y del misterioso anotador? Y si es él, ¿seguirá viviendo en la misma casa?
Cualquier conjetura que pudiera hacer, no podía sino seguir aquel hilo: el único. Tomé el libro y el sombrero y salí de casa.
En pocos minutos —tengo las piernas largas y la prisa de los nerviosos— estuve en el número veinticinco de la Via delle Ruote.
Llamé al sucio portal de la calle. La puerta se abrió:
—¿Quién es?
Era una voz de niño. En efecto, una vez subidos dos tramos de escalera vi, en el hueco de una puerta, a una niña pálida, con un delantal rojo y los pies descalzos:
—¿A quién busca?
—¿Vive todavía aquí el señor Ottone Kressler?
La niña abre los ojos y piensa. Luego, de repente:
—¡Mamá! ¡Mamá! Ven.
Salió una mujerzuela de unos cuarenta años, de rostro poco amable, y sucia como su hija. Me miró mal:
—¿Qué quería?
Repetí el nombre. Me di cuenta de que mi pregunta no le causaba ningún placer.
—¿Lo conoce? —preguntó, sospechosa.
—No lo conozco, pero tengo necesidad de verlo enseguida; asunto de negocios.
La mujer vacilaba, pero el miedo prevaleció:
—Ya no vive con nosotros. El quince hará tres meses que se fue.
—¿Y dónde está ahora?
—No lo sé.
—¿De verdad? ¿Y no hay nadie que lo pueda saber?
—Pruebe ahí, en la taberna de al lado; pregunte por Cecchino. Las cartas se las recogía él.
Saludé y bajé. Había, a dos pasos de la casa, una de aquellas tabernuchas con cortinas rojas, color de sangre sucia y de vino malo, con una botella pintada sobre un cartón, a la izquierda. Entré. ¡Qué olor! Por suerte no había nadie, ni un alma en el mostrador.
—¡Eh, casa!
Y he aquí que salió de las tinieblas de la rebotica un muchachote rubio con un delantal azul anudado a la cintura:
—¿Deseaba?
—Perdone, ¿es usted Cecchino?
—Sí, soy yo.
—¿Conocía a un tal señor Ottone Kressler, que vivía aquí al lado?
—Claro que lo conocía. Pero ahora se ha ido.
—¿Adónde?
Vi que tampoco él tenía ningunas ganas de contestarme. Me miró un poco con fijeza y luego dijo llanamente:
—Perdone, no por nada, pero ¿ganamos algo? Porque, a decir verdad, es un pobre desgraciado y ni él sabe lo que se hace. Ha dejado algunas deudas pequeñas, aquí, en la calle, y me parecería tener un pecado en el alma si le mandara a alguien detrás. Nunca he sido chivato, gracias a Dios, y, como tirar voy tirando lo mismo…
—Se equivoca: yo no quiero nada de él. Es más, si acaso, tendría que darle, y tengo necesidad de verlo para una cosa muy importante… Pero hasta hoy no lo he visto nunca.
—Mire: le hará poco caso. ¡Si viera qué tipo tan raro es! Parece que no se acuerda de nada y que no le importa nada. Y a veces habla consigo mismo… Pero, sin embargo, es un buen chico y, cuando tiene, no es como otros.
—Oiga: me han dicho que usted sabe dónde vive ahora: dígamelo. Le hará un favor.
El muchacho me miró otra vez con fijeza: luego, ya fuera porque se hubiera convencido de que yo no era ni un policía, ni un acreedor, ya porque le importara poco el secreto, respondió:
—Si no se lo han llevado al hospital durante estos días, vive en Via della Stufa, número dos.
Le di las gracias y salí enseguida a la calle.
De la Via delle Ruote a la Via della Stufa no hay mucho, y llegué a ella sin darme cuenta.
El número dos era uno de aquellos viejos palacios florentinos del siglo XV o XVI, con las ventanas en arco adornadas con toscas almohadillas de piedra, y con la galería —¡tapiada!— en lo alto. Un poco desconchado y bastante sucio; ventanas medio tapiadas; señales de envilecimiento por todas partes.
Había un portero zapatero remendón que, sin levantar la cabeza del zapato y sin ningún gesto de sorpresa, contestó a mi pregunta:
—Último piso, a la derecha.
Subí la escalera, deshonrada por escupitajos y arañas. Arriba llamé. Otra niña abrió. El señor Kressler estaba en casa y salió a la puerta de su habitación a recibirme.
Tal vez olvide con los años su aspecto, pero hasta ahora lo conservo nítido, intacto, profundamente grabado en mi mente.
Ottone Kressler era, como ya me había imaginado, alto y delgado. Su rostro, estirado y estrecho, como si le hubieran comprimido por fuerza las mejillas desde niño, parecía la caricatura de una aparición hoffmanniana. Órbitas profundas, increíblemente profundas, con dos resplandores al fondo; nariz larga, curvada, espiritual; boca sinuosa, pero no de expresión femenina y voluptuosa, sino sarcástica y amarga; dientes superpuestos; mentón casi en punta. Su cara estaba afeitada del todo y era roja, pero no de aquel rojo sano y natural que se ve en las mejillas, sino de un rojo oscuro, como de sangre coagulada, que lo invadía todo, hasta el cuello. Iba mal vestido, y llevaba un abrigo gris y sombrero, como si estuviera a punto de salir.
Mi deseo de encontrarlo había sido tan grande que no había pensado en las primeras palabras que tenía que decir, en las excusas razonables de mi visita. Mientras me acercaba, no sabía qué decirle.
—¿Es usted el señor Kressler?
El joven hizo un gesto afirmativo.
—Tendría necesidad de hablarle enseguida.
El otro me indicó su habitación y entré. Era un cuarto grande y casi vacío, que daba a los tejados. Sobre una gran caja de embalaje había un colchón, y sobre el colchón, un cubrecama y un almohadón. No había sillas: sólo un sillón, de mimbre. En la pared, colgadas con cuerdas, estanterías llenas de libros, y en un rincón, un atril grande y negro y, según me pareció, de sólida y antigua factura. Kressler acercó el sillón y se sentó en la falsa cama, mirándome a la cara, callado, como si esperara que yo hiciera todo el gasto de la conversación.
No perdí valor; saqué del bolsillo el libro de Dostoievski y se lo tendí:
—¿Es suyo este libro?
—Era mío hace tiempo. Me lo quitaron con otros libros donde vivía antes y lo vendieron con otras cosas para cobrarme. El segundo lo tengo todavía. La patrona era ignorante…