—¿Y por qué?
—Tiene algo que ver con los cazadores de vampiros que irrumpieron en el castillo y a sus padres..., bueno, ya sabes.
—Pobre Olga —dijo Anton en voz baja.
Apenas lo había dicho se puso colorado. Compadecer a Olga...: eso era lo que menos podía hacer en aquel momento.
Anna le miró con los ojos echando chispas.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir? —exclamó—. ¡Seguro que no te interesa en absoluto el hecho de que yo haya puesto mi vida en peligro para ayudarte!
—¿Tu vida en peligro? —balbució Anton.
—Primero tuve que recorrer a hurtadillas el pasillo sin que me descubrierais, y luego tuve que esperar una eternidad delante de la puerta de la vivienda y golpear con los puños contra ella. ¡Imagínate si alguien me hubiera descubierto ahí fuera! ¡Me habrían podido tomar por una ladrona!
—Has sido muy amable —dijo apocado Anton.
—¡Amable! Odio esa palabra —exclamó colérica.
—Quería decir que has sido muy... —titubeó buscando una expresión halagadora—. ¡Has sido muy valiente! —declaró entonces.
—¿Verdad que sí?
Ella volvió a sonreír.
—Creo que ahora tengo que recoger —murmuró él, y, sombrío, observó el caos que había en la habitación.
—Te ayudaré —se ofreció Anna—. Dos lo hacen más deprisa.
Anton carraspeó.
—Eso es realmente muy amable..., digo..., gentil.
—¿Gentil? —repitió Anna suspirando—. ¡Ay, Anton...!
Cuando, agachados sobre la alfombra el uno junto al otro, recogían los papelillos, Anton dijo:
—Hay una cosa que lamento.
—¿El qué?
—¡Que ahora nunca me enteraré de cómo es el baile de los huevos transilvano!
—Alégrate —respondió ella—. Por lo que conozco a Olga sería una guarrería.
—Sí, seguramente. Y limpiar huevos crudos del suelo seguro que no hubiera sido muy...
Se interrumpió porque oyó cómo se abría la puerta de la vivienda.
—¡Mis padres! —exclamó poniéndose pálido como un muerto.
Miró el reloj: sólo eran poco menos de las diez.
—¡Nunca vuelven tan pronto!
Y en la sala de estar aún estaba todo mangas por hombro...
—Preferiría desaparecer en el aire —susurró él.
—Yo también —dijo Anna mirando de reojo con anhelo a la ventana abierta.
Oyeron entrechocar perchas: los padres de Anton aún estaban quitándose los abrigos y colgándolos en el guardarropa.
—¡Ahora no puedes dejarme solo! —suplicó Anton—. Estando tú seguro que no me regañan tanto.
—¿Tú crees?
Anna puso cara de duda.
—¿Y si ven mi capa de vampiro?
—Bah..., ya se han acostumbrado a las capas de vampiro —afirmó.
—¿Anton?
Esa era la voz de su madre.
—Sí, aquí estoy —respondió quejumbroso.
—¿Dónde estás?
Se aproximaron pasos enérgicos... y luego los padres de Anton aparecieron por la puerta.
—¿En la sala de estar? Te habíamos dicho expresamente que...
Ella enmudeció y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos.
—No, no puede ser..., nuestra hermosa sala de estar...
—¡Qué vergüenza! —empezó a echar pestes el padre de Anton—. ¡Tú mira cómo está la alfombra! ¡Y los tiestos..., rotos! Como si hubieran pasado por aquí los vándalos...
Anton se hizo tan pequeño como era posible y dirigió una mirada preocupada a Anna. Ella se había echado la capa por encima de la cabeza. De su cara tan sólo se veía la punta de la nariz.
—¡El sofá..., lleno de confeti! —exclamó la madre de Anton—. Y los cojines están como si alguien hubiera estado saltando encima de ellos por todas partes.
El padre de Anton pegó un grito:
—¡El tocadiscos! Apuesto a que también lo han usado.
Con gesto sombrío observó fijamente a Anton.
—¿Tengo razón?
Anton hubiera preferido que se le tragara la tierra.
—Sí —dijo temblando.
Su padre levantó indignado la tapa del tocadiscos... y soltó un grito:
—¡Aún está en marcha!
—Pero... —empezó Anton y enmudeció.
Si admitía que era culpa de Olga pondría las cosas aún más difíciles.
—¡Esto ya es el colmo!
El padre de Anton sacudió excitado la cabeza, su cara se había puesto roja y las comisuras de sus labios se movían espasmódicamente.
—Te dejamos que hagas una fiesta, confiamos en ti...
Se quedó de pie ante Anton espumajeante de rabia.
—¿Y tú? ¿Estás loco, o qué?
llando, dos.
Las últimas palabras las dijo chillando.
Después hubo un silencio de segundos.
Luego una delicada voz dijo:
—¡Por favor, no le pegue!
Era Anna. Se había echado la capa para atrás y miraba con audacia al padre de Anton.
—¡Por favor, no pegue a Anton!
El padre, perplejo, la miró fijamente.
—¿Tú? —dijo.
—¡Sí! —contestó Anna con voz firme—. Me he quedado a propósito para ayudar a Anton.
Los padres intercambiaron una mirada y antes de que pudieran responder nada Anna siguió diciendo:
—Pegar a los niños está mal. Sólo las personas débiles lo hacen.
El padre de Anton tuvo que reírse.
—¿Por qué crees que iba a hacerlo?
—Le ha mirado usted tan furioso...
—¡Es cierto! —dijo la madre de Anton—. Cuando te enfadas por algo, a veces das pavor.
—¿Yo..., pavor?
Tras un ademán de rechazo se llevó la mano a la barbilla.
—Sea como sea, yo nunca pegaría a Anton.
—¡Menos mal! —suspiró Anna.
Luego añadió con descaro:
—Además, precisamente estábamos recogiendo. Si no hubieran venido ustedes tan pronto, lo hubiéramos conseguido.
Anton la miró de soslayo con admiración. No parecía asustarse ni lo más mínimo…; al contrario: era como si hubiera intimidado a sus padres con su intrépida y arrogante intervención.
El padre de Anton ya había vuelto a poner incluso cara de alegría..., a pesar del desorden.
—Por cierto..., si hemos vuelto tan pronto ha sido solamente porque queríamos haceros fotos —dijo—. Pero, ¿dónde están los demás invitados?
—¿Los demás invitados? —repitió Anton para ganar tiempo—. Sí, bueno, pues..., ya no tenían ganas de seguir. Primero han puesto todo patas arriba y luego se han largado por las buenas.
Su madre le miró incrédula.
—Ya, ya..., siempre son los demás. Tú no tienes ninguna culpa, claro.
—No —respondió de acuerdo con la verdad.
Pero, naturalmente, ella no le creyó.
—¡Seguro que vosotros dos tampoco sois unos angelitos! —dijo.
Anna se rió con voz cantarína.
—¿Angelitos? No, realmente no soy un ángel.
El padre de Anton había traído entretanto su cámara fotográfica.
—Poneos los dos juntos —dijo— para que os pueda hacer una bonita foto... ¡Romeo y Julieta!
—¿Tenemos que hacerlo? —gruñó Anton.
—¡Claro que sí! —se rió entre dientes Anna colocándose junto a él.
El padre giró el objetivo..., luego hubo un flash.
Anna pegó un grito y se tapó el rostro con las manos.
—¡Ay! ¡Mis ojos! —gimió Anna.
El padre de Anton, sorprendido, dejó caer la cámara fotográfica.
—¿Qué te pasa?
—¡La luz..., ay, ay, ay!
—¿No habías visto nunca un flash?
—¿Un flash? —dijo Anna mirando temerosa a través de sus dedos—. ¡Ha sido tan terriblemente deslumbrante como el sol!
—A ti no debe de gustarte el sol... —observó la madre de Anton.
—¡No!
—Ya se ve por lo pálida que estás. Deberías ponerte al sol más a menudo; así tendrías algo de color.
—¿Yo? ¿Al sol? —exclamó Anna temblando.
—Sí. Imagínate lo horrible que sería la Tierra sin sol. Tendríamos que vegetar en la eterna oscuridad. ¿Te gustaría a ti eso?
—Yo..., ahora tengo que marcharme —balbució Anna yendo hacia la puerta tambaleándose.
—Te llevaré a casa —dijo el padre.
—No es necesario —contestó con voz apagada.
—¿Cómo que no es necesario? Es casi medianoche. Luego te vas a encontrar... ¡vampiros! —añadió haciéndole un guiño a Anton.
—Yo no le tengo miedo a los vampiros —declaró Anna.
—Ya me lo imagino —dijo riéndose—. Creerían que eres uno de ellos..., con tu extraña capa. Pero, a pesar de todo, te llevaré a casa, aun cuando no tengas miedo de los vampiros.
Cogió a Anna del brazo. Ella se dejó llevar: ¿qué podía hacer si no?
Anton oyó cómo se cerraba la puerta de la vivienda.
—Esperad —exclamó siguiendo un impulso repentino—. Voy con vosotros.
—¡Alto! ¿Voy a tener acaso que recoger todo yo sola? —exclamó indignada su madre.
—En seguida vuelvo —dijo Anton, y antes de que ella pudiera evitarlo se marchó a toda velocidad.
Corrió tan deprisa como pudo, pero el ascensor ya se había marchado.
Por ello, bajó corriendo las escaleras y llegó abajo sin respiración.
Abrió de un tirón la puerta de la casa... y vio a su padre recorriendo de arriba a abajo la acera mirando por los arbustos.
¡Al parecer Anna había conseguido escaparse de él!
—¿Buscas a alguien? —preguntó alegre Anton.
—Sí, a Anna. Se le había metido una piedra en el zapato y se paró. Yo seguí andando despacio... y cuando me volví hacia ella había desaparecido.
A Anton le costó trabajo no reírse.
—Es que ella no quería que la acompañaran.
—¡Eso es una locura! Una chica pequeña..., a estas horas sola por la calle...
—A Anna le gustan las noches de luna. Cuando hay luna llena siempre sale a pasear.
Su padre, incrédulo, le miró de soslayo.
—¿Cuántos años tiene realmente Anna?
Anton vaciló. Al final dijo:
—Aproximadamente ciento cincuenta.
—¿Cómo dices? ¡Tú quieres tomarme el pelo!
—Quizá ya incluso ciento sesenta.
—¡Ya, ya! —dijo irritado el padre—. Y si yo ahora te pregunto dónde vive ella, contestarás que en el cementerio. ¿No es cierto?
—¡Exacto! —se rió irónicamente Anton.
—Bien —dijo con sagacidad su padre—. Entonces iremos inmediatamente al cementerio.
Anton tragó saliva.
—¿Qué es lo que vas a hacer allí?
—Asegurarme de que Anna ha llegado bien a casa.
—Pero…
—¡Vamos! Nuestro coche está allí delante.
Anton no se movió.
—Creo que mejor me quedo aquí.
—Entonces dime la dirección de Anna... ¡La auténtica!
—¿La di..., dirección?
—Sí. ¿Crees tú que la iba a dejar marcharse simplemente sin preocuparme más por ella? Los padres después me denunciarían a la policía.
—Ellos seguro que no —dijo Anton con voz débil.
—Venga, ¿dónde vive?
—Eh...
Anton reflexionó febrilmente sobre qué iba a responder. Dar una dirección falsa tampoco serviría de nada, pues su padre iría hasta allí y llamaría a la puerta.
—No sé cómo se llama la calle...
—¡Pero si ya has estado a menudo allí!
—Sí, pero...
—Entonces tendrás que venirte e indicarme el camino.
Anton intentó poner una última excusa:
—Pero no conozco el camino en la oscuridad.
Pero su padre no se dejó engañar.
—Tonterías —dijo yendo hacia el coche con rápidos pasos.
A Anton no le quedó más remedio que seguirle.
En el coche el padre preguntó:
—¿Y ahora por dónde?
Anton se movía inquieto de un lado a otro en el asiento trasero.
—Eh..., pues primero de frente.
Su padre puso el motor en marcha.
—¿Y luego?
—Lu..., luego, en el semáforo a la izquierda.
—Pero la calle va al cementerio...
—Es que Anna vive en la parte de atrás del..., digo..., detrás del cementerio.
¡A punto había estado de delatarse!
—¿Hay allí alguna casa siquiera? —preguntó el padre dudando.
—Claro —afirmó Anton aun cuando ni él mismo estaba seguro.
Pero ya se le ocurriría algo cuando estuvieran allí.
El coche se deslizaba lentamente por las calles nocturnas. En ellas no había un alma y ya sólo había luces encendidas en pocas casas.
Anton pensó que un viaje de noche como aquél podría ser incluso muy romántico..., si no tuviera esa extraña sensación en el estómago.