Después de un rato su pie tropezó contra una lápida descompuesta con forma de corazón.
Descifró la inscripción con dificultad.
Dorothee von
Schlotterstein-Seifenschwein
1807-1851
Anton tragó saliva: ¡Tenía que ser precisamente Tía Dorothee...!
Siguió andando en seguida.
También encontró las lápidas de los padres de Anna, de sus abuelos y de su tío. Las únicas que no encontró fueron las de los hijos-vampiro. ¿Sería verdad entonces que no habían tenido lápidas? Anton ya las había buscado en vano una vez.
Su mirada fue a parar de repente en una pequeña plataforma rectangular. La levantó y descubrió unos trazos. Excitado, empezó a quitar con las uñas la gruesa capa de moho. Sus esfuerzos se vieron recompensados:
Anna von Schlotterstein
1842-
Leyó, y debajo:
Te esperamos
por siempre jamás
«¡O sea, que sí!», pensó satisfecho Anton. Ciertamente Anna no tenía una lápida tan lujosa como las de sus parientes..., ¡pero al menos alguien había pensado en ella!
Te esperamos…, ¿a quién se referiría? ¿A sus padres? Era de suponer que habrían muerto antes que Anna y por eso sólo habían podido poner su año de nacimiento pero no el de su muerte.
Se aseguró una vez más de que no le observaba nadie. Luego apoyó la losa de Anna contra la lápida en forma de corazón de su madre y escondió detrás de ella la figura de arcilla.
Contempló su obra tomando aliento. Seguro que los demás vampiros no advertirían el cambio; sólo Anna se daría cuenta de que alguien había puesto de pie su pequeña losa rectangular.
Seguramente eso picaría su curiosidad y miraría, y entonces encontraría su carta...
«¡Bien hecho!», se alabó a sí mismo Anton, y regresó complacido hacia la salida.
Cuando vio el tejado rojo de la casa de Geiermeier le atrajo de repente la idea de echar un vistazo al letrero de cartón del que había hablado Anna. ¿Pondría realmente Schnuppermaull?
Dejó el camino principal y se metió en un estrecho camino secundario. Mientras se iba acercando lentamente a la casa al abrigo de las altas zarzas, sintió un agradable hormigueo en el estómago. Realmente no podía pasarle nada, pues había escondido la delatora figura de arcilla, ¡y pasear por el cementerio no estaba prohibido!
Después de un rato el camino hizo una curva... y Anton, súbitamente, se encontró delante de la puerta del jardín de Geiermeier.
Desconcertado, miró fijamente la casa. Era completamente distinta a como él se la había imaginado.
Había pensado que los guardianes de cementerio tendrían que vivir en casonas medio derruidas y sombrías cuya sola vista bastaba para que se le helara a uno la sangre en las venas. La casa de Geiermeier, por el contrario, ofrecía un aspecto casi atractivo: era de ladrillo rojo, tenía contraventanas de color verde y junto a la puerta florecía un rosal.
De todas formas, Anton no pudo ver ningún cartel: en la puerta solamente había una pequeña mirilla.
Y tras aquella mirilla... ¡se movía algo! Entonces se abrió la puerta y salió un hombre alto y delgado con un cubo de basura en la mano.
Anton aún logró ponerse a salvo a tiempo detrás de un grueso matorral. Desde allí observó cómo bajaba el hombre por el camino del jardín.
A tan sólo unos pocos pasos de distancia de Anton, levantó la tapa del bidón de la basura y echó en él el contenido de su cubo.
Parecía no tener la más mínima sospecha de que le estuviera observando alguien, pues ponía una cara de completa ingenuidad y canturreaba.
«¡O sea, que este es el aspecto que tiene Schnuppermaul!», pensó Anton sintiéndose como un detective.
Schnuppermaul tenía el pelo rubio pajizo, una nariz grande y arqueada y un ralo bigote rubio. Sus ojos eran rojizos..., como los de un conejo.
Lo que eran fuera de lo común eran sus manos: enormes y con las uñas largas y esmeradamente cuidadas.
Afortunadamente, Schnuppermaul regresó en aquel momento a la casa. A través de la puerta, que estaba todavía abierta, Anton pudo echar un vistazo al vestíbulo.
Lo que vio allí le cortó la respiración: en una cesta había largas y afiladas estacas de madera listas para atacar.
Y colgado de la pared había un gran crucifijo rodeado de una ristra de ajos.
¡Brrr! Anton se estremeció.
Dio un par de pasos agachado, luego se incorporó y echó a correr hacia la salida.
Aquella noche Anton estaba soñando con una carta que tenía que entregar en una vieja casa.
Llamó al timbre de la puerta delantera, pero nadie abrió. Entonces dio la vuelta alrededor de la casa y llamó a todas las ventanas. Llamaba y llamaba...
De pronto se asustó muchísimo. La fuerte llamada que estaba oyendo no formaba parte del sueño: alguien estaba llamando a su ventana.
¡Tenía que ser Anna!
Saltó de la cama, corrió las cortinas a un lado y abrió la ventana. Pero quien estaba fuera no era Anna: el pequeño vampiro estaba agazapado con una tímida sonrisa en el poyete de la ventana.
—Hola, Anton —dijo con voz estridente.
—¿Rüdiger? —balbució Anton.
—Vaya sorpresa, ¿eh? —dijo el pequeño vampiro entrando en la habitación.
Anton encendió la lámpara de su escritorio.
—Ya..., ya estaba durmiendo —murmuró.
—Ya se ve —dijo el vampiro señalando la cama revuelta—. Pero no te preocupes; en seguida podrás seguir durmiendo...; en cuanto hayamos tratado el asunto de la noche transilvana.
—¿De la qué...?
—Queremos hacer una fiesta el sábado. ¿Están aquí tus padres?
—¿Mis padres?
Anton miró el despertador. Era poco más de medianoche.
—Sí. Pero seguro que están durmiendo.
El vampiro resopló impaciente.
—¡No digo ahora... sino el sábado, cuando celebremos nuestra noche transilvana!
—Creo que van a ir al cine.
—Fenómeno.
El vampiro se frotó las manos complacido.
—¿Tenéis huevos?
—¿Huevos? —preguntó desconcertado Anton—. Sí...
—¡Entonces todo está hecho para el sábado!
—Pero..., yo no tengo ni idea de lo que es una noche transilvana.
El vampiro se rió amistosamente.
—Ya te enterarás con tiempo suficiente.
—Y tampoco sé dónde se va a celebrar la fiesta.
—¿De verdad que no?
—No.
El vampiro se rió a sus anchas, de modo que Anton pudo ver sus afilados colmillos.
—¡En tu casa!
—¿Qué?
Anton jadeó.
—Es por Olga —aclaró el vampiro—. Añora terriblemente Transilvania.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso?
—Olga me ha contado que tu habitación tenía el mismo aspecto que la Cripta Seifenschwein.
—Ah, sí —se acordó Anton—. La había cambiado. ¡Pero me costó un trabajo tremendo!
—Podrías volver a hacerlo por Olga —dijo el vampiro, y con voz conmovida añadió—: La pobre. Todas las noches se queda en el ataúd llorando.
Se secó los ojos y se subió al alféizar.
—Entonces, hasta el sábado, Anton —dijo.
—¡Espera! —exclamó Anton.
—¿Qué es lo que pasa?
—¿Viene también Anna?
—Sí, siempre que para entonces se le haya curado la cicatriz.
—¿Está herida? —preguntó asustado Anton.
El pequeño vampiro se rió entre dientes.
—La visita que te hizo el sábado debió de ponerla muy nerviosa. Sea como sea, después, al volar de regreso a la cripta, chocó contra una rama y se hizo una larga cicatriz en la cara. Y con lo orgullosa que es no quiere estar con ella entre seres humanos. —Ah, es por eso —dijo Anton.
Entonces quizá ya no estuviera enfadada con él y si no le había visitado era solamente por la cicatriz.
Cuando volvió a estar echado en la cama, estaba demasiado excitado como para dormirse en seguida. ¿Quién sabía lo que traería consigo una noche transilvana?..., y luego, quizá, también con Anna...
Durante la comida del día siguiente Anton intentó sonsacarle a su madre qué opinaba ella de las fiestas.
Como algo ocasional, dijo:
—Por cierto, Sebastian dio una fiesta el viernes.
—¿Ah, sí? —dijo simplemente mientras se enrollaba los spaghetti en el tenedor.
—Sí. Y ha dicho que estuvo estupenda.
—Aja.
—¿Me dejaríais hacerlo también a mí?
—¿El qué?
—Celebrar una fiesta.
—Eso tengo que hablarlo con papá.
—Pero vosotros siempre queréis que tenga amigos. Y Sebastian ha dicho que en una fiesta se hacen amigos fácilmente.
—¿Y a qué niños quieres invitar?
—A Ole, a Sebastian...
—¿A ninguna chica?
—Sí. Anna, Olga...
—Olga..., nunca había oído ese nombre. ¿Es nueva en tu clase?
—Bastante. Es..., es extranjera.
—¿De dónde?
—De Tran...
Anton se mordió los labios.
—De Rumania.
¡Rumania sonaba mucho más inofensivo!
—¡Por lo que te conozco tú ya tienes el ojo echado en un día concreto!
—El sábado —dijo apocado Anton—. Siempre que estéis de acuerdo.
—Ya veremos lo que dice papá.
—Seguro que papá no tiene nada en contra —dijo Anton.
Y, en efecto, así fue.
Por la noche su padre bromeó:
—Ah, Romeo planea una fiesta para su Julieta.
Pero le dio a Anton diez marcos.
—¡Para que os compréis limonada y cosas de picar!
A Anton le costó trabajo no reírse: garantizado que los vampiros no le concedían valor alguno a las cosas de picar y la limonada. A lo sumo Ole y Sebastian, pero a ellos no iba a invitarles de ninguna manera.
A pesar de ello, Anton se hizo el sábado por la mañana con cinco botellas de zumo de grosellas, ¡que era bien rojo!, y dos bolsas de cacahuetes y palitos salados. Al fin y al cabo, sus padres no debían sospechar nada.
Luego pensó si iba a volver a transformar su habitación en una cripta. Ganas sí que tenía... Pero no quería que Anna o Rüdiger pudieran pensar que bailaba al son que tocaba Olga y por eso sólo puso en la pared los cuadros de vampiros.
Por otra parte, su madre no se quedó contenta con eso.
—¡Ya podías poner tu habitación un poco más de fiesta! —dijo reprobatoria.
Anton se rió burlonamente.
—¿Cómo hace dos semanas..., con el cadáver?
—¡Cielo santo, no! —dijo furiosa—. Pero sí que podías coger las guirnaldas que tenemos en el sótano.
—¿Las viejas?
—O pon globos.
—¿Es que tienes alguno? —preguntó con un ademán de rechazo.
—Sí. En el armario de la cocina.
—Ah, no sé...
¡No le gustaba absolutamente nada que ella se entrometiera en los preparativos de su fiesta!
Por eso dijo:
—Hoy en día las fiestas se celebran de forma completamente diferente. ¡Pero por lo visto tú de eso no tienes ni idea!
Como esperaba, ella se mordió indignada los labios y se fue hacia la puerta.
—¡Sólo quería lo mejor para ti! —dijo cerrando la puerta.
—¿Lo mejor para mí? —se rió burlonamente Anton—. ¡¿Y quién no lo quiere?!
Sus padres se despidieron por fin a las siete y media. Anton observó desde la ventana de la cocina cómo se montaban en el coche y se marchaban.
—Qué suerte —suspiró.
Hasta el último momento había temido que pudieran cambiar de idea y quedarse en casa por curiosidad.
Sacó de la nevera una botella de zumo y se fue a su habitación.
Abrió la ventana por si las moscas... y se encontró con la cara del pequeño vampiro.
—Saludos, Anton —dijo el vampiro saltando del alféizar.
A todas luces estaba de un humor inmejorable, pues le tendió a Anton su huesuda mano y graznó:
—¿Qué tal?
—Bi..., bien —tartamudeó Anton..., asombrado por tanta amabilidad.
—Por la noche transilvana —exclamó volviéndose hacia la ventana—. ¡Puedes entrar!
Apareció Olga con un gran lazo amarillo en el pelo que se balanceaba de un lado a otro de forma ridicula.
—Hola, Anton —susurró dejando que Rúdiger le ayudara a bajarse.
Y como si hubiera hecho con el pequeño vampiro un curso de buenos modales, preguntó:
—¿Qué tal estás?
—Bien —contestó él aún más sorprendido.