Yo seguía mirando el apartamento, pues me fascinaba. Fui al dormitorio y Anderson me siguió. Las paredes estaban pintadas de azul, y toda una pared estaba cubierta por un espejo. Junto a la cama había un tocador bajo y un sillón. Nada más de notable.
Fuimos a la cocina. Anderson abrió el tragaluz y lo examinó.
—Es lo bastante grande como para que entre un hombre —dijo—, pero el portero dice que no hay modo de subir por el exterior, de modo que el asesino no pudo escapar por aquí. Pero hay muchas otras maneras de salir.
Me aclaré la garganta.
—Andy —dije—. Sé algo más sobre el hombre que simuló ser Jacob Blunt. El hombre al que pusieron bajo mi custodia.
Me miró con suspicacia.
—Sí. Me tuvo prisionero muchas semanas. Él y Nan Bulkely. Se llama Tony. Anoche empecé a recordarlo todo...
Y le conté mi ordalía en el apartamento de Nan Bulkely en Central Park, le hablé del «doctor» y de sus «tratamientos», de la muerte probable de Tony y de mi huida.
Cuando terminé, Anderson dijo:
—¿Por qué no me contaste esto antes?
—Hasta anoche no lo recordé.
—¿Sabes cuándo sucedió?
—No exactamente. Debió de comenzar el mismo día que liberaron a Tony, al día siguiente del asesinato de la Raye. Pero no podría decir con precisión cuándo terminó, quizás un mes o seis semanas más tarde.
Y le hablé de mi «calendario».
—Cuando volviste a Jersey después de tu fuga, ¿viste a alguien conocido? ¿Alguien que pudiera recordar haberte visto y nos ayudara a localizar la fecha probable?
—No, no vi a nadie.
—¿Estás seguro de que no viste al que te atacó aquella noche en el porche de tu casa? ¿No tienes idea de quién pudo haber sido?
—No. Lo siento, pero no vi quién era.
—Pero ¿había alguien en la casa?
—Vi una luz dentro.
—¿Estás seguro de que no viste a tu esposa?
—Ya te dije que no vi a nadie, Andy.
Anderson se sentó en una banqueta de la cocina, sacó un cigarro del bolsillo y le mordió el extremo. Sonia, que se había quedado en la sala de estar, vino a la cocina. Vio la cara de preocupación de Anderson y me miró interrogativa.
—Acabo de contarle lo que recordé anoche —le dije.
Anderson se quedó callado largo rato. Al fin, alzó la vista.
—¿Estás seguro de no recordar nada después de que perdiste el conocimiento en el porche de tu casa? ¿A partir de entonces, nada? ¿No estarás ocultándome algo?
—Es todo lo que recuerdo —le dije—. Creo que los golpes en la cabeza fueron los que me provocaron la amnesia. Quizá ni siquiera perdí el conocimiento, pero el efecto de la conmoción me causó una pérdida de memoria. Quizá me recuperé del golpe en unos minutos, y volví a un estado de conciencia que parecía normal, pero probablemente no recordaba siquiera cómo me llamaba.
Anderson miró su reloj de pulsera y se puso de pie.
—No ganamos nada quedándonos aquí —le dijo—. Volvamos al cuartel central, a ver si se sabe algo nuevo sobre el asesinato de la Bulkely. Anoche la hice seguir por uno de mis hombres, ya sabes. Dice que salió de su casa a la una menos diez de la mañana. Se encontró con un hombre afuera y tomaron un taxi. Mi agente estaba demasiado ocupado buscando un taxi para fijarse en ese hombre. Les siguió hasta Sheridan Square, donde le detuvo un semáforo. Estaba a punto de decirle al taxista que siguiera de todos modos cuando les vio bajar, y bajó él también. Les siguió hasta un club nocturno —hay varios por esa zona—, pero cuando entró no pudo encontrarles. Cometió el error de revisar todo el local antes de salir a preguntarle al portero. El portero les había visto. Dijo que habían entrado, habían visto que estaba demasiado lleno y habían salido. Cuando volvió a la calle, no les vio. ¡Ésos son los errores que han estado deteniendo la investigación hasta ahora!
»Tengo la sospecha de que el hombre que se encontró con Nan es el que hemos estado buscando, el que está detrás de todo esto. Ahora, al menos, sabemos que Nan tuvo que ver con tu secuestro. Seguramente la mataron porque sabía demasiado.
—No olvides que tan sólo ayer ella estuvo en tu oficina declarando haberme visto en la cafetería. Debió de haber algún motivo para esa estratagema —le recordé a Anderson.
Anderson asintió.
—Pudo ser un intento de desacreditar cualquier cosa que pudieras haberme dicho.
—En ese caso, fue un intento muy torpe. Porque estaba perfectamente ajustado a mi propia historia.
—No estés tan seguro de eso —dijo—. Pudo haber sido lo bastante sutil como para aparentar la verdad. Recuerdo haber pensado ayer que quizá yo me equivocaba al creer en tu historia sin más investigación. Habías salido hacía poco de un hospital psiquiátrico, y esta chica viene a informarme de que te había visto. Me recuerda que podías ser un sospechoso en el caso Raye, y que me convendría vigilarte. Nan no podía saber que vendrías tan rápido; le habría convenido que te hubieras demorado un día más, pues así habría parecido que sabías que te habían reconocido y habías preferido presentarte antes de que te fuéramos a buscar.
»Como te decía, ayer no estaba del todo seguro de que creía tu historia, y si no te hubiera conocido de antes no me habría sentido inclinado a concederte el beneficio de la duda. Es uno de los motivos por los que dejé un hombre vigilándote anoche: no sólo para protegerte, sino también para vigilarte. Ahora, por supuesto, sé que no mataste a la Bulkely, pero sólo porque no saliste de tu casa anoche.
—Cree que es posible que la misma persona que mató a Raye haya matado a Bulkely, ¿no es así, teniente? —preguntó Sonia.
Anderson sonrió un instante.
—Todavía no responderé a esa pregunta.
Fuimos hacia el auto que nos esperaba. Sommers seguía apoyado en el guardabarros, al parecer más dormido que despierto, pero se puso rígido al ver a Anderson. Cuando nos alejábamos, me volví para mirar el apartamento. Una mujer subía los escalones de la parte delantera, una mujer pequeña y bien vestida. La vi sólo de espaldas, pero empezó a latirme una vena en la garganta. La mujer era Sara, mi esposa, que se suponía que estaba en Chicago. La habría reconocido en cualquier parte. Di media vuelta para seguir mirándola. Metía la llave en la cerradura cuando doblamos la esquina y la dejé de ver. Sólo entonces comprendí que Anderson me había estado mirando de reojo.
—¿Has visto a alguien conocido? —me preguntó, sin demostrar interés.
—No estoy seguro —le dije. Vi que no se conformaría con eso. Podía mentirle, o podía decirle la verdad. Me sorprendí a mí mismo con la verdad—. Quizás esté viendo visiones —dije—, pero creí ver a Sara.
Anderson dobló abruptamente en la próxima esquina, ignorando por completo la luz del semáforo.
—Volveremos para verlo —dijo.
Corrió velozmente y frenó, haciendo chirriar las ruedas frente al edificio. No se veía a nadie. Anderson y yo saltamos del coche y corrimos a la puerta. Anderson tocó el timbre del portero.
—¿Entró alguien hace un momento? —le preguntó, cuando apareció el hombre.
—No he visto a nadie —dijo el sujeto, sacudiendo la cabeza.
Anderson miró la larga fila de timbres.
—Podríamos llamar a todos los apartamentos —me dijo—, pero necesitaríamos órdenes especiales para hacerlo.
—Yo no me tomaría tanto trabajo —le dije, al notar la vacilación en su voz—. Estoy seguro de que me confundí.
Se volvió y caminó hacia el coche.
—Sí —dijo—. Debe de ser eso. Lo último que supe de tu esposa fue que estaba en Chicago, en casa de sus padres. Dijo que, si volvía a Nueva York, me lo notificaría.
El escritorio de Anderson estaba cubierto por los numerosos informes de los hombres que habían estado trabajando en el caso Bulkely. Sonia y yo nos sentamos mientras él leía la pila de papeles. Cuando terminó, habló por el intercomunicador:
—Dígale a Arnheim que se presente.
Minutos después, abrió la puerta de la oficina del teniente un detective atezado y de cabello negro. Tenía hombros estrechos y una cara ancha y jovial.
Anderson le habló sin alzar la vista de los informes:
—¿Ha investigado ese caballo y su dueño?
—Sí señor. Bide-Away Farms, en Algonport, Long Island. Un tal Frank Gillespie. Ayer le alquiló el caballo a una señorita Bulkely y lo entregó en un establo de la Séptima Avenida. Lo verifiqué en el establo. El caballo estuvo allí desde las tres de la tarde de ayer hasta las cinco de la mañana de hoy.
»Fue entregado en un furgón cerrado y transportado en el mismo vehículo. El furgón pertenece al señor Gillespie. No fue devuelto, aunque la señorita Bulkely prometió devolverlo anoche. Esta mañana lo denunció como robado.
Anderson hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Sé todo eso. Está aquí, en su informe. Lo que quiero saber es si alguno de sus hombres vio ese furgón anoche. Alguien tuvo que haberlo visto entre la Séptima Avenida y la calle 10 Oeste.
—He verificado en todas las comisarías, señor. Nadie informó sobre él. Se ha transmitido una alarma general y puede ser que lo encuentren en cualquier momento. O bien puede haberlo visto uno de mis hombres fuera de servicio, y lo comunicará después. O incluso pueden haberlo visto y no haberlo comunicado, porque no tiene nada de extraño ver un furgón en la calle.
Anderson habló rápido y sin alzar la voz. Tenía todos los datos a mano. Anderson seguía mostrando un gesto agrio, pero noté que éste era su modo de expresarles a sus subordinados que estaba satisfecho.
—Aquí dice que es el mismo hombre que le vendió un percherón a la señorita Bulkely en la época del caso Raye —dijo Anderson, poniendo un dedo sobre el informe—. ¿Por qué no salió eso en su momento? ¿No investigamos todas las caballerizas, buscando al dueño de ese animal? Creo recordar que nada salió a relucir entonces.
Arnheim asintió con la cabeza:
—Exacto, jefe... Pero este tipo, Gillespie, ahora admite que mintió. Dice que esta señora Bulkely le pagó diez mil dólares por el otro caballo. El precio fue tan alto porque la compra se hizo con la condición de que si Gillespie era interrogado no diría nada. Por eso, cuando fuimos a verlo lo negó todo.
—¿Cómo logró que hablara esta vez?
—Le reconocí. Antes de dedicarse al negocio honrado anduvo en el juego ilegal y le he visto detenido muchas veces. En aquel entonces usaba otro nombre (tenemos su ficha) y ha estado preso dos veces. Comprendió que ahora se le pondría difícil si se metía en líos y por eso cantó.
—Le prometieron protección, ¿eh?
Arnheim abrió de par en par los ojos. Sorprendentemente, eran de un azul celeste de bebé.
—Sí, jefe, es lo que hice. No obré mal, ¿verdad?
Anderson hizo un gesto de indiferencia.
—Supongo que no. Pero debió consultarme antes.
Los ojos de Arnheim brillaron.
—No tuve tiempo, jefe. Vi que este tipo sabía algo. Así que le presioné un poco.
—¿Cómo le encontró tan deprisa?
—Fue fácil. En la manta del caballo había impresa la marca de la Bide-Away Farms. Supongo que eso se debía a que el caballo era alquilado. Cuando la Bulkely compró el otro caballo, usó su propia manta. Aquella vez no tuvimos esa pista.
Anderson asintió con la cabeza.
—Muy bien, Arnie —dijo—. Buen trabajo. Ahora quiero que encuentre ese furgón. Si es necesario, mande una patrulla a buscarlo. Si lo encontramos a tiempo, podría significar otra pista.
Cuando el detective salió de la oficina, Anderson se volvió a mí y me preguntó:
—¿Qué sacas en limpio de esto?
—Parece como si el que está detrás de estos crímenes tuviera dinero en abundancia —dije—. ¡Diez mil dólares por un caballo! Y, por lo que puedo ver, el caballo no representa ningún papel esencial en el asunto.
—Le da un toque grotesco —comentó Sonia, que intervenía de vez en cuando.
Eso me recordó lo que había dicho Bill Sommers: que el asesino era un hombre con sentido del humor. No podía sacarme esa idea de la cabeza.
—¿Qué papel crees que desempeñan los caballos en estos crímenes? —le pregunté a Anderson.
—Los criminales, especialmente los asesinos, aman lo sensacional. Con frecuencia se delatan agregando un toque inútil, pero melodramático, a sus crímenes. Espero que sea así ahora.
—¿Las pruebas que reunió el señor Arnheim no demuestran que ambos crímenes son obra de la misma persona? —preguntó Sonia.
Insistía en volver al mismo punto, lo que era típico de una mujer. Sonreí. Anderson también le sonreía.
—Demuestran que Nan Bulkely estuvo implicada las dos veces. Pero eso ya lo sabíamos.
Se me ocurrió una idea.
—Hay algo más, también —dije—. Suponiendo que Sonia tenga razón y que la misma persona haya matado a Francés y a Nan... entonces sabemos que esta vez disponía de menos dinero que antes.
—¿De qué lo deduces?
—La primera vez el caballo fue comprado, ¿no? Y esta vez sólo fue alquilado. ¿No indica algo?
Anderson sonrió y negó con la cabeza.
—«Él» no compró ni alquiló los caballos. Nan Bulkely compró uno y alquiló el otro. Pudo haber actuado como agente para alguien, y es muy probable que fuera así. Pero aún no tenemos pruebas al respecto.
Tomó otro de los informes y, después de mirarlo con atención un momento, movió la pequeña palanca de su intercomunicador.
—Haga pasar a la señorita Hannover —dijo. Me miró—. Denise Hannover era la compañera de cuarto de Nan Bulkely. Cuando mis hombres examinaron el apartamento de la Bulkely esta mañana, la encontraron allí. Así dice el informe: «Cuando se le informó de la muerte de la señorita Bulkely, la señorita Hannover tuvo una crisis. Después dijo: "Yo sé quién la mató." Fue puesta bajo custodia de protección.»
Sentí un súbito frío. Recordaba la actitud de Nan hacia mí la tarde anterior. Había actuado como si yo fuera el culpable. ¿Acaso esa chica Hannover sabría algo sobre mí que yo ignoraba, algo que yo había olvidado? Yo sabía que mis temores eran neuróticos y que estaban condicionados por la extrema dureza e inseguridad de los últimos meses de mi vida, pero seguían siendo muy reales. Me pasé un pañuelo por la frente, para secarme el sudor. Vi que Sonia estaba preocupada: seguramente había notado mi repentina palidez. Afortunadamente, Anderson me daba la espalda y esta vez no vio mi reacción. Denise, más joven y bonita que antes, entró en la oficina. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.