—Nos conocimos por cuestiones de trabajo, señora —explicó Félix—. Eustace era mi nombre comercial en aquel entonces.
Ella me besó en la frente.
—Usted me gusta, Félix —le dijo al hombrecito—. John debió presentarnos antes.
La miré y, aunque hice lo posible, no pude evitar sonreírle. Este juego me gustaba. ¡Cómo la sorprendería con lo que diría ahora!
—¿Quién es usted? —le pregunté—. Dígame primero quién es usted y después yo le hablaré de él —dije, señalando a Félix.
Sonia perdió la sonrisa al instante; abrió la boca y sus ojos parecieron desaparecer completamente en la sombra de las cejas. Dejó caer el brazo, apartándolo de mis hombros. Lamenté dejar de sentir esa presión familiar.
—Soy Sonia, querido. Tu Sonia. ¿De veras no lo recuerdas? ¡Qué golpe tienes que haberte dado!
Esto último lo dijo tanto para Félix como para mí. No pude verle la expresión de la cara, pero por el tono de voz supe que estaba preocupada por mí. No veía el momento de poder tomarla en mis brazos y asegurarle que estaba bien. En lugar de eso, seguí haciendo preguntas.
—Pero dígame, Sonia, ¿qué hago yo aquí? ¿Qué hace usted aquí?
Me miró con susto e incomprensión, pero cuando respondió a mi pregunta lo hizo con calma y en voz baja, como se habla a un enfermo.
—Vives aquí, John. Y yo vivo en la otra manzana. Tuviste un accidente y sufres una conmoción. Ahora acuéstate y olvídate de todo, y cuando te despiertes todo volverá a tu memoria.
Comenzó a palmotear las almohadas y a quitarme la camisa. Me estaba acostando.
—No quiero dormir —le dije—. No sé dónde estoy. No sé quién es usted. Ni cómo llegué aquí. ¡Ni siquiera estoy seguro de saber quién soy!
Esto era la peor mentira de todas. Yo sabía muy bien quién era. Era dos personas: John Brown y George Matthews.
Pero no podía permitir que Felix-Eustace supiera que había estado llevando una doble vida. Si se enteraba de eso, y realmente tenía algo que decir sobre Jacob, podía entrar en sospechas y callarse. Al menos eso fue lo que pensé entonces.
Sonia terminó de desabrochar mi camisa y empezó a abrirme el pantalón... ¡bajo la mirada de Félix y a pesar de mis protestas! Me desnudó, sacó un pijama de la cómoda y me ayudó a ponérmelo, me tapó con las frazadas y me dio un beso en los labios sin decir una palabra. Después de besarme, dijo:
—Insisto en que descanses ahora, John. Podrías haber tenido una conmoción cerebral. No creo que te convengan los esfuerzos.
Me senté abruptamente en la cama, casi arrojándome sobre ella de tal modo que tuviera que abrazarme para no perder el equilibrio. Su cabello negro me cayó sobre la cara, y olió curiosamente a dulce. Volví a besarla.
—Me ha llamado «John» —le dije—. No es mi nombre. No me llamo John.
Se rió, apoyó la cabeza en mi hombro y me miró sonriendo.
—¡No puedo creer que hayas perdido la memoria a tal extremo! ¡Te llamas John Brown y lo sabes!
Félix se movió en su silla.
—No, señora —dijo—. Es el doctor George Matthews.
Sonia se apartó de mí y miró con curiosidad al hombrecito.
—No bromee —respondió—. Es John Brown, y trabaja de noche en la cafetería All-Brite.
—No sé nada de eso, señora —dijo Félix—. Sólo sé que cuando le conocí se llamaba Matthews y era médico.
No me agradó demasiado ese giro de la conversación. Había planeado confundir a Félix para obtener información que de otro modo no me habría dado... pero en lugar de enterarme yo de algo, era Sonia la que se estaba enterando de hechos de mi vida que yo hubiera preferido que no supiera. Y no podía hacer nada al respecto.
Sonia me miró. Seguía sonriendo, pero ahora su sonrisa parecía decir: «Están tratando de reírse de mí, ¿no?»
—¿Eres médico, John? Nunca me lo dijiste.
—Soy psiquiatra —respondí. Vacilé, sin saber qué más podía decir, pero inmediatamente decidí que si había llegado hasta aquí, sería mejor seguir adelante con el engaño, al menos hasta que Félix se marchara—. Lo que quiero saber —continué— es qué estoy haciendo aquí. Lo último que recuerdo es haberme desvanecido en la estación de la calle Canal.
Sonia dejó de sonreír.
—John, por lo que yo sé no has salido de Coney Island en el último mes. Vas a trabajar y vuelves a tu cuarto, y después vuelves a trabajar. Tu única diversión es quedarte en la cafetería por la noche después del trabajo. ¿Por qué irías hoy a Manhattan? ¿Y qué tenías que hacer en la calle Canal?
A partir de ahí el juego se fue volviendo cada vez más ilógico. Lamenté haber iniciado el gambito, pero ahora estaba demasiado hundido en él. Tenía que seguir mintiendo con la esperanza de poder explicarlo después.
—Tenía que ver al teniente Anderson —dije—. La señorita Bulkely me despertó por la mañana y me dijo que acusaban a Jacob del asesinato de Francés Raye. Estaba en el dormitorio de mi casa en Nueva Jersey. Lo que querría saber es cómo llegué aquí.
Sonia se mostró maternal, y era una actitud que no le caía bien. Me puso una mano en la frente.
—Te tomaré la temperatura. Estás delirando, y eso es señal de que tienes fiebre.
Le puse las manos en los hombros y la sacudí con dulzura.
—¡No estoy delirando! —le dije—. Por favor, escuche y trate de entender lo que estoy diciendo! —Después hablé lentamente y con énfasis, esperando que leyera entre líneas y se callara—. No la conozco, Sonia. No recuerdo haberla visto nunca. ¡Nunca he visto este cuarto!
Félix seguía con el sombrero en la cabeza, pero en lugar de salir del cuarto se acercó a mi cama. Me miraba fijamente, y noté que tenía la frente más arrugada de lo que era natural. Su mirada traicionaba su desconcierto. Sonia también me miraba, pero al menos no tenía nada que decir. Sus ojos oscuros habían desaparecido otra vez en el hueco de las órbitas, y le temblaba la boca. Me hizo pensar en el niño que está disgustado y no sabe por qué.
—Francés Raye fue asesinada el doce de octubre pasado —dijo Félix. Se llevó un dedo al ala de su sombrero, como para disculparse por mencionar el hecho—. Lo sé porque me tomaron por testigo material. Me tuvieron tres semanas preso. Estuve en Tombs.
Sonia miró a Félix y después me miró a mí. Se humedeció los labios con la lengua, pero no intentó sonreír. Sabía que ignoraba de qué estábamos hablando, pero nuestras palabras la asustaban.
—¡Francés Raye fue asesinada anoche! —contradije a Félix—. No más de seis horas después, les dejé a ustedes y a ese caballo en la Tercera Avenida. ¿Qué treta está tratando de hacerme?
No debí haberle alzado la voz al hombrecito.
Se envaró y pareció como si hubiera ganado centímetros de altura, y los ojos se le convirtieron en frías bolitas de mármol. Pero quizá si se enojaba lo suficiente hablaría.
—¡Usted ha perdido diez meses en alguna parte, amigo! —dijo—. Y no es cosa mía si lo quiere así. Vine aquí amistosamente, porque quería hablar con usted y explicarle cómo habían sido las cosas... —Se interrumpió y me miró a los ojos—. Porque pensé que usted podía haberlo pasado mal, y quizá yo sabía algo que podría ayudarle... —Ahora miró a Sonia, después se encogió de hombros y dio un paso en dirección a la puerta—. Pero veo que estoy entrometiéndome entre usted y la señora...
Le detuve antes de que llegara a la puerta:
—¡No se vaya, Eustace! —exclamé, y hasta que lo hube pronunciado no advertí que le estaba llamando por el nombre con el que le había conocido—. Debo aclarar las cosas.
Volvió y se sentó en su silla.
—Por eso le he estado buscando todo este tiempo —dijo—. Supuse que algunas cosas no le habían quedado muy claras.
Sonia me apretó un brazo y me miró entrecerrando los ojos.
—¿De qué están hablando? No tengo la menor idea de qué se trata.
—Al parecer, he olvidado muchas cosas —le dije, ignorando su pregunta—. Los dos tendrán que ayudarme.
Félix y Sonia se miraban. El hombrecito estaba perplejo; tenía la boca tensa y la frente arrugada. La cara de Sonia era inexpresiva. O estaba simulando o estaba profundamente intrigada, y quizás ofendida.
—¿Quiere que se lo contemos? ¿Es eso? —me preguntó Félix.
Asentí con la cabeza.
—Yo empezaré —dijo Félix—. Le vi una sola vez antes, el doce de octubre del año pasado. Un tipo llamado Jacob Blunt me había contratado para hacer un trabajo. Yo tenía que simular ser un
leprechaun
, sea eso lo que sea. Tenía que memorizar ciertas líneas para decírselas a un hombre que él me presentaría aquella noche, frases estúpidas, sin sentido. Acepté porque me pagaba bien...
Y siguió narrando nuestro encuentro en el bar de la Tercera Avenida. Dejó al margen ciertos detalles. No mencionó al percherón. Pero lo que dijo se ajustaba a lo que yo recordaba, todo excepto la primera parte. Cuando terminó, tenía algunas preguntas que hacerle.
Me senté en la cama frente a la silla que él ocupaba. Quería mirarle cuando hablaba. Era un espectáculo extraño, yo sentado allí frente a un enano, pendiente de sus palabras, tratando de descubrir alguna clave para el desconcertante rompecabezas de mi pasado. Comprendí, con un sobresalto, que cuanto más le miraba menos sabía sobre él. De hecho, cuanto más decía yo menos sabía.
—Dice que Jacob le contrató para que simulara ser un
leprechaun.
¿Qué motivos podría tener para proponerle él tal cosa? —le pregunté.
El hombrecito sacudió la cabeza:
—No me lo pregunte a mí, amigo. No me lo dijo. Yo trabajaba a sus órdenes, nada más.
—¿Dónde conoció a Jacob? —le pregunté—. ¿Cómo llegó a contratarle?
—Respondí a un anuncio en el
Times
—dijo Félix—. Cuando acudí, me hizo su propuesta. Parecía algo fácil, y acepté. Todo lo que tenía que hacer era estar en determinado bar a cierta hora y decirle unas cuantas frases a un tipo que él traería consigo. Era usted.
—¿Y el percherón? —le pregunté—. ¿De dónde salió?
Félix me miró sin entender.
—¿Qué percherón? —me preguntó con toda inocencia.
—Aquel caballo grande que estaba en la calle. El caballo que usted le dijo que entregara a Francés Raye, por lo que le pagaría veinticinco dólares.
El hombrecito se llevó la mano a la cabeza:
—¡Ah, el caballo! —exclamó—. Yo no tuve nada que ver con eso. Jacob puso el caballo.
Tenía el presentimiento de que Félix me estaba tomando el pelo. Se mostraba demasiado solícito, demasiado dispuesto a ayudar, y al ayudar... confundir.
—Supongo que tampoco sabrá nada sobre la cuestión de llevar flores en el pelo o silbar en el Carnegie Hall —dije sarcásticamente.
Sacudió la cabeza a un lado y otro.
—No sé de qué está hablando —respondió.
—¡Y yo tampoco! —estalló Sonia—. John, debes de tener fiebre. Lo que estás diciendo es absurdo. ¿Quién es este Jacob?
Sin dejar de mirar a Félix, le respondí:
—Limítese a escuchar ahora. Después se lo explicaré. —Y, dirigiéndome al hombrecito—: ¿Qué tuvieron que ver Jacob y usted con el asesinato de Francés Raye? —le pregunté.
Volvió a sacudir la cabeza.
—Nada. Nada en absoluto. Fue un accidente.
—¿Quiere decir que no fue asesinada? ¿Que la mataron accidentalmente?
—No, no. —Se llevó la regordeta mano a la frente—. La asesinaron, sí, pero nunca descubrieron quién lo hizo. El accidente fue que me tuvieron preso tres semanas como testigo material, creyendo que yo tenía algo que ver con el crimen.
—¿Y qué pasó con Jacob? ¿Dónde está?
—Desapareció completamente. No sé dónde está.
—¿Qué hizo usted cuando le soltaron? —le pregunté.
—Volví a trabajar en Coney Island. Sigo trabajando aquí. Pero en mi tiempo libre le he buscado. Pensé que quizá fuera culpa mía que usted hubiera desaparecido. Supuse que podía estar ocultándose. Quería decirle que no tiene nada que temer, que no pueden acusarle de nada.
Mi mente era un torbellino. No sabía cuánto de lo que me estaba diciendo Felix-Eustace era cierto. Si Jacob me había engañado, ¿con qué motivo lo había hecho? ¿Era posible que Jacob hubiera matado a Francés Raye y me hubiera usado de algún modo para ayudarle? Sólo podía preguntármelo.
Sonia estaba de pie a mi lado, con el ceño fruncido:
—Querido, por favor, ¿me dirás de qué se trata todo esto?
La miré, por primera vez de un modo realmente crítico. No era una mujer hermosa, pero me gustaba. Había un honesto vigor en sus rasgos y en su mirada directa. Las ropas masculinas que llevaba acentuaban la grave simplicidad de sus largos miembros. Comprendí que pocas mujeres altas podían vestirse como lo hacía ella sin quedar mal. En ese mismo momento sentía la calidez de su mano en mi hombro, pero también notaba que podía ser dura si se lo proponía...
—Dígame lo que sabe sobre mí —le dije.
Sentí que endurecía la mano. Félix se puso de pie para irse.
—No se vaya todavía, señor Mather —dijo Sonia—. Quiero que también usted oiga esto. —Apartó la mano de mi hombro y dio un paso atrás. Nos miró a ambos—. Te llamas John Brown —dijo como si le hablara a una pared. Mantenía la voz baja y controlada. Temí que fuera incluso fría—. Te conocí hace un mes. Trabajabas, lo mismo que ahora, en una cafetería. —Se interrumpió y sus ojos parecieron desprender llamas cuando los fijó en mí—. Llevo algún tiempo acostándome contigo.
Félix hizo un movimiento incómodo en dirección a la puerta, pero Sonia volvió la cabeza hacia él:
—No se vaya —le dijo—, pues la fiesta empieza a resultar entretenida.
Félix volvió a sentarse... contra su gusto.
Sonia me abrazó impulsivamente. Sentí su calidez a través de la tela liviana del pijama. Sentí deseos de abandonarme, de abrazarla y estrujarla. No quería pensarlo demasiado.
—No me has hablado mucho —decía ella—. Eso es en parte culpa mía, supongo, puesto que no te he hecho muchas preguntas. No creo en las preguntas.
Vaciló, miró a su alrededor y dejó los ojos fijos en Félix, que se sobresaltó ante este examen inesperado.
—Las mujeres somos curiosas a veces... y yo tengo mi curiosidad. Vi dónde habías estado ahorrando dinero, una buena cantidad de dinero de tu sueldo. Revisé tus bolsillos. Encontré una hoja de papel con membrete del Hospital Municipal, una carta donde te presentaban al administrador de la cafetería. Supe que habías estado enfermo... posiblemente una herida...
Su voz siguió hablando, una voz baja y tranquila, una voz agradable de oír en medio de una pesadilla. Miré las reproducciones baratas sobre el tocador, el enano bien vestido sentado en la endeble silla, dando vueltas a su sombrero en las manos. Y mientras miraba, volvía la sensación (la percepción de dos realidades) que había experimentado al recuperar el conocimiento, media hora antes o menos. Un nivel de mi mente parecía ocupado con el presente: estaba pensando en el hombrecito, Félix Mather, como decía que se llamaba... un nombre raro... antes le había conocido como Eustace, un
leprechaun...
nombre más raro todavía. Pero mientras dejaba vagar la mirada por el diminuto cuarto, las cortinas de malla sobre la ventana sin lavar, el reflejo del farol de la calle sobre el vidrio oscuro... otro aspecto de la realidad pareció acercarse a los bordes de mi conciencia, y sentí que tenía en la punta de la lengua algo importante, algo que tenía mucho que ver con todo lo que había olvidado. Y en ese momento mis ojos se posaron en la puerta y el almanaque colgado en ella, con grandes cifras: